jueves, 27 de marzo de 2014

Los Panero como género



Mi amigo Joaquín Juan Penalva me comentó alguna vez que los Panero eran un género literario en sí mismos. Yo me atrevería a afirmar que durante un tiempo constituyeron también un peculiar género cinematográfico. Aunque Juan Luis Panero ya tenía un par de libros en el mercado, y su hermano Leopoldo María había formado parte de los “nueve de la fama” de Castellet, para el público fueron principalmente los actores de una película titulada El desencanto (1976). En aquel docudrama en blanco y negro, Jaime Chávarri dio con la fórmula para ofrecer al ávido espectador un programa doble. Por un lado, los fotogramas de El desencanto acogían el retrato de una extraña familia, entre el clan Manson y los maravillosos Tenembaum. Por otro, el celuloide revelaba una implacable radiografía de las herencias y adherencias de la posguerra, no muy lejos de los filmes que por entonces Carlos Saura paseaba por los festivales del orbe. El eje argumental de El desencanto giraba alrededor de un personaje ausente: el patriarca Leopoldo Panero, uno de los fundadores de la revista Escorial, cultivador de una poesía entrañada e intrahistórica, y perteneciente a las filas de ese oxímoron que se ha denominado “falangismo liberal”. Frente a la sombría figura del padre, su viuda ―Felicidad Blanc― y sus hijos ―Michi, Juan Luis y Leopoldo María― tejían una memoria alucinada y alucinógena en la que se mezclaban los homenajes institucionales, los paraísos artificiales y una conciencia terminal. Cuando Ricardo Franco volvió a filmar a los hermanos, en Después de tantos años (1994), le salió una de miedo.

Sin embargo, cada uno de los Panero representó una manera distinta de enfrentarse al pecado original. Michi decidió seguir el consejo de Oscar Wilde y transformar su vida en materia de arte. Así, el único hermano que sufrió el síndrome de Bartleby es el único que ha acabado dando título a una novela: Los últimos días de Michi Panero (2008), de Miguel Barrero. El caso de los poetas Juan Luis y Leopoldo María es diferente, pues ambos encarnan concepciones creativas antitéticas. Debo reconocer, no obstante, que en mí provocan una reacción similar, que combina rechazo y fascinación a partes iguales. Tiende a irritarme, por ejemplo, el Juan Luis Panero que evoca desde la infancia a T. S. Eliot o a Luis Cernuda, y que se aferra desesperadamente a los emblemas de un esplendor pasado. En cambio, me provoca auténtica conmoción el personaje adulto que acompaña en su aventura dipsómana al cónsul Firmin de Bajo el volcán, o que cabalga con John Ford y con Alfred Tennyson hacia el corazón de las tinieblas: “Todos los caballos sin jinetes / frente a la tumba del viejo mago tuerto, / resplandor y polvo, ceniza y fuego, / por el Valle de la Muerte los caballos galopan”. Por su parte, a Leopoldo María Panero le ocurrió lo peor que le puede pasar a un poeta: no generar lectores, sino fans. La noticia de su muerte se ha extendido por las redes sociales mediante un efecto viral que tiene poco que ver con la literatura y mucho con la atávica consideración del autor de versos como un demiurgo, un chamán o un enajenado. El escritor Leopoldo María Panero existió hasta Poemas del manicomio de Mondragón (1987). Después solo quedó espacio para la biografía (lírica o prosaica) de un loco que fumaba compulsivamente, bebía refrescos de cola a un ritmo frenético y solía armarla en las conmemoraciones a las que se le invitaba con miedo y sin esperanza. Y, pese a todo, Así se fundó Carnaby Street, Teoría, Narciso en el acorde último de las flautas o Last river together siguen proyectando una cosmovisión que en sus mejores momentos alumbra un fulgor rimbaudiano, despliega un culturalismo fabuloso o se adentra en la imagen de las postrimerías. Quien soñó tantas veces con Peter Pan, ha regresado al fin al país de Nunca Jamás: “Deje ya de retorcerse el bigote, señor Darling, Peter Pan no es más que un nombre, un nombre más para pronunciar a solas, con voz queda, en la habitación a oscuras”.



Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 27 de marzo de 2014

lunes, 24 de marzo de 2014

Bienvenidos a Paseo de la identidad





Café mocca o café latte. Lobos marinos o leones marinos. Iguazú o Yosemite. América o Europa. Arte o ensayo. Una imagen o mil palabras. Todas esas disyuntivas convergen en este libro, a la vez paseo por las ruinas del capitalismo y emblema de una identidad global.

sábado, 8 de marzo de 2014

Nocturno casi, de Lorenzo Oliván



En Nocturno casi, Lorenzo Oliván (1968) conjuga la mirada externa y la indagación interior. Al tiempo espectador y explorador de su universo lírico, el autor funde en este libro el talante celebratorio, la entraña reflexiva y la pesquisa existencial. Las paradojas de la identidad y los calambres visionarios ―cuya veta irracionalista dialoga con el José Hierro de Libro de las alucinaciones― nos invitan a una búsqueda a tientas por el envés de las apariencias. Entre el deslumbramiento y la ceguera, esa mirada doliente cristaliza en composiciones como ‘El ojo’, panóptico de contempladores contemplados que se eleva en un conmovedor homenaje a las víctimas del 11-M: “Todo tren lleva a la contemplación, / y soy el extranjero, el estudiante, / la camarera que se ve mirando”. La segunda parte del volumen, ‘Tocar extremos’, revela una escritura guiada por el espíritu de contradicción, donde los trampantojos de la percepción desembocan en una poética del claroscuro. Las dudas de un viejo príncipe danés (“Hamlet es agua libre confundida / al rodearlo mil acequias prácticas”), las sirenas eléctricas que tentaron a Ulises, la espiral atrapada en el saxofón de Ornette Coleman o la circularidad de la atención en los cuadros de Rothko trasladan al terreno del arte los fragmentos de una realidad a medio hacer. Surcado de discontinuidades y cortes de luz, el propio discurso avanza a través de una geometría evanescente, a punto de diluirse en la efervescencia de la nada. Al final de ese viaje se encuentra la ‘Visión nocturna’ que da título al último apartado, una suerte de epifanía metafórica en la que incluso “el acto de mirar queda hecho trizas”. Por esas grietas textuales se cuela también el Oliván aforista, capaz de sacudirnos la conciencia con un pensamiento o de arrastrarnos a un vértigo imaginativo similar al que convocan los lienzos de Magritte: “¿Cómo explicar, / cómo diablos o dioses explicar / una ventana al vuelo?”. Tan relevante por lo que muestra como por lo que decide ocultar, casi todo en este espléndido Nocturno casi certifica la plenitud de una poesía que ha alcanzado la exigencia de la precisión sin abdicar de su innata facultad para la sorpresa.

 
Publicado en el suplemento "Babelia" del diario El País, el 8 de marzo de 2014