viernes, 29 de marzo de 2013

Tres puntos cardinales



NORTE. Hiberna, hibernorum (Elche, Frutos del Tiempo, 2013). En su segunda salida en solitario, Joaquín Juan Penalva (1976) se aproxima a la intemperie vital de un sujeto cualquiera en un lugar común. Los versos de este libro ejemplifican la pervivencia de una poesía intrahistórica, replegada en los cuarteles de invierno de la cotidianidad. A lo largo de Hiberna, hibernorum hallamos una serie de inventarios provisionales que muestran el haz y el envés de un mundo reconocible: derrotas infinitas y victorias pírricas, paisajes domésticos y cartografías imaginarias, ocupaciones verosímiles y trabajos improbables, proyectos cumplidos y sueños por cumplir. Estos apuntes en construcción generan un diario fragmentario, una autobiografía personal y estética que profundiza en la mitogénesis de La tristeza de los sabios (2007), aunque ahora transcrita con la letra pequeña de la intimidad. En estas páginas, Joaquín Juan asciende por el árbol genealógico de la etimología (“Rivalis, rivale”), organiza homenajes literarios (a Karmelo C. Iribarren en “KCI’s Way”), y viaja con nosotros a los muelles de Nueva York (“Pier 17”) y a una Varsovia poblada de espectros (el díptico “17 de enero de 1945” y “26 de febrero de 2010”). He aquí la odisea de un escritor que vive en los pronombres ―en régimen de alojamiento compartido― y que reclama la complicidad del lector in fabula que da título a uno de los poemas: “No es nada del otro / mundo, / ya lo sé, / es tan solo un paraíso / modesto, / pero me basta”.


OESTE. Oeste (Valencia, Pre-Textos, 2013). El Oeste magnético en el que se enmarca la última entrega de Pureza Canelo (1946) constituye un espacio real y mitificado: la tierra de Extremadura y el punto cardinal del verbo. El lenguaje medular de la autora, desprovisto de adherencias retóricas y sentimentales, sirve de soporte a un particular western en el que la reflexión sobre la escritura alterna con el asombro de la revelación. Como también se observa en otros títulos recientes, ubicados en una geografía similar ―El desierto verde, de Eduardo Moga, o Plasencias, de Álvaro Valverde―, las pinceladas paisajísticas no son incompatibles con la apertura hacia una meditación auroral. Pureza Canelo avanza por un lugar que solo perdura en la tensión y en el desgarro, en la dialéctica en vilo que sostiene la densidad del poema en prosa. El pensamiento y el mundo aparecen convocados gracias a una textualidad coral y telúrica, levantada en el cauce movedizo de la memoria y guiada por la sacralización de las fuerzas elementales. Así ocurre en las líneas finales de “Bar”, una visita al saloon que ofrece una lograda síntesis de la poética a la que aspira este magnífico libro: “Poesía de arpillera. Poesía frontal. Oeste puro”.


SUR. Café Hafa (Murcia, Tres Fronteras, 2012). El Sur protagoniza el nuevo poemario de Verónica Aranda (1982), autora nómada que ha convertido el desarraigo físico en sus raíces metafísicas. En Café Hafa encontramos el elogio del tiempo detenido junto con la alabanza del bullicio. Puertos, medinas, trenes y azoteas conforman el decorado de una poesía especiada y sensorial, donde la imagen de la plenitud coexiste con la huella de lo transitorio. Por eso no es de extrañar que las sombras de Paul Bowles, Mohamed Choukri, los beatniks o la Juanita Narboni de Ángel Vázquez recorran unos versos suspendidos sobre el abismo de la luz. Entre la cicatriz de las pasiones clandestinas y el mapamundi de la melancolía, me quedo con los “cines de los años 30” que proyectan su sesión continua en la sección “Cinema Rif”: “Cines antiguos de sesión continua. / Pasar allí la tarde sin ninguna atadura. / Esto era ser libres en ciudades con mar, / dentro de un viejo cine / con tres pases de Bollywood, goteras, / butacas desgastadas / como el olor del celuloide / algo rayado por los viajes”.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 28 de marzo de 2013)

