jueves, 26 de febrero de 2015

Buscando a Don Quijote



¿Cómo adaptar las recetas clásicas al gusto contemporáneo sin que pierdan su sabor? Esa es la cuestión. El cine nos ha proporcionado valiosos ejemplos de lo que es conveniente rodar y de lo que se no debería filmar ni siquiera bajo coacción. El espectador recordará que en la década de los noventa asistimos a un auténtico revival de Shakespare, que en algún momento pareció haber sido contratado como guionista a destajo por los grandes estudios. Así, por la pantalla desfilaban sin inmutarse un Hamlet reciclado en tiburón de Wall Street, un Ricardo III trasplantado a la Segunda Guerra Mundial, una Julieta tirando a macarra y un Romeo decididamente hortera. El mismísimo Shakespare sufrió un adocenado biopic galante, aunque la responsabilidad del guion recayera en uno de los dramaturgos que mejor han entendido al bardo inglés: Tom Stoppard, autor de la desopilante Rosencrantz y Guldenstern han muerto. Viene este largo prólogo a cuento de que las adaptaciones de los clásicos suelen estar amenazadas por dos escollos. Por un lado, el terrible Caribdis es la excesiva fidelidad, que convierte a la obra en una losa y hace de la representación una deslucida ilustración académica. Por otro lado, el pavoroso Escila es la voluntad de actualización a todo precio, aunque ello implique desvirtuar el mensaje y ridiculizar a los personajes.


Los dramas que se pueden hacer a costa de Shakespare parecen cosa de niños en comparación con los riesgos que implica una adaptación musical y versificada del Quijote, tanto por la polivalencia novelesca de la obra de Cervantes como por la imposibilidad material de trasladar al escenario la mayoría de los episodios de la narración. Pues bien, el espectáculo que Ron Lalá exhibió en el Teatro Principal de Alicante, el 23 y el 24 de enero, fue mucho más que un gozoso divertimento: una hazaña heroica en el universo de las adaptaciones teatrales. No en vano, el grupo dirigido por Yayo Cáceres ha optado por la decisión más inteligente ―y acaso la única viable― para apropiarse de las aventuras de Alonso Quijano: ni la fidelidad a ultranza ni la puñalada trapera, y a la vez un pellizco de respeto y unas rodajas de traición. En un lugar del Quijote es, en efecto, un ejercicio metadiscursivo y quijotextual que mezcla y agita la representación con lo representado, las tribulaciones del autor con las de los personajes, y la silueta cervantina con la sombra de Cide Hamete. Sin embargo, Ron Lalá sabe que la metaficción debe rimar con la diversión. Y para ello despliega una sensacional batería de recursos verbales y escénicos. Si la prodigiosa versificación de las peripecias delata el pulso literario de Álvaro Tato, los números musicales engastados con naturalidad en el desarrollo de la trama introducen impagables variaciones en la urdimbre quijotesca o sanchopancesca del relato. Asimismo, al éxito de la función contribuyen los pertinentes anacronismos ―la transposición de la quema de los libros de caballerías a la actualidad editorial es antológica―, y hasta los efectos especiales proyectados en un decorado tan sobrio como maleable. Este Quijote en busca de autor, apoyado por la interpretación de un excelente y versátil elenco de actores-músicos, logró que el aforo del Teatro Principal riera, cantara a la simpar Dulcinea y hasta se compadeciera un poco de las desgracias de Quijano el Bueno. Quién sabe cuántas perversiones didácticas soportarán los jóvenes lectores de hoy con el bienintencionado propósito de que se acerquen a los clásicos, y con el previsible efecto de un alejamiento definitivo, traumático e irrevocable. Frente a tanto trabajo ―de adaptación― perdido, la envidiable vitalidad de En un lugar del Quijote demuestra la envidiable vitalidad de los clásicos. “Y etc., etc. / Fin de la nota al pie”.

Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de febrero de 2015

sábado, 14 de febrero de 2015

Del ADN al DNI: 5 pistas sobre la última poesía española



1. Conectados. Ángel González nos enseñó que en la página estaba permitido fijar carteles, y Jorge Riechmann identificó la escritura con un muro con inscripciones. A ese mural colectivo contribuye Martha Asunción Alonso con Skinny cap (Libros de la Herida), a la vez un recorrido por la periferia de la infancia y un homenaje a los eslóganes desesperados del grafiti: “No creáis al maestro cuando os hable de muros / prisioneros del hombre que los hizo”. Si a veces las nuevas intervenciones poéticas se asoman a las ventanas indiscretas de Internet, otras veces son los muros de las redes sociales los que irrumpen en los versos para “medir la vida en estados de Facebook”, como certifica Víctor Peña Dacosta en su sorprendente debut: La huida hacia delante (La Isla de Siltolá).


2. Frágiles. El dolor y la memoria del dolor. Entre esos dos estadios transita Amar la herida (La Bella Varsovia), de Carmen Juan. Bajo la sombra tutelar de Alejandra Pizarnik y de Elena Medel, pero con una modulación propia, la autora nos recuerda que “las heridas jóvenes / son siempre las más rojas”, y que cada cicatriz encierra su propia mitología. De cicatrices también sabe lo suyo Paula Bozalongo, como demuestra en Diciembre y nos besamos (Hiperión): “Has sido cicatriz tantas batallas / que incluso siente envidia la piel de tu dolor”. Palabras como cuchillas. Versos en carne viva.


3. Feroces. ¿Es tan fiero el poeta como lo pintan? A juzgar por algunos títulos recientes, diríamos que sí. En La Fiera (Sloper), Ben Clark da rienda suelta a un animal fieramente humano con conciencia ecológica: “Si por la Fiera fuera todo habría / terminado / en un tiempo de nidos y no de papeleras”. Por su parte, en El silencio de las bestias (La Bella Varsovia), Unai Velasco reivindica el valor litúrgico de la palabra y la imaginería irracionalista. He aquí un libro que empieza con un tornado y va in crescendo en su constatación de la intemperie existencial: “Yo quiero cantar temblando”.


4. Nómadas. Un nómada es un ciudadano convertido en ciudadano del mundo. En Las señales que hacemos en los mapas (Libros de la Herida), Laura Casielles ofrece un retrato del alma de Marruecos que también tiene algo de autorretrato. Esta es la crónica de un viaje real con extensiones en el espacio virtual, un cuaderno de bitácora escrito desde un lugar que no viene en los atlas: “A la orilla del mar o del desierto, / ahí donde ya no nos sirven los mapas”. De otro nomadismo nos habla Autobiografía de mi generación (Fundación Marco), una instalación literaria en la que Pablo Fidalgo Lareo indaga en un pasado con las raíces al descubierto.


5. Recreadores. Culturalistas o confesionales. Irónicos o graves. Tradicionales o posmodernos. Esos dilemas no parecen quitarles el sueño a Rodrigo Olay y a Xaime Martínez. El primero traza en La víspera (La Isla de Siltolá) una autobiografía intelectual repleta de hallazgos, como su conturbador réquiem por el ajedrecista Alexánder Aliojin. A su vez, en Fuego cruzado (Hiperión), Xaime Martínez enciende una vela al panteón del Barroco y otra a Batman, y se atreve a elaborar gozosas (per)versiones, como su “Epístola moral a Bruce”. ¿Quién dijo que los superhéroes tenían los días contados?

Publicado en el suplemento "Babelia" del diario El País, el 14 de febrero de 2015