Un día de estos nos van a rescatar a todos. Ya saben cómo andan las cosas: los bancos rescatan a las cajas, los rescatadores oficiales liberan a los países, y los bancos y las cajas rescatan a los países previamente liberados y amenazan con rescatar a los por liberar. Un embrollo. Mientras esperamos a que alguien nos rescate del árbol al que parece ser que hemos trepado —aunque nadie sabe por qué hemos escalado hasta la última rama—, me pregunto cómo será la vida en un país rescatado. Perdón: no me refiero a la vida, sino a las vidas. Imagino que las piedras del Partenón, las pintas del Temple Bar y las tabernas del Bairro Alto seguirán siendo museos más o menos atractivos para los turistas low cost de un orbe en rebajas. Pero, cuando auguran un rescate en el telediario, pienso en el guía del Partenón, en el camarero detrás de la barra del Temple Bar y en el cocinero que prepara un bacalao tres delicias (o cuatro quesos) en una taberna del Bairro Alto. Por más que se empeñen los políticos, la salud de los bancos no es la de los ciudadanos, aunque a algunos les cueste una enfermedad pagar la hipoteca. Sí, ya sé: Julio Iglesias decía que “la vida sigue igual”. Y Darwin concedía a la especie humana un nivel de resistencia medio-alto a la selección natural. Pero me cuesta pensar que eso que los recepcionistas (de la Estética) llamaban “horizonte de expectativas” sea el mismo antes del rescate que después de la reconquista. Me da la sensación de que sobrevivir tras el rescate será como intentar detener un tsunami con un paraguas. Por lo pronto, cómprense un paraguas (o, al menos, un impermeable con doble capa).
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