lunes, 29 de junio de 2015

El mundo es un museo: LEJOS DE TODA FURIA, de Antonio Gracia



André Malraux habló de un museo imaginario en el que la presencia material del arte se sustituiría por la evocación de una serie de “momentos de arte”. Según esta premisa, la solidez de las obras se disolvería en la arquitectura efímera de la memoria. Una propuesta similar a la de ese utópico museo sin paredes es la que desarrolla Antonio Gracia en su último libro de poemas. Lejos de toda furia (Devenir, 2015) es, al mismo tiempo, una galería de palabras y un viaje por la pinacoteca mental del autor. Si en Hijos de Homero (2010) el escritor había convertido la historia de la literatura en una intrahistoria del proceso creativo, ahora la historia del arte funciona como el correlato objetivo de una emoción serena. Como señala Ángel Luis Luján Atienza en su esclarecedora introducción, ya el título del libro ilustra la tonalidad que predomina en sus páginas y constata “la renuncia del tan traído y llevado ‘furor poético’”.

A lo largo de las cuatro secciones en las que se divide el poemario, la aleación entre el himno y la elegía se desplaza a la encrucijada entre la mirada y la reflexión. La primera parte, “Del arte redentor”, agavilla un conjunto de écfrasis en las que la descripción de lienzos y monumentos importa menos que el corolario que puede extraerse de dicha contemplación: el placer de las ruinas, el exorcismo del tiempo, la muerte de los dioses o la pregunta acerca del sentido de la existencia. Los nombres convocados en esta colección permanente ―Rembrandt, Van Gogh, El Bosco, Chagall o Delacroix, entre otros― no solo aportan un denso retablo iconográfico, sino que le permiten a Antonio Gracia desplegar algunas de sus imágenes más poderosas: la Ronda nocturna de Rembrandt es un “daguerrotipo alzado sobre la claridad”; la Ofelia de Millais intuye que “el mundo tiene forma de un ataúd errante”, y la catedral de Rouen emerge para Monet “como un álamo altivo alanceando el cielo”, de manera análoga al ciprés de Silos levantado por Gerardo Diego. Además, estas viñetas se troquelan sobre la experiencia psíquica del pasajero en el museo, en cuyo itinerario se confunden la ficción de eternidad que proporciona el arte y la conciencia de la transitoriedad vital.

La segunda sección (“De amore”) se aproxima a la pulsión erótica a través de la representación del “eterno femenino”. La maja ―preferentemente desnuda― de Goya, la Dama de Elche, la Gioconda y hasta la Santa Teresa de Bernini son algunas de las musas sucesivas del mismo artista. “Enamoras a quienes te contemplan”, le dice el poeta a la sonrisa más enigmática de la pintura. Pero a veces también la carne es triste, como se advierte en los versos finales de “La simpasión”, dedicado a Los amantes de Magritte: “Con qué clarividencia vimos luego / todo cuanto antes era un laberinto”.

El título de “Bagatelas” preside la tercera sección, en la que el retrato plástico polemiza con el retrato lírico de músicos y escritores: así sucede con las semblanzas consagradas a Shakespeare, Beethoven, Lope de Vega o Cervantes. Esta última culmina con un rotundo epifonema (“Quien no sueña con mejorar el mundo / merece su desprecio”) que se erige en una admirable divisa estética.

Por último, “Sobre las sombras” ofrece un estudio de la melancolía a partir de cuadros de El Greco, Klimt, Hopper, Turner y Friedrich. Aunque el autor desciende al inframundo de la memoria y se entrega a un turbión visionario, al final del trayecto no aguarda la resignación, sino la rebeldía de un gesto subversivo: “Porque sabes que el mundo ya no espera / de ti sino tu muerte, dale vida”.

La poesía de Antonio Gracia respira más intensamente en la clausura del marco que en el campo abierto de la realidad. Arrojado a la intemperie del mundo, el autor se adhiere a un ideario de ecos quevedescos: “vive / como si hubieras muerto / y seguirás muriendo felizmente”. En definitiva, el tema en torno al que se estructura toda la obra de Gracia ―la batalla entre el ansia de perduración y la sombra de la caducidad― se reformula con singular acierto en un libro que recorre la distancia de lo pintado a lo vivo.


Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 24 de junio de 2015

miércoles, 3 de junio de 2015

De la emoción y otros demonios



Cada cual espera una cosa de la vida, si bien ―como reza el anuncio― no tenemos sueños baratos. La gente vota a distintas siglas y se declara hincha de diferentes clubes de fútbol, aunque en ambas pasiones predomine el bipartidismo. Basta bucear por las cañerías de la Red para percatarse de que hay opiniones encontradas sobre la calidad de los restaurantes, el servicio de los hoteles y el cuidado de las mascotas. No faltan quienes reivindican con ardor guerrero las mismas películas que a otros les parecen un ejercicio de abyección. Y hace poco leí que un profesor ruso mató a un colega que defendía la superioridad de la novela sobre el ensayo, a tal punto llegaría ―imagino― el calor de la discusión. Como sabemos que sobre gustos sí hay algo escrito, quedémonos con la cara B del refranero: “En la variedad está el gusto”.
            Sin embargo, existe una excepción a esa variopinta gama de preferencias humanas, y ese privilegio le corresponde a la poesía. A juzgar por entrevistas, reseñas y demás paratextos, autores y lectores exigen exactamente lo mismo: emoción. Por supuesto, hay emociones y emociones. En tanto que los vates en prácticas tienden al merengue sentimental, con azúcares añadidos, los veteranos aspiran a ponernos la piel de gallina, los pelos de punta y el ánimo del revés. A estas alturas ya me habrán calado. Sin duda nos las vemos con un esteta, dirán ustedes, con un parnasiano que desprecia la fibra sensible y admira la arquitectura rococó. Pues tampoco. No obstante, planteado de manera un tanto gruesa, ese es más o menos el estado de la cuestión sobre la finalidad de la lírica. Seguimos operando con el mismo instrumental quirúrgico que cuando estudiábamos el Barroco: o eres de Quevedo o eres de Góngora; o lo tuyo es el conceptismo o te va lo culterano. Pero... ¿por qué debería emocionar la poesía actual? A la novela no le pedimos emoción, o al menos no en mayor dosis que misterio, aventura, erotismo o fascinación estética. Cuando vamos al cine no esperamos volver con los ojos empañados de lágrimas ―salvo si nos gustan los dramones a lo Douglas Sirk―, sino asistir a la construcción de un artefacto ficcional y al despliegue psíquico de unos personajes. Por eso no deja de sorprenderme el raro prestigio del que gozan las pasiones cartesianas en el Parnaso. “Un libro que persigue emocionarnos” es un juicio inverosímil salvo si se aplica a un libro de poemas. Y mencionar el “alto voltaje sentimental” de una obra sería un elogio envenenado si habláramos de una novela, pero un elogio sin aditivos si nos referimos a una colección de versos. Se diría que la destilación confesional es el único nexo que conecta al poeta con los lectores, por lo que romperlo equivaldría a cortar la comunicación o a colgar el teléfono.
            Sinceramente, no lo creo. Me parece que existe un tipo de complicidad intelectual tan intensa como la complicidad afectiva, y acaso más cercana a la sensibilidad de hoy. Cuando abro un libro de poemas no quiero que el autor me ayude en mi desvalimiento existencial, ni deseo ver reflejada mi intemperie vital en otra intemperie vital. No confío en la capacidad terapéutica de la lírica. Asumo la poesía después de Auschwitz, pero no la catarsis después de Auschwitz. Cuando abro un libro de poemas, espero que me haga pensar. Espero que me haga sonreír. Espero que me interpele como ciudadano. Espero que me abra la puerta de lo real y la sala del museo. Y, aunque el mal de muchos sea magro consuelo, me consuela que otros compañeros de viaje coincidan en esa apreciación. Releyendo estos días un artículo de Alberto Santamaría recogido en Poesía con Norte (2013), me he encontrado con la siguiente afirmación: “desde mi punto de vista el poema es un acto mental, alejado de lo sentimental”. No, no se trata de poner puertas al arte ni de incurrir en el vicio contrario al que aquí se censura. Pero los anemotivos también tenemos derecho a pedir a las musas algo distinto a las tres trazas de emoción que hasta ahora nos han ofrecido.

Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 28 de mayo de 2015