lunes, 25 de marzo de 2013

Ni caso a Nicosia

La situación chipriota me recuerda a ese anuncio publicitario en el que un gobernante tirando a lewiscarrolliano proclama ante sus ciudadanos que desde ese momento solo podrán escuchar una única canción y conducir un único modelo de coche. Entre los asistentes al mitin, un tipo levanta el dedo y pregunta “¿Y eso por qué?”. Más allá de la discutible utilización de la libertad como herramienta al servicio del consumo, tengo la impresión de que Chipre ha formulado la misma pregunta; esa interrogación que ningún otro país se ha atrevido a plantear: “¿Y eso por qué?”. Como el mercado tiene razones que la razón no comprende, es lógico que tal reacción inquisitiva haya levantado ampollas y provocado perplejidades. Al fin y al cabo, nos estamos acostumbrando a que las palabras del Banco Central sean órdenes para la Periferia Tributaria. Acabo de leer que el órdago chipriota ha terminado en la crónica de un rescate anunciado. Sin embargo, resulta sorprendente que la vieja duda metódica siga generando incomodidad retórica entre nuestros posmodernos tecnócratas. Para no finalizar esta entrada con el término “tecnócratas”, transcribiré tres de los “momentos” que el poeta Costas Montis (Famagusta, 1914-Nicosia, 2004) escribió mucho antes de que (o tempora, o mores) ninguno de nosotros  hubiéramos oído hablar de troikas, quitas o deudas soberanas:

Un paso más y dará comienzo el ser humano.
Tengan sus cámaras preparadas.

Les hemos exigido a los verbos que empiecen con la primera persona.
Les hemos exigido a las gramáticas que empiecen con los pronombres personales.

La primera vocal de mi corazón fue tuya,
su última consonante también será tuya.


viernes, 22 de marzo de 2013

Quemar ídolos


En una de las secuelas más desinhibidas del cine de acción fin de siècle (Misión imposible 2), al hongkonés John Woo se le cruzaron los cables en el episodio hispánico del filme. Así, imaginó un aberrante delirio sanferminero donde varios mexicanos chaparritos quemaban con ferviente regocijo vírgenes y otros santos; sin duda, todo se debía a una confusión entre dos festejos tan tradicionales y arraigados como las Fallas y la Semana Santa. Como no hay venganza más cruda que la del tiempo ―dice el tango―, la otra cara del cortocircuito se produjo hace unos días en Valencia, donde un artista fallero tuvo una idea digna de John Woo: juntar al panteón indio en un monumento y prenderle fuego el día de la quema. Tras las protestas de varias asociaciones, y ante el temor a que algo más que cartón acabara oliendo a chamusquina, las autoridades optaron por una decisión salomónica: indultar a Shiva y despojar de sus atributos sagrados a Ganesh, con la finalidad de que ardiera un elefante en vez de un dios. No sé si los pacientes hindúes estarán conformes con la desacralización de sus símbolos o con el valor purificador del fuego. Sin embargo, he aquí la prueba de algo que mi abuela predijo con irremediable fatalismo: lo malo del cine es que enseña al que no sabe.

lunes, 18 de marzo de 2013

Para qué poetas en tiempos de crisis



Después de leer el reportaje “Una crisis de novela”, escrito por Javier Rodríguez Marcos y publicado ayer en el diario El País, siento una insana envidia por los parientes narrativos del homo liricus. Me temo que si la poesía aspira a ser algo más que un “lujo cultural” patrocinado por instituciones libres de impuestos en tiempos de libre especulación inmobiliaria, el vate oracular no tendrá más remedio que aprender a poetizar cuestiones más bien prosaicas. Sin embargo, al poeta contemporáneo (y al crítico que todo poeta contemporáneo carga a sus espaldas) la actualidad le provoca una mezcla de desazón estética y de urticaria emotiva. Creo que dos razones sustentan esa agorafobia. Por un lado, la sacralización de las esencias ―poco importa que tales esencias sean metafísicas, culturales o sentimentales― ha cristalizado en un lenguaje que, como promueven algunos métodos de idiomas, se las apaña con mil palabras para registrar sus tempestades anímicas y sus tormentas de verano. Por otro lado, el compromiso remite aún a los modos impuros de un caballo verde saldado como picadillo de hamburguesa alucinógena. No obstante, el temor cerval al prosaísmo y el miedo africano a la demagogia no pueden servir de eternas excusas, sobre todo cuando los autores actuales disponen de suficientes armas y bagajes ―en forma de ironías disolventes e insolentes, correlaciones peligrosas y juegos de identidad― como para suscitar veinte preguntas retóricas y alguna que otra respuesta desesperada. Ya sabemos que perder las formas no implica ganar el fondo, y que pronunciar poesía y sociedad en la misma frase es tan peligroso como mezclar Coca Cola y Baileys. Pero no es menos cierto que nuestra posmodernidad líquida y licuante se ha especializado en hacer de la necesidad virtud. Ignoro en qué espacio habrá de fraguarse esa nueva dialéctica colectiva, pero lo común no me parece un mal lugar: libros recientes como Mercado Común, de Mercedes Cebrián; El común de los mortales, de Jorge Riechmann, y Zonas comunes, de Almudena Guzmán, han conseguido dar otro sentido al sentido común. En definitiva, estoy deseando leer un soneto dedicado a Lehman Brothers y una lamento elegiaco por la costa valenciana. Por ejemplo.


