sábado, 26 de julio de 2014

Diciembre y nos besamos, de Paula Bozalongo


El primer libro de Paula Bozalongo (Granada, 1991), por el que ha obtenido el Premio “Hiperión”, no teme abrirle al lector las compuertas de la intimidad. A la vez diario cómplice y cancionero de ausencias, Diciembre y nos besamos despliega un horizonte vital cuya geometría oscila entre la línea recta y el círculo vicioso. Uno de los hallazgos de esta propuesta reside en su habilidad para sortear el abismo de la emoción explícita mediante una serie de alegorías visuales que remiten a la arquitectura (la casa deshabitada como imagen del abandono), la geología (la metamorfosis del sujeto en cueva humana) o la escultura (la frialdad de Bernini como encarnación de la distancia). De hecho, la ‘Canción de despedida’ que cierra el volumen ―y que funciona a modo de nerudiana canción desesperada― propone una recreación retrospectiva de la propia historia amorosa como si fuese un tratado de urbanismo: “Dibujó alguien un plano / y construyó una vida / dentro de una ciudad de servilletas”. Junto a la evocación de la intemperie doméstica, hallamos varios puntos de fuga en aquellas composiciones que transitan por las cicatrices de la vieja Europa (‘Sarajevo’, ‘Berlín’) o que se acompasan a los sonidos del Nuevo Mundo (“En Central Park la música se parece al silencio”). Cierto es que a veces se echa en falta una mayor concreción en el desarrollo argumental y en la selección léxica de los poemas, por lo que vendría aquí al pelo el consejo de un sabio Pere Gimferrer a un joven Leopoldo María Panero: “en poesía manzana es siempre preferible a soledad”. Con todo, Paula Bozalongo ha irrumpido en el panorama literario con un libro sugerente y contundente, de impecable factura técnica y de atmósfera elegiaca. Cabe esperar que los títulos posteriores de la autora conviertan en grávidas evidencias los prometedores indicios que contienen estos versos

Publicado en el suplemento "Babelia" del diario El País, el 26 de julio de 2014

sábado, 5 de julio de 2014

La isla que prefieren los pájaros, de Vanesa Pérez-Sauquillo



En las últimas entregas de Vanesa Pérez-Sauquillo se advierte una fusión de las distintas vetas que coexisten en su obra poética: el calado simbolista y la trama narrativa, el verbo sentencioso y la plasticidad visual, la corteza anecdótica y el meollo trascendente. Si Climax Road reinventaba la iconografía norteamericana de la generación beat, La isla que prefieren los pájaros nos traslada a la abrupta geografía irlandesa como decorado de un viaje que ―como todos los viajes que valen la pena― supone también una aventura cosmovisionaria. Aunque este es un libro de atmósfera envolvente, los logros de Pérez-Sauquillo no se limitan a la pincelada efímera ni a la decoración de exteriores. Hay en estas páginas una suerte de filosofía moral que se va desplegando a través de secuencias cortas que funcionan como fábulas sin corolario o como máximas mínimas. La exaltación de la naturaleza viva frente a la lengua muerta del consumo, la denuncia de los árboles accesorios que nos impiden ver el bosque sustantivo, o la crítica del horror vacui en el que hemos convertido la convivencia (“Huecos por los que el hombre // también // asfixia al hombre”) cristalizan en un réquiem por los excesos de la civilización y en un elogio de la intemperie. Más allá del ecologismo bienintencionado, la autora reivindica un lenguaje capaz de transformar la languidez del vistazo en la fuerza de la mirada: “El paisaje / nos sale de los ojos”. La inteligente deslexicalización de frases hechas, la rotundidad apodíctica de los versos y la versatilidad en el manejo de las formas breves (para muestra, un haiku: “Piedra limpia de barro. / Desde la rama / el muro es un camino”) dan prueba de la riqueza de un volumen donde las metáforas aéreas alternan con los grávidos hallazgos. Si John Donne escribió que ningún ser humano es una isla, y Simon y Garfunkel no dudaron en enmendarle la plana, Pérez-Sauquillo opta por el sabio término medio: “Seremos isla, algunos días, / pero la isla que prefieren los pájaros”. No se pierdan este libro de una intensa y rara belleza, que dice cosas profundas con apariencia de levedad.


Una versión abreviada de esta reseña ha aparecido en el suplemento "Babelia" del diario El País,
 el 5 de julio de 2014

viernes, 4 de julio de 2014

El río de la vida: VIDA Y LEYENDA DEL JINETE ELÉCTRICO, de Joaquín Pérez Azaústre



