miércoles, 23 de diciembre de 2015

Fin y principio: DESAPARECER, de Juan Manuel Romero



En Hasta mañana, Juan Manuel Romero conjugaba una poesía reflexiva y contemplativa, discursiva y fragmentaria, telúrica y desarraigada. Seis años después de aquel libro, el autor publica Desaparecer, un poderoso canto a la libertad que se distribuye en cuarenta secuencias numeradas, sin titular. En la senda de Wordsworth, Romero reivindica una ética de la naturaleza y una estética de la mirada. A ese propósito contribuye el dominio de la elipsis, que le permite despojarse de todo lo accesorio para viajar hacia la semilla de lo elemental. Esta voluntad de ascesis se observa igualmente en la rotunda concisión de unas estampas que rara vez se reducen al fogonazo cromático o a la impresión plástica. En los versos de Desaparecer convergen la realidad exterior y el vislumbre interior, la humilde precisión de la acuarela y el denso trazo del óleo. En efecto, el sujeto se adentra en la cáscara de la intimidad y en la corteza de la conciencia para proclamar un valor suplementario, un exceso de vida o un “contenido extra para el mundo”: “Tengo más vida ahora / de la que soy capaz de resistir”.

            La indagación en la identidad y el método dialéctico de la duda ―hasta llegar a la interrogación primigenia: “¿De qué sirve la vida?”― abren un campo temático donde el ser polemiza con las cosas y donde la naturaleza transfiere su sustancia vital a un personaje a punto de disolverse en el dinamismo del paisaje: “No creer en mí mismo es otra forma / de seguir adelante”. Asimismo, la germinación metafórica y el juego asociativo de la sinestesia aportan correspondencias inéditas; “ráfagas de control y descontrol” que profundizan en la médula de lo visible. Según sugiere el título, el yo se aparta del primer plano y nos deja el testimonio de una voz en off que postula una entrega panteísta y desconfía de los simulacros posmodernos: “Ganamos experiencia en las pantallas / donde la realidad / es una zarza que ha cubierto el monte”.

            En Desaparecer hay un ajuste de cuentas con la propia biografía, tal como ejemplifican un conjunto de poemas que regresan a los ritos de la infancia, con sus juegos crueles y sus asombros repentinos. No obstante, ese impulso retrospectivo se diluye entre los signos de la edad adulta. A lo largo de las páginas se dan cita la memoria individual y la rutina doméstica, el combate de la palabra contra la dictadura del tiempo, un ecologismo refractario a las consignas y las fábulas reales que tuercen la trama del destino: “Aquel día, / mi amigo iba a morir ahogado en la piscina / y le salvé la vida casi sin darme cuenta”. La despedida de una etapa vital se asocia con una espeleología que busca yacimientos de sentido en la “belleza disgregada” del mundo: un literal hortus conclusus, los restos minerales “de una excavación abandonada”, “un campo de maíz iluminado por focos”, la luna sucia, los cables de alta tensión que unen el cielo y la tierra, o la “luz hiperactiva” del sol. Las imágenes del eterno retorno van pautando el ritmo del libro y engarzando sus motivos recurrentes: las manzanas oscuras, el agua quieta, la vieja higuera, las hojas amarillas. Finalmente, el presagio de la caducidad se redime mediante la regeneración estacional, de un modo similar a como ocurría en la película El sol del membrillo, de Víctor Erice: “Lo que se acaba / al mismo tiempo crece / en libertad”.

            La construcción de un lenguaje capaz de atrapar lo fugitivo sin rendirse a los tópicos calcificados por el uso es uno de los indiscutibles aciertos de este libro. También lo es la apuesta por la solidaridad recíproca entre el pensamiento y la naturaleza, espejismos en los que subyace la ilusión de un equilibrio: “La niebla se ha quedado entre las ramas sucias / igual que las palabras / dentro del pensamiento”. Frente a la inestabilidad de un universo que no cesa de formular preguntas, el sujeto defiende la paradoja como arma de doble filo y escudo protector: “Saber y ser capaz de no saber”, “Sé que la vida inútil es la útil”, “Y un exceso de vida / acaba con la vida”, “Me ha pesado entender que dando vida / estás atándote a la vida”. Al final de su periplo por el espacio y el tiempo, el autor acaba fundiéndose en la vida cíclica y asumiendo que él también forma parte de un mundo que arde un instante antes de desaparecer: “También al respirar, / algo de lo que soy se disgrega en el aire / y algo de lo que soy / se renueva”. He aquí un libro espléndido, que dice cosas importantes en voz baja y que transmite un alto voltaje emotivo con una admirable sobriedad expresiva.