lunes, 4 de marzo de 2013

Historia se escribe sin hache


La posibilidad de reescribir la historia es una tentación irresistible para cualquier creador alistado en las filas de una posmodernidad líquida y licuante. Varios estrenos cinematográficos recientes han vuelto a llamar la atención sobre la Cara B de la historia oficial. En efecto, diversas películas oscarizables se adentran en los entresijos de esa época antediluviana que en Estados Unidos comienza a mediados del siglo XIX. Si Lincoln supone la respuesta del Spielberg dialógico al Spielberg monológico, La noche más oscura es la síntesis irreflexiva de lo que el resto del mundo percibió como un enorme signo de interrogación. Y Argo demuestra que el juego de Hollywood mueve las fichas del tablero geopolítico desde unos setenta con estética de pantalón de campana. Sin embargo, la polémica ha llegado con el pistolero desencadenado de Tarantino y con la réplica airada de un Spike Lee que puso el grito en el cielo por convertir la opresión esclavista en el decorado de un spaghetti western. Aunque el filme de Tarantino se adscribe con dificultad al género consagrado por Sergio Leone, hay que reconocerle el mérito de haber promovido una pregunta en medio de tanto celuloide afirmativo: ¿Está legitimado el arte para ironizar sobre el dolor colectivo? La operación se vuelve más compleja si le añadimos la incógnita que planteaba Malditos bastardos: ¿Puede el cine matar a Hitler dentro del cine? En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx se atrevió a anticipar una solución salomónica: “La historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa”. Y, en Delitos y faltas, Woody Allen le dio forma matemática a la ecuación: “La comedia es igual a tragedia más tiempo”.

En este ámbito, la literatura le lleva algo de ventaja al cine, aunque ya se sabe que las competiciones entre distintas artes suelen consistir en variaciones sobre la aporía de Aquiles y la tortuga. Lo cierto es que las reescrituras de Tarantino se insertan con naturalidad en las letras contemporáneas. Quienes se tomaron como una ofensa la distancia casi brechtiana de Malditos bastardos probablemente ignorasen la existencia del relato La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, escrito en 1960 por alguien tan poco sospechoso de frivolidad como Max Aub. En el cuento, el dictador muere asesinado a manos de un camarero mexicano harto de escuchar en su café las discusiones bizantinas de los exiliados españoles. La fabulosa historia maxaubiana, claro está, sentó como un tiro entre el círculo de exiliados en el Distrito Federal. Si bien la política-ficción ha sido caldo de cultivo para operaciones oportunistas, no hay que olvidar que el género de la distopía comparte un impulso similar. En su universo narrativo, Rafael Reig ha construido una Gran Vía navegable en un Madrid que habla inglés en versión original sin subtítulos. Y hasta Carlos Fuentes situó su novela La Silla del Águila en un hipotético año 2020 en el que Fidel Castro seguía ejerciendo el poder en Cuba, Condoleezza Rice era la presidenta de los Estados Unidos y César Aira había obtenido el primer Nobel de Literatura para Argentina.

Con todo, el deseo de reescribir el pasado convive con una ambición quizá más compleja: la de reconstruirlo sin soslayar sus contradicciones. Eso es lo que logró Marco Bellocchio en Vincere y lo que consigue Pablo Larraín en No, dos ejemplos de que las imágenes de archivo no siempre funcionan como notas al pie de otro relato, sino que pueden formar parte de la misma trama discursiva. Hace unas semanas hablaba en estas páginas del Zurita de Zurita. Pues bien, las poderosas secuencias de No le dan un nuevo sentido a la letanía con la que el poeta chileno expresaba su insubordinación lógica y ontológica: “MI DIOS NO LLEGA / MI DIOS NO VIENE / MI DIOS NO VUELVE / MI DIOS NO ESTUVO / MI DIOS NO QUISO / MI DIOS NO DIJO / MI DIOS NO LLORA / MI DIOS NO SANGRA / MI DIOS NO SIENTE / MI DIOS NO AMA / MI DIOS NO AMANECE / MI DIOS NO VE / MI DIOS NO MIRA / MI DIOS NO OYE / MI DIOS NO ES”.


(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 28 de febrero de 2013)