miércoles, 24 de diciembre de 2014

Las voces de Javier Lostalé



Junto con Ignacio Elguero, Javier Lostalé le ha puesto voz a la poesía en nuestro país desde esa isla encendida que fue y sigue siendo el programa radiofónico La estación azul. La actual y renovada estación cuenta con Javier Lostalé como colaborador de lujo y como miembro de un dream team que también incluye al propio Elguero, a Cristina Hermoso de Mendoza y a Jesús Marchamalo. La sostenida voz de Lostalé en las ondas ha contribuido, paradójicamente, a que su excepcional voz lírica no siempre haya recibido el eco que merece. De ambas voces ―la del poeta y la del crítico radiofónico― dan testimonio sendas obras que coinciden en los anaqueles de las librerías: el poemario El pulso de las nubes (Pre-Textos, 2014) y el conjunto misceláneo Quien lee vive más (Polibea, 2013), que recoge algunos de los textos que Lostalé ha escrito para La estación azul.

Cuatro años después de Tormenta transparente, el nuevo libro de poemas de Lostalé revela las claves de una escritura personal y reconocible. El pulso de las nubes destaca por un pudoroso intimismo que, sin embargo, no recurre a complejos mecanismos de distanciamiento ni se sirve de la cirugía estética para enmascarar su entraña elegiaca. Los tres núcleos en torno a los que gira el volumen son el abismo de la identidad (“No hay acto tan solitario / como el de mirarse al espejo”), el vértigo del recuerdo (“No tienen memoria las nubes”) y el espejismo del amor (“Vive quien un día amó / borrado en la conciencia de otro ser”). La rotundidad sentenciosa de estos versos no es incompatible con el principal logro del libro: el don de la sugerencia, ya sea mediante el velo de la sinestesia ―los “instantes azules” que se condensan en “Azul”―, o mediante el vuelo de la alegoría ―el viaje a la semilla de “Anunciación”, que culmina con el “desnacimiento” del sujeto―. De este modo, la alquimia verbal destila su sustancia emotiva sin descender a la piel de la anécdota ni transigir con las adherencias biográficas. Junto con el singular manejo de esa “reserva sentimental” ―según el sintagma acuñado por Prieto de Paula―, cabe resaltar la interiorización de los tópicos vinculados a la fugacidad de la existencia y a la caducidad de la belleza. Así, el amor constante más allá de la muerte, la fiera venganza del tiempo y la lección de la vanitas se expresan a través de un lenguaje cuya tersura elocutiva personaliza la frecuencia modulada de Luis Cernuda (“Ya mi vida es una sorda y ciega transparencia / donde se deshabita el mismo olvido”) y la densidad conceptista del Barroco (“Que solo en la nada / plenitud encuentre tu ser”). 

Mientras que la blanca epifanía de El pulso de las nubes corona el proyecto poético del escritor, Quien lee vive más implica una apasionante incursión en el territorio de la prosa reflexiva. A lo largo de varias secuencias breves, Lostalé coincide con Quevedo en la importancia de dialogar con los autores de cabecera. Sin embargo, si Quevedo admitía pasar las horas “en conversación con los difuntos”, para Lostalé los libros son una presencia viva y acaso una forma de intensificar la propia experiencia vital. Las relaciones peligrosas entre el sentido y la sensibilidad o las conexiones entre la lectura y la historia son algunos de los asuntos que se abordan en unas páginas que se leen en un suspiro y que dejan una impronta perdurable. A veces cercanos al poema en prosa y otras veces lindantes con el fragmento ensayístico, los radiotextos de Quien lee vive más ilustran la generosidad intelectual de su artífice. No en vano, quienes conozcan a Lostalé descubrirán en las líneas finales de “Lectura y humildad” una nítida semblanza del autor: “Quien lee se educa por tanto en la humildad, virtud tan próxima a la bondad. Y aprende en cada nueva lectura la ciencia […] de gozar de la vida en permanente asombro, tarea llena de emoción y de belleza”.


Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 24 de diciembre de 2014

sábado, 6 de diciembre de 2014

Alberto Santamaría lee PASEO DE LA IDENTIDAD

Hay unas palabras de Wallace Stevens que siempre regresan, de un modo u otro, cuando hablo de poesía, pero que no por ello dejan de fascinarme. Son estas: “El poeta romántico hoy día es alguien que vive en una torre de marfil”, pero esa torre de marfil tiene “singulares vistas a vertederos públicos y a los letreros de las salsas Snider, del jabón Ivory y de los coches Chevrolet; es un ermitaño que vive solo, en compañía del sol y de las estrellas, pero que reclama que le sirvan el infecto periódico”. Es esta contradicción, esta tensión de fenómenos, lo que el propio Stevens denominaba presión de la realidad. El poeta se siente presionado entre la trascendencia y la cotidianidad, pero no tiene por qué elegir, tan solo dedicarse a ser un turista, un flâneur o un habitante de ese límite, de esa presión. En fin, aunque el libro de Luis Bagué no puede considerarse un libro stevensoniano en sentido estricto, sí que recoge la idea fundamental: la imposibilidad de hallar un centro, un lugar estable para el yo, para la identidad, y por lo tanto toda identidad es leída como esquiva, imposible de delimitar, imposible de aclimatar ―y esta palabra me parece que encaja perfectamente― a un único lugar, a un único contexto. Esta imposible individualidad está detrás, al menos así creo, del libro de Luis Bagué, Paseo de la identidad. Y dicho esto, no me cabe duda de que la palabra fuerte no es identidad, sino que el peso fundamental del título (y del libro) recae en el concepto de paseo. El paseo se identifica directamente con una necesidad de cambio, de movimiento. De esta forma, según creo, el libro dispone un escenario, un escenario móvil, cambiante, eternamente variable. Este sería un primer acercamiento. Al pasear por el mundo, por la realidad, vamos dejando caer nuestras pequeñas gotas de identidad. El paseo es por lo tanto la forma desde la cual uno se impregna de realidad mientras, al mismo tiempo, se desprende de su propia identidad. He ahí la ruta. La identidad es un proyecto que siempre está en ruinas. La pregunta es: ¿cuáles serán nuestras ruinas? ¿Starbucks? ¿Chinatown? Dicho esto, creo que Paseo de la identidad es un título magnífico, ya que recoge su propia imposibilidad: toda identidad es un paseo y en todo paseo nos deshacemos de nuestra identidad como de un traje viejo.

        Descendiendo. El libro se compone de tres partes: “Mecánica terrestre”, “American landscapes” y “Escala real”. En la primera parte, “Mecánica terrestre”, nos encontramos con una serie de poemas que certifican los dos movimientos que antes mencionamos: el movimiento, el viaje, y, al mismo tiempo, la fractura continuada de la identidad. Pero añade un elemento que estará presente y que no he mencionado antes: la importancia de la mirada. El ver, el acto de contemplar, es quizá la mejor imagen de esa contradicción entre el yo y el lugar. Por eso el poeta se sitúa dentro y fuera del poema al mismo tiempo, y por ello pone sobre la mesa unas excepcionales ekphrasis que recuerdan al mejor William Carlos Williams de los Cuadros de Brueghel, por ejemplo.

       En el primer poema, “Oración en Starbucks”, leemos: “Starbucks es el mundo”. Así comienza el libro, con una definición, con un axioma. No es simplemente un gesto irónico, evidentemente, es más, podríamos verlo como un impulso alegórico con fuerte trasfondo social. Decía Marx aquello de que el consumo es también producción y que, por tanto, todo acto de producción necesita un acto de consumo para existir realmente.

