viernes, 28 de diciembre de 2012

Viaje al fin de la noche: Zurita por Zurita



El horror, el horror… Las palabras de un tal señor Kurtz en El corazón de las tinieblas y del coronel Kurtz en Apocalypse Now expresan mejor que cualquier circunloquio la inefabilidad del terror, ese otro “no sé qué” que queda balbuciendo en la antesala del idioma. La doble sombra del Kurtz planea sobre Zurita, donde Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950) ofrece su fe de vida y entrega su testamento ológrafo. Pocas obras tan conmocionantes podrá encontrar el lector en la mesa de las novedades editoriales. De hecho, Zurita no es una estricta novedad, sino un libro de libros: una summa poética donde el autor recopila las imágenes aéreas de Anteparaíso (1982), revisita las cordilleras devastadas de INRI (2003) y se pasea por los retales cinematográficos de Sueños para Kurosawa (2010). A pesar de sus más de setecientas páginas, no estamos ante uno de esos volúmenes formados por el arrastre y la sedimentación de materiales previos. Al contrario, su afán de totalidad se inserta en el devenir de una obra en marcha, abierta a la experiencia del deslumbramiento. Dividido en tres grandes bloques ―que sintetizan las horas transcurridas entre el atardecer del 10 de septiembre y el amanecer del 11 de septiembre de 1973―, este poemario es mucho más que una memoria personal de la dictadura pinochetista: un testimonio del museo de los horrores en el que se ha convertido la historia contemporánea, desde los campos de Auschwitz hasta las cárceles de Irak. Los versículos alumbrados y la percutente salmodia del escritor se troquelan sobre un paisaje doliente y hacen revivir las voces de los desaparecidos, lanzados a la inmensidad de las llanuras, sacrificados en el osario de las prisiones chilenas, o enterrados bajo la cruz del Pacífico. He aquí un libro que conviene leer a sorbos lentos, sin dejarse emborrachar por el éxtasis dionisiaco que anida en la plasmación de la violencia.
La vida literaria de Zurita parece indiscernible de su biografía personal. A finales de los años setenta, el autor fundó el Colectivo de Acciones de Arte, un grupo dedicado a dar visibilidad a la “estética de la desaparición” ejercida por la dictadura. Sus acciones, a medio camino entre la performance y el land art, han generado un paratexto mitológico que a menudo se superpone sobre la superficie de los textos. Zurita intentó cegarse, arrojándose amoniaco puro sobre el rostro. Dibujó sobre el cielo de Nueva York quince versos, propulsados por cinco aviones a cuatro mil quinientos pies de altura. Hizo grabar la frase “ni pena ni miedo” en el desierto de Atacama. Y, sin embargo, todos estos acontecimientos públicos no alcanzan a transmitir el fervor alucinatorio que hallamos en su lírica: “Sorprendentes carnadas llueven desde el cielo. / Sorprendentes carnadas sobre el mar. Abajo el mar, / arriba las inusitadas nubes de un día claro. Llueven / sorprendentes carnadas. Hubo un amor que llueve, / hubo un día claro que llueve ahora sobre el mar”.
Roberto Bolaño le gastó dos veces la misma broma macabra a Zurita, al inspirarse en sus aventuras aeronáuticas para reproducir el periplo de los torturadores que protagonizaban la última “entrada” de La literatura nazi en América y la novela Estrella distante. Nunca explicó la razón de ese oscuro préstamo. Lo más probable es que a Bolaño le fascinara la figura de Zurita tanto como le molestaran el patetismo redentorista y el mesianismo órfico de sus numerosos seguidores. En su último libro, Zurita recoge el guante de Bolaño, al que nombra compañero de su viaje al fin de la noche: “Cuando surgiendo de las marejadas se vieron de nuevo / los estadios del país ocupado y sobre ellos al hepático / Bolaño escribiendo con aviones la estrella distante / de un dios que no estuvo de un dios que no quiso de un / dios que no dijo mientras adelante la mañana crecía y / era como otro océano dentro el océano los desnudos / cuerpos cayendo el amor de la rota boca las graderías / rebalsadas de prisioneros alzándoles sus brazos a las olas”.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 27 de diciembre de 2012)

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Un poema de Zbigniew Herbert...

