martes, 31 de julio de 2012

Una tarde low cost


Se le atribuye a Napoleón o a Samuel Johnson una estupenda lítote en forma de sentencia (o acaso sea al revés) que asegura que “la música es el menos desagradable de los ruidos”. Reconozco que dediqué algunas horas de mi adolescencia a desafinar con delicuescencia un piano, mientras la sufrida profesora hacía sutiles precisiones semánticas entre ‘oído’ y ‘oreja’. No obstante, he crecido musicalmente con la convicción de que antes de la Velvet Underground esto era un erial. Pondré algunos ejemplos. Cuando vi Amadeus, me sentí identificado con Salieri. Con Debussy entiendo la reacción del fauno. Vivaldi me exaspera. A Beethoven le sobra falacia patética. El bolero de Ravel me recuerda a Bo Derek y a un anuncio de electrodomésticos. Y si escucho a Wagner me dan ganas, como a Woody Allen, de invadir Polonia. Asumiendo que mi canon melómano se sitúa a medio camino entre el punk tardío y el noise vocacional, a menudo me dejo llevar por las preferencias de mi oído dodecafónico. Así que el sábado pasado disfruté como un enano (¿en qué contexto disfrutarán los enanos?) por las verdes praderas del Low Cost Festival. Si Longino definía la techné de lo sublime como una desmesurada mesura, puedo afirmar que dispuse mi ánimo con pareja inclinación a la acordada mesura de Fanfarlo y a los desmesurados acordes de Placebo. ¿Quién puede resistirse a corear un estribillo desconocido, a inventarse letras en inglés y a levantar la mano sin ritmo ni concierto? Si a ese placer pulsional le añadimos un juego de luces estroboscópicas, un batería similar a La Cosa de los 4 Fantásticos, una violinista en el tejado de la epifanía guitarrera y un Brian Molko perorando con desenvoltura en la lengua de Cervantes, el resultado es una elevación espiritual a la altura de los dioses, para no desmentir al tratadista de lo sublime. No negaré que Bach tiene su aquel, pero habría salido reforzado con una rock band.


viernes, 27 de julio de 2012

La imagen del poeta (Nota sobre Miguel Ángel Velasco)


En 2010, la muerte cerró el paréntesis que la vida le había abierto a Miguel Ángel Velasco en la ciudad de Palma de Mallorca y en el año de 1963. Su obra, sin embargo, continúa literaria y literalmente viva. Es decir, la poesía de Velasco no solo perdura bajo esa forma de mnemotecnia elegiaca que solemos atribuir a los versos dignos de pervivencia, al modo del “Exegi monumentum” horaciano. Además, en su libro póstumo (La muerte una vez más, 2012), se afirma que en esas páginas se ha recogido una pequeña parte del copioso testamento lírico que el autor dejó preparado para la imprenta, como si la galaxia Gutenberg intuyera lo que el hombre desconocía.

Es sabido que toda recopilación póstuma implica una traición, por más que editores y amigos se empeñen en respetar escrupulosamente la voluntad del escritor. En este caso, dicha traición no está en el interior del libro, sino en la foto de la solapa. Resulta difícil reconocer al autor en la imagen que quisiera inmortalizarlo con camisa blanca y pajarita oscura, como un dandi bicolor. Sucede también con el retrato de Aníbal Núñez en su obra completa, cuyo ascetismo prerrafaelita no parece corresponder al flamígero demiurgo de “Casa Lys”. Decía, pues, que la foto de Miguel Ángel Velasco no le hace justicia a Miguel Ángel Velasco. Intentaré explicarme. Coincidí con Velasco una sola vez, en uno de esos actos literarios que exigen el protocolo de la etiqueta para convertirse en acontecimientos. Mientras algunos fingíamos naturalidad en nuestros respectivos trajes, ahormados a los patrones de la tribu, pasó un ángel con chaleco de cuero, botas negras y camisa a cuadros. Sentí una insana envidia por quien era capaz de vulnerar la mediana costura sin la estridencia del que sabe que está contraviniendo una norma social. Pensé entonces que la libertad de Velasco no residía en ir de paisano entre el gremio uniformado, sino en que su transgresión apenas se notara, como si el poeta no se hubiera percatado de que él era el distinto en aquel contexto. Algo similar me ocurre con su escritura. Sin que sea el suyo un ejemplo de obstinado adanismo, como el de un Rimbaud o un Claudio Rodríguez, su obra muestra una tensión ajena al efectismo y a la premeditación. Cuando se inmiscuye en las escabechinas de la Ilíada, no vemos el cromatismo de la estampa literaria: escuchamos el fragor de la batalla y el crujir de los huesos rotos. Cuando va de vuelo, no hay rastro de la tramoya que maneja los hilos de su elevación. Incluso cuando el cuerpo encarna la anatomía patológica del Barroco, su ruina se diría químicamente pura, como si nunca hubiera existido Valdés Leal o como si, más acá, Solana hubiera sido un decorador de interiores.