      Ahora bien, en “Teoría del retrato” es donde el poema penetra en los problemas de la identidad. Se trata de un díptico a partir del trabajo de dos artistas. “Suburbia”, el fotolibro de Bill Owens, le sirve a Luis para poner sobre la mesa, sobre el papel, la complejidad misma de la existencia, pero sobre todo su autodestrucción. Escribe: “En un proyecto civilizatorio / nada debe soñar a la intemperie”. La segunda parte del díptico responde a una auténtica lección magistral de ekphrasis. En ella la excusa es Olympia de Robert Bechtle. Leemos: “recuperar / el aura: / la inocencia / de lo que ya no puede repetirse. // Camiseta naranja, shorts / azules, la luz / descolorida tras las gafas / de sol. / Nos brinda el primer sorbo / de una cerveza / Olympia”. No hay rastro de Manet, la Olympia de Manet ha dejado su lugar, su pose, para adquirir otro rostro. Lo que no puede repetirse, ese es el paseo y esa es la identidad. Escribe al final del poema: “No hay más de lo que ves. / Ni rastro / de ironía, ni sombra / de argumento”. Y aquí otra palabra clave: argumento. El argumento, todo argumento, sirve para crear una ficción de orden, la ficción inaugural según la cual la realidad se dispone linealmente, con una clara relación causa-efecto, pero la vida carece de argumento, de hecho vivir es lo opuesto a tener un argumento. O por ejemplo, la obra de Antonio Berni en el poema “Narrativas argentinas”, un magnífico tríptico. Una de sus pinturas, de 1981, da pie al poema “Aerolíneas argentinas”, donde se ve o se lee un cuerpo yaciendo en la playa y donde es posible leer de fondo una lectura de la represión argentina. Allí, Bagué pasea, pasea por esta y otras obras. Escribe: “Los desaparecidos / se limitan a desparecer / en playas siderales / bajo la alfombra de los continentes”.

       La segunda parte, “American landscapes”, se compone de fragmentos, en muchos casos de tintes aforísticos, donde trata de penetrar en el paisaje americano, en concreto en tres paisajes, por los cuales pasea: Palo Alto, Chinatown, Yosemite. Con cierta ascendencia whitmaniana leemos en el último poema: “Su espíritu es el cambio. No caducan / las hojas, sino las generaciones / de las hojas. Mudar es su costumbre”. Y eso, exactamente, es lo que hacemos nosotros en cada uno de nuestros paseos de identidad: mudar, mutar, transitar.

      La tercera sección, “Escala real”, vuelve a escenificar el problema entre la mirada y lo mirable a través del arte. En concreto arranca con “Tríptico Lumière”, un magnífico poema que recorre los problemas entre el medio técnico y lo presentado. Los obreros que salen de una fábrica, “Pulso play. Enumero: / tabaco en picadura y rostros a troquel, / cadena de montaje / de actores indistintos”. Y más adelante: “Faldas almidonadas y faldas de algodón / en un duelo dialéctico”. Y al final del tríptico: “¿Qué diferencia ves / entre la filmación y lo filmado?”. O, ¿cuál es el límite entre el lenguaje y la realidad? En esta sección, como decía, el arte tiene su presencia importante. En el tríptico “Mapa de carreteras” tenemos claramente la escenificación de ese viaje sentimental del que hablaba antes, pero donde igualmente aparecen Hopper y las autopistas. Escribe: “Las autopistas siembran tempestades en los parques eólicos”, y al final: “Con sus aspas promueven / el milagro de un cielo renovable”. También hallamos la maravillosa lectura de la obra de Courbet El origen del mundo, que concluye con esta maravilla: “Mi forma de perder tiempo mirándote, / el aspecto verbal de tu desnudo”. Y es que la forma de manejar el lenguaje por parte de Bagué se relaciona a la perfección con su interés por la imagen. Se trata de un lenguaje que dialoga perfectamente con la imagen, en un flujo constante. De este modo, aunque muchos poemas tengan como referencia o punto de partida una imagen, una obra, una película, el lenguaje poético no es plenamente deudor de esa imagen. Lo que extrae Bagué es, precisamente, ese aspecto verbal de la imagen. Algo, por lo demás, altamente complicado, y donde el ritmo es clave. Y hacia el final del libro leemos: “Las palabras que nos salvan la vida / son las mismas que pueden condenarnos a muerte”.

      En definitiva, y para concluir, este Paseo de la identidad esconde, como ven, una amplia masa de lecturas, irradiando sentido, como los grandes libros, en muchos y muy diversos sentidos. Un libro cuyos niveles de lectura permiten que podamos enfrentarnos a él desde lugares diferentes. Un paseo, eso sí, que trata de decirnos que no somos los mismos a cada paso.

 (Publicado en Turia, núm. 112, pp. 479-482)

lunes, 1 de diciembre de 2014

31 poemas, de David Mayor



El nuevo libro de David Mayor (Zaragoza, 1972) exhibe la rara virtud de la modestia en un gremio poco proclive a las lecciones de humildad. El título denotativo del volumen, la breve extensión de las composiciones y las características del sujeto que las protagoniza suscriben una poesía en voz baja, ajena a las cabriolas retóricas y a las expansiones subjetivas. Sin embargo, no conviene despachar 31 poemas como un aplicado libro menor, pues esta es una de esas felices excepciones en las que un autor ofrece mucho más de lo que promete.

