jueves, 27 de septiembre de 2012

Tranströmer in a nutshell. Apuntes sobre el paisaje



La poesía contemporánea tiene dificultades a la hora de plasmar la relación del sujeto con el paisaje. ¿Qué hacer en el siglo XXI con los soles ponientes, los bosques nemorosos, los grandes lagos y las avecillas que cantaban al albor? Es más, ¿cómo interactuar con los rascacielos, los pasos de cebra y los supermercados en rebajas? Después de los fervores románticos y de las displicencias simbolistas, se diría que ha desaparecido la posibilidad de convivir con el paisaje como realidad medular, y hasta de utilizarlo como decorado convincente. Coleridge y Wordsworth pensaban con la naturaleza, ese espejo donde se remansaba el mundo espiritual, y Baudelaire convirtió su modalidad del paseo parisino —el afán ambulatorio sin rumbo fijo— en una de las bellas artes. Con la llegada del siglo XX, el paisaje quedó relegado a un escenario más o menos difuso, que muda la piel en correlato objetivo o que tematiza la aspiración ascensional del poeta. Los mejores paisajistas, como Claudio Rodríguez, se encuentran con la topografía del lugar ameno cuando buscan otra cosa, más allá de las formas y más acá del deslumbramiento. Y los cantores de lo urbano, como García Lorca, no tienen más remedio que suplir, mediante un torbellino metafórico, los perfiles del skyline neoyorquino.
           Convengamos en que hay paisajes y paisajes. Desde luego, no es lo mismo adentrarse en la inmensidad químicamente pura del desierto de los Monegros que abordar las reservas naturales del mar Báltico. Después de recorrer una pequeña porción de la Península Escandinava, entiendo mejor a Tranströmer, uno de los pocos autores actuales que se han atrevido a responder a la pregunta que formulaba líneas atrás. Según el escritor sueco, todavía hay futuro para el paisaje, aunque ese porvenir pase por trocearlo, deconstruirlo, descomponerlo en mónadas de sentido. Lo peculiar es que este découpage no funciona como un collage simultaneísta ni como un ready made duchampiano. No se trata de vulnerar la mirada ni de poner trabas a la contemplación, a la manera de un elaborado trampantojo. Y menos aún de transportar el vago universo de los sentimientos a un entorno alegórico. Para Tranströmer, la naturaleza solo es naturaleza. Eso sí, su poetización requiere un ejercicio de concreción, una metonimia continuada donde la parte vale por el todo: ramas en vez de árboles, velas blancas en vez de mares embravecidos, bocetos luminosos en vez de cuadros acabados.     
            En “El cielo a medio hacer”, de título harto elocuente, la reflexión existencial se pronuncia en los siguientes términos: “Bajo nosotros, la tierra infinita. / Brilla el agua entre árboles. / La laguna es una ventana abierta a la tierra”. En entregas posteriores hallamos nuevas pruebas de esa precisión icónica. Así se describe una ciudad anónima: “Hoy será un día de calor sobre el asfalto. / Las señales de tráfico tienen párpados caídos”. Incluso cuando el autor se disfraza de turista, en “Lisboa”, los inevitables tranvías amarillos coexisten con el detalle microscópico: “Vi fachadas, fachadas, fachadas / y muy alto, en una ventana, un hombre / que con prismáticos miraba el mar”. Los límites de ese paisajismo se apuntan en 29 haikus y otros poemas (2003), donde solo quedan en pie los andamios versales desde los que el poeta se asoma al misterio: “Pinos rajados / en el mismo pantano. / Siempre y siempre”, “Ya el sol parte. / Mira el remolcador, / cara de bulldog”, “Extraño bosque: / Dios sin dinero vive. / Claras murallas”, “Allí yo estuve: / sobre un muro encalado, / mitin de moscas”.
            Tranströmer parece asediar lo real desde la ventanilla de un autobús: lo que ve es fragmentario, admite interrupciones y se ajusta al dinamismo perceptual de los tiempos (pos)modernos. En una nutshell —esa cáscara anglosajona que lo resume todo—, al paisaje aún le quedan muchas estrofas que decir y muchos secretos que desvelar.


(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 27 de septiembre de 2012)

martes, 25 de septiembre de 2012

Ludopatías



Nos encanta jugar: apostárnoslo todo a doble o nada. En los entremeses televisivos proliferan las loterías —estatales y paramilitares—, los satinados rótulos de casinos ambulantes y las invitaciones a convertir la mala baza de nuestra vida en un póquer de ases. Hasta a nuestro impoluto Rafa Nadal lo han sacado de sus plácidas casillas en los anuncios de seguros para mostrárnoslo con las manos en la masa mientras despluma los fondos pixelados de una tragaperras con conexión wifi. Lo de menos es que un letrero más bien diminuto nos informe de la conveniencia de jugar juiciosamente, de perder con moderación y de no hipotecar lo que aún no hayamos hipotecado. En cuanto al modelo productivo Eurovegas, no quisiera parecer tendencioso. Por eso me parece prudente traer a la memoria al desparecido tahúr Amarillo Slim, a quien se le atribuye la siguiente cita: “Mira alrededor de la mesa. Si no ves al primo, es que el primo eres tú”. Obsesionados con la prima (de riesgo), me temo que nuestros políticos hace tiempo que han dejado de ver al primo en el tapete verde. Reconozcamos que nuestra naturaleza tiende más al órdago. Será cuestión de regresar al mus.