Esta autenticidad, a falta de término más preciso, se advierte en las elegías que le dedican alguien que le conocía muy bien (Vicente Gallego) y alguien que asegura no haberlo conocido (Manuel Vilas). En “Miguel Ángel Velasco, vivo en mi corazón”, Gallego pronuncia un apasionado réquiem por quien fue, a un tiempo, “Aquiles de las crenchas rubicundas / cuando a guerra llamaban los placeres” y “Cristo muerto de Holbein —que en tu casa / tenías a la vista, siempre expuesto— / cuando la vida echaba, legionaria, / tu pobre manto a suertes más oscuras”. A su vez, en “Vilas y Velasco”, Manuel Vilas fabula sobre la cercanía entre dos poetas a quienes unían la misma edad, una fama semejante y una inicial en común: “De haber ido al mismo colegio / se hubieran sentado juntos / por la proximidad alfabética de sus apellidos. // Todo era proximidad entre Vilas y Velasco, / pensó Vilas”. Los que echamos de menos esa prodigiosa proximidad solo podemos consolarnos por ahora con la lectura de La muerte una vez más.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de julio de 2012)

martes, 17 de julio de 2012

Carbón para todos


Por una vez, todos estamos de acuerdo: queremos carbón. Lo reclaman quienes forman parte de una marea negra con alma blanca (aunque algunos griten “arma” en vez de leer “alma”). Se lo “piden” los políticos para administrárselo, en dosis homeopáticas, a la afición en general. Y el resto del mundo se lo entregaría encantado, en dosis letales, a los políticos. Los Reyes Magos, como de costumbre, se encogen de hombros.

lunes, 2 de julio de 2012

El vestuario

Después de que nuestra selección se coronase tricampeona con una goleada a Italia (hace años, este habría sido el inicio de un relato de ciencia ficción), el más elocuente fue Piqué: en el vestuario, dijo, cada uno iba a su bola. Podría haber añadido un expletivo en su respuesta, pero se abstuvo juiciosamente. La definición resultaba inmejorable: allí, Casillas le daba tientos a una botella de cava, el señor del Bosque estrechaba manos con vehemencia y recibía parabienes como quien no quiere la cosa, Reina brincaba como si las mismas alas de Nike propulsasen su vuelo, y a Iniesta no había quien no le diera un cariñoso calbote o le tirara cariñosamente de los mofletes. En cuanto a las autoridades, el presidente miraba al príncipe, y este al presidente. Cuando se aburrían, iban a darle la mano al señor del Bosque, o a propinarle un cariñoso capón a Iniesta, o a saltar con Reina, o a brindar con un sorbito de champán. En tal escenario, ni Plácido Domingo cantaba La Traviata, aunque de vez en cuando mirase el reloj como quien pierde el vuelo a Zúrich. Por un momento, animado por el ardor guerrero de la victoria, pensé que los vestuarios de nuestra selección eran una metáfora del país. Luego, menos eufórico, caí en la cuenta de que nos quedábamos sin expiación colectiva hasta 2014. Como están las cosas, Dios sepa quién viva.