Para lectores apocalípticos (12/12/12):


CONSEJOS PRÁCTICOS EN CASO DE CATÁSTROFE

Por lo general empieza de modo inocente: una aceleración, imperceptible en principio, de la rotación terrestre. Hay que abandonar la casa de inmediato y sin llevarse a ningún pariente. Llevarse lo mínimo imprescindible. Instalarse lo más lejos posible del centro, cerca de un bosque, el mar o las montañas, antes de que el movimiento de rotación, acelerando de minuto en minuto, empiece a sepultarlo todo desde el centro, asfixiando a la gente en guetos, armarios, sótanos. Ceñirse con firmeza al perímetro exterior. Mantener la cabeza bajada. Tener todo el tiempo libre ambas manos. Cuidar los músculos de las piernas.

(Inscripción, 1969; en Poesía completa, Barcelona, Lumen, 2012)

lunes, 3 de diciembre de 2012

Dentro del laberinto: Poesía e imagen

El 18 y el 19 de octubre se celebraron las Jornadas Discurso poético y lenguajes audiovisuales. Perspectivas estéticas y filosóficas, coordinadas por Antonio de Murcia y por quien suscribe. Los participantes en las sesiones ofrecieron diversos itinerarios de ida y vuelta entre la plasticidad de la imagen cinematográfica y la sugerencia de la imagen poética. No se trataba de impugnar la preceptiva de Lessing, que en su Laocoonte había asignado a las estatuas el silente estatismo de la contemplación y a las artes verbales el dinamismo perceptual de la lectura. Sin embargo, es cierto que algo se mueve en los difusos márgenes de la textualidad contemporánea. Aunque la imagen reside en la estructura profunda del cine y proporciona sus sentidos a la poesía, ambos lenguajes rara vez han hablado el mismo idioma. Y, como polemizar sobre los límites de las disciplinas es un modo de buscar puntos de encuentro, convinimos en la necesidad de desplegar un caleidoscopio de propuestas (trans)versales. A falta de conclusiones rotundas, pudimos detectar una serie de síntomas que expongo a continuación.

1) Una historia de violencia: cine y crueldad
El encuadre cinematográfico es un marco con presbicia. La pantalla impone una frontera espacial distinta a la del lienzo, a medio camino entre la distancia que exige la pintura y la pulsión táctil que reclama la perspectiva en 3D. El cine actual es un cajón de sastre donde todo cabe: del puntillismo al píxel y del inflamable celuloide al inflamado vídeo digital. No obstante, esta heterogeneidad no está exenta de violencia. Luis Martín-Estudillo nos guió desde el gesto barroco que opone apariencia y realidad hasta los escorzos del videoclip para demostrarnos que el desvelamiento oculta una política de la mirada, y que el ocultamiento desvela una manera latente de enjuiciar el mundo. Su presentación sobre imagen, poesía y tortura nos hizo bailar al ritmo de Shakira y admirar la trabazón conceptual de “Razón de Estado”, de Antonio Méndez Rubio. También de violencia habló Antonio Rivera, que nos condujo desde el teatro de la crueldad postulado por Artaud hasta la poética cinematográfica de Pasolini. Otra forma de crueldad es la que el cineasta inflige a sus destinatarios cuando no busca la mera anuencia del espectador, sino la rebeldía del conjurado. Borja Vargas mostró que la dilatación del tiempo en los documentales del director chino Wang Bing invita a una contemplación sincopada, plagada de interrupciones: una sublimación de la interferencia como resorte ideológico. Al fin y al cabo, el ojo cercenado de Un perro andaluz nos recuerda que la cámara siempre ha funcionado como un afilado bisturí.