jueves, 6 de septiembre de 2012

Edward Hopper: poesía y soledad


La retrospectiva dedicada a Edward Hopper en el Museo Thyssen ha favorecido diversas especulaciones sobre la conexión entre los cuadros del pintor y las secuencias narrativas o los fotogramas que jalonan la iconografía del siglo XX. Parece que Hopper encontraba un perverso placer en las peripecias gangsteriles de serie B, aunque también realizó puntuales concesiones a la heterodoxia de la nouvelle vague: Al final de la escapada fue una de las últimas películas hacia las que expresó su admiración. No obstante, se ha escrito relativamente poco acerca de las relaciones entre Hopper y la poesía. En 1963, el crítico de arte Brian O’Doherty le preguntó sobre sus poemas preferidos. Hopper respondió que le gustaban un par de piezas de Robert Frost (“Stopping by Woods on a Snowy Evening” y “Come in”), una de Goethe (“Canto nocturno del caminante”) y “algo hermoso de Verlaine sobre la tarde”. En esa entrevista, Hopper se atrevió incluso a traducir al inglés la canción de Goethe, a la que definió como un extraordinario cuadro visual. A partir de esa microantología podemos imaginar a un Hopper rendido ante la vastedad orgánica de una naturaleza en la que únicamente se escucha la poesía muda de la descomposición. Esa luz crepuscular se proyecta en las arboledas perdidas de Cape Cod, en las carreteras secundarias que desembocan en una vía muerta y en esa casa junto a los raíles del tren en la que solo echamos de menos la escena de la ducha protagonizada por Janet Leigh.
            Es difícil precisar hasta qué punto Hopper conocía o apreciaba la poesía contemporánea. Sin embargo, la poesía contemporánea conoce y aprecia a Hopper. Eso sí, se trata en general de otro Hopper: el pintor de la vida moderna que se infiltra en el tráfico cotidiano, viaja de incógnito por las cafeterías de la ciudad y se aloja en hoteles con ventanas tan altas como los versos de Larkin. Casi todos los escritores que se han acercado a su obra coinciden en la “poesía latente” (John Ashbery) o en la “poesía elusiva” (Mark Strand) que subyace en sus óleos. Un buen ejemplo es el archiconocido Nighthawks [Aves nocturnas], cuya popularidad ha trascendido los límites del lienzo para instalarse en los compartimentos de la memoria colectiva. Si Gottfried Helnwein soñó con ponerles rostros populares (Bogart y Monroe, Elvis y James Dean) a los actores anónimos de la función, un póster de Los Simpson inmortaliza a los personajes de la serie en el interior de un Yummy’s Donuts sospechosamente similar al Phillies de Hopper. El drama que se escenifica en la cafetería de Nighthawks proporciona material para varios tratados sobre la incomunicación y para un par de apólogos sobre la soledad. Con todo, me parece que ambos conceptos están sobrevalorados. En Hopper no importa tanto la soledad como la espera, la inminencia de algo que está a punto de suceder y que ocurrirá en el momento exacto en el que dejemos de contemplar la imagen. Tal vez por eso las mejores écfrasis hopperianas no son las que pretenden rellenar ese vacío con una anécdota, sino las que se resignan a acepar la elipsis, la inevitable sustracción del argumento. Las adaptaciones líricas de Aves nocturnas se pueden leer en catalán (“Nighthawks, 1942”, de Ernest Farrés), en portugués (“Phillies”, de Joaquim Manuel Magalhães) y en alemán (“Nighthawks”, de Wolf Wondrastschek). En el volumen The Poetry of Solitude. A Tribute to Edward Hopper, editado por Gail Levin, cinco poetas norteamericanos se asoman al escaparate humano agremiado bajo el rótulo de Phillies. Para no desmerecer en osadía, ahí va mi traducción libre de la última estrofa del texto firmado por David Ray: “He aquí un hombre atrapado en la medianoche. / Buscó el mostrador más tranquilo del mundo / Y lo encontró en la calle casi vacía, / Lejos de todo lo que había dicho. / Ahora ha alcanzado el silencio sobre el que tanto le habían insistido. / Ni una ardilla, ni un abedul otoñal, / Ni un perro a su lado: nada se mueve para ayudarlo. / Tratará de mantener a raya su dolor. / Su pulgar sostiene una taza de café”.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 30 de agosto de 2012)