 (Publicado en Turia, núm. 116, pp. 481-483)

sábado, 28 de noviembre de 2015

Los allanadores, de Carlos Pardo



Según el evangelio de Harold Bloom, Carlos Pardo pertenecería al selecto club de los poetas fuertes. En efecto, estamos ante uno de esos autores llamados a liderar un cambio estético y a ejercer un magisterio saturnal sobre sus seguidores. Ocho años después de Echado a perder (al tiempo declaración de amor y de intenciones), Los allanadores avanza por un terreno inseguro, entre sobresaltos expresivos y desajustes tonales. Sin embargo, esa sucesión de acordes y desacuerdos se erige en uno de los puntos centrales de su programa emocional: “Para que una experiencia esté completa / un imprevisto / agente secundario / añade su ingrediente / disonante”. Así, la teoría musical de los armónicos permite suturar las cicatrices que atraviesan los versos: la cadencia lírica y los injertos prosísticos, la gravedad confesional y el desplante irónico. En Los allanadores comparecen los residuos biodegradables del yo, los eslóganes de la vida en pareja (“La mañana no tiene secretos para nosotros”) y el desorden de las relaciones familiares. Frente al tremendismo en el que podrían desembocar algunas situaciones, Pardo opta por la asepsia sentimental y por la desactivación de los resortes patéticos: “permite que me ahorre / la efusividad”. Con todo, el principal acierto de Los allanadores reside en su trama autobiográfica, concebida como una extensión de la obra narrativa del escritor. Un ejemplo es ‘Mis problemas con el judaísmo’, donde se mezclan y agitan la precaria salud de la madre, el activismo desencantado tras el 15-M y la indagación en la genealogía histórica del sujeto. Aunque a veces la avalancha anecdótica acaba desbordando las costuras discursivas, cabe aplaudir el riesgo de quien se resiste a dejarse encasillar en un minimalismo ilustrado y en una fragmentariedad elíptica. En suma, el autor que en Echado a perder navegaba “entre los pre y los pos” entrega aquí una poesía sin prefijos, un poderoso testimonio de la desposesión y la prueba de que otro mundo creativo es posible. 

Una versión abreviada de esta reseña puede leerse en el suplemento "Babelia" del diario El País (28 de noviembre de 2015)

jueves, 26 de noviembre de 2015

Retrato de una dama: N)u(nca, de Luigi Amara



Nadie pone en duda que las relaciones peligrosas entre poesía y artes plásticas dan mucho juego. La invención de la écfrasis permitió pasar del aburrido ejercicio de la descripción a la feliz taumaturgia de lo especulativo. Así, el retrato dejó de ser el espacio material donde se fijaba la presencia del individuo para convertirse en el lugar abstracto donde se despliega el carnaval de las identidades. Al versificar el atrevimiento de Parmigianino ante un espejo de barbero, John Ashbery dio carta de naturaleza a un subgénero que sustituía la linealidad secuencial por la implosión de significados latentes. “Todo es superficie”, afirmaba Ashbery. Y “todo es perspectiva” podría ser el lema del último libro del poeta y ensayista Luigi Amara (Ciudad de México, 1971), autor de una amplia producción lírica y artífice de una muy recomendable Historia descabellada de la peluca, que fue finalista del Premio “Anagrama”.


Editado con impecable esmero por Sexto Piso, Nu)n(ca no pretende ser ni una secuela ni un remake de Autorretrato en espejo convexo. Por el contrario, estamos ante un libro con voz y luz propias, cuya genealogía remite a la sintaxis del deseo que analizó Balzac en La obra maestra desconocida o a las teorías en torno al eterno femenino que vela sus facciones en el cuadro La Derelitta, hasta hace poco atribuido a Botticelli. En este caso, el motivo de inspiración es la fotografía Mujer de espaldas (ca. 1862), de Onésipe Aguado. Si decidimos fiarnos del catálogo del Metropolitan Museum of Art, “esta imagen es a la vez un retrato, una estampa de moda y un comentario humorístico”. Según Luigi Amara, además, esta misteriosa mujer se erige en un emblema barroco y en el residuo de una ironía posmoderna: “Darle la espalda a todo: / eso / es tener estilo”. Desde sus primeros versos, Nu)n(ca propone un asedio hermenéutico y una lección de anatomía, un paseo virtual por las afueras del sujeto y un colapso digresivo en el que las proyecciones metafóricas acaban neutralizando el enigma real. Para indagar en “la atracción / del lado oculto”, Amara se vale de diversos recursos que ya no forman parte del caleidoscopio del arte, sino del arsenal de la retórica. No en vano, el desafío que plantea este libro no reside tanto en invitarnos a contemplar la imagen como en incitarnos a leerla o a recrearla. Más allá del mero valor informativo, la búsqueda cristaliza en un lenguaje ritual, en una pulsión interrogativa y en un mosaico de posibilidades.