2) Desplazamientos: lugares de paso
En una época dominada por la omnipresencia de la imagen, no parece quedar espacio para la reflexión más allá de los confines de la pantalla global a la que aludían Lipovetsky y Serroy en su ensayo homónimo. Sin embargo, el ejercicio filosófico se abre paso hacia territorios en fuga. La compleja obra teórica de Alain Badiou, en la que se escenifica el conflicto entre pureza e impureza, fue diseccionada con pulso forense por Wenceslao García. La colaboración entre Badiou y Godard es la prueba de que las nuevas olas necesitan la firmeza de una orilla en la que remansar sus ímpetus juveniles sin renunciar al impulso revolucionario. Sobre la poeticidad de la mirada versó la elocuente charla de Antonio de Murcia. El relato de la experiencia óptica contemporánea es la narración de un dispositivo enfrentado a su propia condición de artefacto. Desde la bizarría manierista de Parmigianino en su Autorretrato en espejo convexo hasta los movimientos del inquieto cameraman que protagoniza las películas de Dziga Vertov, la máquina se erige en el emblema de una sensibilidad efervescente. Mediante el luciferino arte de birlibirloque, el recorrido del flâneur baudeleriano termina irremediablemente en la sala de cine. Puestos a deambular, en mi intervención decidí moverme por las salas de un museo imaginario. La concepción de la pinacoteca como un conjunto de hornacinas donde se exhiben las obras maestras del arte daría paso a la idea de la galería como una ventana abierta, donde se difuminan el itinerario real y la virtualidad de la representación. Finalmente, el travelling cinematográfico condensa la inquietud del viajero que debe optar por permanecer en el coto vedado de la ficción o por salir a la intemperie del espacio urbano: “que echando voy mi vida sucesiva / de quehacer en quehacer, de gesto en gesto, / sobre el espacio blanco de los días / pobre imagen de cine / huyendo de haz en haz, sin encontrarse” (Pedro Salinas, “Pasajero en museo”).

3) Identidad.es: de figuras y figuraciones
Otras conferencias convocaron los ecos de la memoria o dibujaron la huella de una desaparición. Gracias a Israel Paredes avanzamos desde aquel palimpsesto fundacional con membrillero al fondo (El sol del membrillo, 1992, de Víctor Erice) hacia la definición de un género que rechaza la rigidez didáctica del documental, pero que tampoco transige con el campo ilusionista de la ficción. Ejemplo de ello es Aitá, de José María de Orbe, que nos sumerge en el decorado de una película de fantasmas sin sábanas blancas ni chirrido de cadenas. Por su parte, Julián López Medina mencionó (y no en vano) el nombre de Ezra Pound para ilustrar la importancia del proceso creativo en la pintura y la poesía norteamericanas posteriores a la II Guerra Mundial. Los vórtices de energía de Pound dejaron su impronta en la escuela de San Francisco y en los miembros del grupo Black Mountain, con quienes la posmodernidad alcanzó el rango de periodo histórico y la categoría de marbete estético. De la mano de Natalia Timoshenko descubrimos el virtuosismo técnico y el quietismo ascético de los iconos rusos, analizados en los tratados de Pável Florenski y recreados en el celuloide de Andrei Tarkovski. A su vez, con Alberto Santamaría atravesamos el filo de la metáfora y las paradojas del arte en busca del ángulo adecuado desde el que abordar un nuevo concepto de lo sublime. Y, a lo largo de la lectura comentada de sus poemas, Ana Gorría plasmó sus afinidades con las gigantescas arañas tejedoras de Louise Bourgeois, con las espirales indiscretas de Robert Smithson y con los círculos planetarios de Richard Long. El colofón del encuentro fue la proyección de El cielo gira (2004) y el coloquio con su realizadora, Mercedes Álvarez. La cadencia estacional y el sustrato elegiaco de la película, que transmiten la emoción de las ruinas y dialogan con los mosaicos narrativos de Julio Llamazares, parecen suscribir asimismo el amargo epifonema quevedesco: “Solo lo fugitivo permanece y dura”.
No sé si estas Jornadas habrán ayudado a que el cine y la poesía rompan el iceberg que los separa, entablen amistades peligrosas o lleguen a confesarse lo que nunca se dijeron. En cualquier caso, hemos querido rendir un pequeño homenaje a dos artes que nos han permitido apreciar “naves ardiendo más allá de Orión” y “cosas que no verá ningún astrónomo”.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 29 de noviembre de 2012)