            De las tres partes en las que se divide el conjunto (“A pasos de distancia”, “El libro de los viajes” y “Domicilio”), la primera y la tercera incluyen sendos poemas que funcionan como prólogo y epílogo, respectivamente. Asimismo, la cita inicial de Rafael Cadenas resulta sintomática de un proyecto de escritura que se concibe como un arte de la mirada y una indagación en los detalles insospechados de la cotidianidad: “Soy prosa, vivo en la prosa, hablo prosa. La poesía está allí, no en otra parte”, afirma Cadenas. Si en su primer libro David Mayor admitía buscar la felicidad En otra parte, aquí pacta una tregua transitoria con sus coordenadas existenciales. En este lado de la vida se sitúa una “Advertencia” preliminar que tiene más de declaración de intenciones que de aviso para navegantes: “Mi trabajo es la aproximación, / subrayar con tinta muy licuada / la vida que cambia de acera, / habla lo justo y mira a los ojos / sin parecer un hombre asustado”.

            Los textos de la sección central proponen un recorrido alrededor de la órbita del sentido. El yo que se esconde en el hueco de los pronombres y que se define como un corredor de fondo ―igual que el personaje de la película de Tony Richardson― dota de espesor humano a una veta epigramática que aúna la sentencia moral, la mirada crítica y un leve poso de ironía. Elusivos y alusivos al mismo tiempo, los versos de David Mayor albergan el sombrero de Gene Hackman en French Connection (“Pork pie hat”), las canciones de Blondie, las pesadillas de Poe y los malabarismos futbolísticos de Frank Ribery: “El mundo se ha vuelto tan explícito / que apenas hay regate para salvarse”. Cerca de la densidad semiológica del pop art, pero sin su acumulación simultaneísta ni su tendencia al pastiche, el autor entona un réquiem por los vestigios de un mundo perdido en el que aún era posible salir con “La hija del capitán”, conocer a “La mujer del año” o convertirse en corsario a las órdenes del Capitán Kidd. Así se advierte en “Feria del libro”, a la vez elogio de la lectura y elegía por el fin de la literatura: “Te preguntas qué ocurrirá / cuando acaben los libros. / El día, la fecha, el lugar. // E imaginas un galgo detenido / en un descampado, / a un mortal en la guerra de Troya, / a un quijote / en busca de trabajo”. A medio camino entre el placer de las palabras y el misterio de los objetos, los títulos de estos 31 poemas funcionan como los enigmáticos rótulos de Magritte, ya que no se limitan a introducir un tema, sino que a menudo polemizan con el contenido. Las fricciones entre texto y contexto se aprecian en “La Mostra de Venecia”, que contrasta los fastos de un gran festival cinematográfico con el ritual del cine de los viernes; en “París-Dakar”, que transforma el deporte de alto riesgo en áspera metáfora de la existencia; o en “Pesca con mosca”, que le permite al sujeto enunciar una peculiar teoría de la relatividad (“Hay tres puntos de vista: / el tuyo, el mío y la verdad”). En otras ocasiones, el nomadismo virtual de David Mayor conduce a la puerta de la calle. Ejemplo de ello son “Prenzlauer Berg”, postal berlinesa de un “esplendor venido a menos”, y “Salir de casa”, autorretrato quimérico de quien quizá “se equivocó de siglo, de oficio, de país”. El volumen se cierra con “Vida secreta”, un cuadro hopperiano dedicado a la memoria del padre del escritor: “Hay un hombre con sombrero / al otro lado del cristal, el semáforo / en ámbar”.

            En definitiva, los aciertos de 31 poemas no solo residen en su complicidad retrospectiva, en su crónica de la insatisfacción contemporánea o en las mezclas que convergen en su redoma cultural. Además, cabe destacar la exigente apuesta por un discurso donde la ética y la estética se complementan a la perfección. Al fin y al cabo, solo quien ha aprendido a despojarse de lo accesorio es capaz de capturar la palpitación cordial de las cosas que importan: “la vida fiel a la vida, / el silencio nítido / de lo que pasa inadvertido”.