Por un lado, hallamos una panoplia intertextual que permite convocar en el mismo marco a miembros de distintos gremios y regímenes ficcionales: el capitán Ahab y Thomas de Quincey, las figuras de Friedrich y los trampantojos de Magritte, Rapunzel y Catherine Deneuve, la Gorgona de la mitología y la mujer de Lot. Por otro lado, la metamorfosis de la dama en musa efímera conduce a una sucesión de epítetos que mantienen cierto paralelismo con el tono de letanía: “geisha introspectiva”, “mujer barbuda”, “la Viuda”, “la Venus del desdén”, autómata, “perchero / de los peores presagios” o guadaña inapelable. Finalmente, el despiece del retrato en segmentos autónomos obedece a la constatación de que “más que mujer, / era un palimpsesto de facciones”. La “didáctica del cráneo”, la “espiral / del peinado” (con Vértigo al fondo) o el señuelo del hombro se integran en un aquelarre discursivo que flirtea con el aforismo y con el caligrama. Después de su odisea panóptica, Nu)n(ca da testimonio de un doble fracaso: el de una fascinación inexplicable y el de de un amor imposible. Al filo de una inminencia que jamás llegará a producirse, Luigi Amara entrega en este libro mucho más que el retrato de una dama: la extraordinaria construcción de un modelo para a)r(mar.


Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de noviembre de 2015

jueves, 24 de septiembre de 2015

Poética de la derrota: ANFITRIONES DE UNA DERROTA INFINITA, de Joaquín Juan Penalva



En su tercera salida en solitario, Joaquín Juan Penalva ha fundido los dos núcleos temáticos en torno a los que se articulaban sus títulos anteriores: la historia cultural (La tristeza de los sabios, 2007), por un lado, y la intrahistoria doméstica (hiberna, hibernorum, 2013), por otro. Estos Anfitriones... (Huerga y Fierro, 2015) despliegan una poética de la derrota que hunde sus raíces en una tradición de sublimes fracasos, desde los que padeció el capitán Aldana hasta los que asoman en la escritura cotidiana y prosaica de Karmelo C. Iribarren, pasando por los que se relatan en la épica rota de Julio Martínez Mesanza. Sin embargo, que nadie se llame a engaño: Joaquín Juan Penalva no ha renunciado a Joaquín Juan Penalva, de modo que bajo este inventario de desencantos aparecen los emblemas públicos y las obsesiones privadas habituales en el autor. “Escribo para recordar // lo que he leído... // lo que he visto... // lo que he sido”, afirma en un poema titulado “Ars longa...”. A juzgar por los textos reunidos en este volumen, Joaquín Juan ha leído todos los libros, ha visto las ciudades más decadentes de la vieja Europa y ha sido un actor secundario en películas más cercanas a la serie Z que a la serie B. Así, aunque las composiciones invoquen a Darkman, a Michael Myers, a la protagonista de Resident evil o al inefable propietario de El coche fantástico, el objetivo no consiste en provocar un choque frontal entre las expectativas del lector y el desguace pop. Esos iconos devaluados son, al cabo, las ruinas de una arquitectura sentimental y los fragmentos de un universo auroral: “Qué poco me queda de entonces, / qué poco queda de mí ahora”. Lo mismo sucede con los paisajes (Venecia, Lisboa, Madrid) y con los pasajes literarios: tras la meticulosa demolición de su andamiaje legendario, solo queda en pie un corolario amargo o irónico, o tal vez amargamente irónico (“Quizá ya sea / demasiado tarde / para aprender / a ser tristes / o cantar fados”).

            En efecto, como se trata de cantar lo que se pierde, el poeta prefiere pecar por exceso y asegura haberlo perdido todo: esperanza y gloria, premios y trenes, vida y tiempo, y a veces hasta la propia conciencia de haber perdido algo, como ocurre en “Recortes de vida”. Pese a todo, Joaquín Juan no se instala en una cosmovisión pesimista, sino en una suerte de aurea mediocritas que se complace en la evocación de ritos lejanos y costumbres efímeras. No faltan los homenajes a los escritores de cabecera (“Un día llamado Ángel”), ni la redención a través del arte, ni la proyección desdoblada del personaje en diversos correlatos objetivos. En el collage de cubierta, obra de Yolanda Parra, un hombre de espaldas contempla un horizonte de titulares de periódico entre cuyas páginas se intercalan algunos versos del libro. También el sujeto-flâneur de Anfitriones... lee el mundo como un códice miniado o se abisma en sus misterios como el espectador ante una pantalla de cine. Ejemplo de ello es “La leyenda de San Galgano”, donde la cartografía real encubre un espejismo de celuloide: “Es la abadía de los bosques, / el templo en el que / Tarkovski mitigó / su Nostalghia / antes de sumergirse / en la gran alberca / de Bagno Vignoni”.

            Culturalista y coloquial, elegiaco y reflexivo, Joaquín Juan entrega aquí su libro más personal y acaso más transferible: una destilación de sus principales señas de identidad. En una de las piezas finales, “Visión de futuro”, la voz lírica decide perseverar en su vocación de fracaso: “Siempre quedará / otra batalla que perder... / hacia esa derrota / pongo rumbo”. Sus fieles lectores lo acompañaremos por esos nuevos derroteros. Pero ahora demos la bienvenida a estos Anfitriones como se merecen. 

Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 24 de septiembre de 2015