En su libro más reciente, Joaquín Pérez Azaústre (Córdoba, 1976) sintetiza las dos facetas que suelen confluir en su producción: la proyección de la memoria personal en la pantalla colectiva (Delta, Las Ollerías) y la búsqueda de un nuevo código cultural con el que descifrar el mundo (El jersey rojo, El precio de una cena en Chez Mourice). Al tiempo poemario articulado y poema-río torrencial, Vida y leyenda del jinete eléctrico no es tanto una summa estética como una arriesgada incursión en nuevos horizontes expresivos. Organizado como un canto unitario y dividido en 36 secuencias, este volumen prescinde de todos los corsés diacríticos y ortográficos que impiden la libre circulación textual, desde la puntuación hasta las mayúsculas. No obstante, el lector tiene la impresión de hallarse ante un discurso más parecido a un mosaico que a un ready made; más cercano a las combinaciones geométricas de un caleidoscopio que al arrastre aluvial de un cadáver exquisito. En efecto, uno de los méritos de Pérez Azaústre reside en haber escrito una obra a la vez radicalmente impura y hondamente tradicional, cuya genealogía desciende del célebre manifiesto nerudiano publicado en Caballo Verde para la Poesía y de la “tradición de la ruptura” patentada por Octavio Paz. Al influjo de esa herencia habría que sumar la capacidad del autor para recrear con voz propia un aquelarre de ecos que van desde la hipnótica letanía de Saint-John Perse hasta los Cantos imaginistas de Ezra Pound, desde las figuraciones alucinadas de Poeta en Nueva York hasta el crisol cinéfilo de La muerte en Beverly Hills.

            Sin embargo, sería injusto reducir los hallazgos de este volumen a su versatilidad retórica o a su virtuosismo formal. De hecho, la principal singularidad de Vida y leyenda… consiste en su decidida apuesta por una poesía cívica que no claudique de su ambición literaria y que no se deje atrapar por las redes de la taxonomía: “culturalismo compromiso bien eso lo hablaremos en otro momento […] / porque todo es poesía más allá del desgarro”. Con este propósito, el autor utiliza algunas estrategias discursivas de las que extrae una sorprendente rentabilidad. En primer lugar, asistimos a una mitogénesis explosiva en cuya coctelera se mezclan estrellas de Hollywood, guerreros troyanos, emblemas de celuloide, vasallos del siglo XXI y héroes-mendigos de la generación beat. No obstante, esta amalgama se adapta con armonía a un léxico representativo de las reivindicaciones y de las protestas de nuestro tiempo: “patroclo sin jubón acampa ante el congreso”, “una ejecución hipotecaria en el rasguño”, “ni la dación en pago de ningún vasallaje”, “hoy desahucian del puerto a los ahogados”, “crédito anestesiado”, “sindicato de empresa con turbio alunizaje”, etc. La resemantización del lenguaje aséptico acuñado por los medios de comunicación nos convence así de que no basta con mirar de otra manera la realidad; también hay que decirla de forma distinta. Pero Pérez Azaústre no se limita a engastar las palabras de la tribu en la cadena de montaje del poema. Desde su propio título, Vida y leyenda… no solo rinde homenaje al cine en general, y al tándem Robert Redford / Sidney Pollack en particular, sino que indaga en la constelación del séptimo arte para incidir en la fractura entre explotadores y explotados. La “caza de brujas” emprendida por el infausto senador McCarthy actúa como el correlato histórico sobre el que se troquelan varias composiciones, como la espléndida microbiografía del guionista Abraham Polonsky ―condenado al ostracismo por figurar en las listas negras del macartismo―, o la sombría semblanza del delator Elia Kazan, que “valora ofertas laborales mientras bebe un negroni”. Asimismo, los rótulos de las películas que muestran las cicatrices de la Gran Depresión o que ilustran aquel periodo permiten establecer un rico diálogo con los eslóganes que apelan a la actualidad inmediata: “danzad danzad benditos”, “tú no matarás nunca a un ruiseñor”, “noche del cazador”. La figura alegórica del jinete-Redford, que recorre las escenas como un heraldo luminoso, dota al conjunto de congruencia y aporta un anclaje referencial al vuelo imaginativo. De este modo, la elegía por los iconos de una época pasada (Emmanuelle/Sylvia Kristel, Bobby Kennedy, Martin Luther King) convive con la defensa de la facultad de las palabras para cambiar el mundo existente o para crear universos paralelos.

            En suma, Vida y leyenda… puede concebirse como un tratado sobre “el arte nuevo de hacer versos”, una reflexión metapoética que postula la insubordinación de la lírica frente al sociolecto del poder y el idioma impositivo de la economía. En un momento en el que el albatros de Baudelaire ya no pretende remontar el vuelo, sino solo subir “la audiencia del programa”, es necesario replantear las clasificaciones maniqueas con las que operamos en la sala de urgencias de la crítica. Tan lejos de la mampostería culturalista como del dogmatismo social, el autor afirma que “la poesía será de todos cuando la vida digna sea la frente de todos”. Cabalgando a lomos de un verbalismo expansivo y de una plétora versicular, Pérez Azaústre ha firmado un libro ambicioso y exigente, en el que los grandes dilemas de la actualidad ya no se combaten en voz baja. Desde la silueta pronominal de un nosotros que cobija a “todos los hombres del presente”, esta obra aúna la modulación épica con la entraña solidaria. Por decirlo a la manera de Robert Redford, lo íntimo y personal desemboca aquí en el río de la vida

 (Publicado en Turia, núm. 111, pp. 463-464)