Publicado en la revista Paraíso, núm. 10, 2014, pp. 187-189

jueves, 27 de noviembre de 2014

Víctor Botas, veinte años después


José Luis García Martín afirmaba, en el prólogo a la Poesía completa (La Isla de Siltolá, 2012) de Víctor Botas, que este había sido un poeta con buena suerte, al menos por lo que concierne a su suerte literaria. Y no le faltaba razón. El pasado 23 de octubre se cumplieron veinte años de la muerte del autor de Historia antigua, un intervalo que permite valorar con suficiente distancia la pervivencia de un escritor sin condenarlo aún a las polvorientas hornacinas del canon. La conclusión es que Botas ha empezado a adquirir la doble aureola de “clásico contemporáneo”, un estatus paradójico que al cabo exigirá que se desprenda de una de esas dos condiciones: o bien para ser reconocido como un clásico sin aditivos ni conservantes, o bien para encabezar el pelotón de los gregarios. Aunque sus veredictos no siempre sean acertados ni unánimes, el tiempo y la fortuna se pronunciarán al respecto. 

Desde su primer libro, Las cosas que me acechan (1979), Víctor Botas se sumó a la renovación de las pirotecnias novísimas, pero se resistió a disolver su personalidad en la efervescencia de las corrientes que surgieron al filo de los ochenta. Por sus versos transita un personaje cotidiano que reflexiona sobre los tópicos eternos con saludable escepticismo y gozosa ironía ―una mezcla que el autor definió como “sonriente coña beatífica” en “Asturcón”, uno de sus poemas memorables―. No obstante, la singularidad de su discurso no se explica sin el recurrente arsenal de la tradición grecolatina. En sus mejores entregas ―Historia antigua (1987) y Retórica (1992)―, Botas abrió de par en par las puertas del museo arqueológico, se perdió entre los laberintos de la mitología y salió al rato disfrazado de romano. Su vivo diálogo con los clásicos y su paseo por las ruinas de Grecia y Roma lo convirtieron en un culturalista a contrapelo, para quien Venus, Apolo o Teseo no eran más que ilustres secundarios, susceptibles de recibir sus dardos envenenados. Si las sátiras y epigramas de Botas desvelan la cara oculta del pasado, sus obsesiones presentes cristalizan en un cancionero neurótico y sentimental que requiere que los lectores se erijan en cómplices de sus peripecias. Ni siquiera cuando ejerció de traductor vengativo (Segunda mano, 1982), o cuando se plegó a las convenciones de la escatología (Aguas mayores y menores, 1984), renunció a un lenguaje poético que tensa sus posibilidades expresivas sin llegar a fracturarse.

Entre las conmemoraciones de este aniversario botesco cabe destacar la exposición Víctor Botas veinte años después, de la que es comisario José Havel. Las primeras ediciones, los manuscritos inéditos, las cartas autógrafas y las fotografías familiares o gremiales no solo dan testimonio de una sostenida vocación lírica, sino del caldo de cultivo en el que fermentó la obra de Botas. Los cuadernillos de la tertulia Oliver, sin ir más lejos, constituyen una apasionante invitación para indagar en la vorágine cultural de los años ochenta y noventa. No menos interés reviste la publicación de Carta a un amigo y otros poemas (Impronta, 2014), que demuestra que Víctor Botas también tuvo una prehistoria literaria, a pesar de sus denodados esfuerzos por negarla (no así por ocultarla a la posteridad, pues ordenó escrupulosamente sus textos). Esta colección de inéditos, fechados entre 1976 y 1978, descubre a un poeta incipiente, pero que anticipa algunas vetas del filón que explotaría después. Sin duda merece la pena entrar en la cocina creativa de Botas. Además, el seleccionador ha tenido el buen juicio de no mezclar las recetas experimentales con el menú degustación. Para aquellos que aún no hayan hincado el diente a los versos de Botas va dirigida esta advertencia: es probable que sus palabras sobrevivan al tiempo “que en Babilonia destruyó las rosas, / que terminó con Júpiter y a polvo / redujo los imperios y las caras / (que todo se lo lleva por delante / como un rinoceronte enloquecido)”. 














Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 27 de noviembre de 2014