viernes, 27 de julio de 2012

La imagen del poeta (Nota sobre Miguel Ángel Velasco)


En 2010, la muerte cerró el paréntesis que la vida le había abierto a Miguel Ángel Velasco en la ciudad de Palma de Mallorca y en el año de 1963. Su obra, sin embargo, continúa literaria y literalmente viva. Es decir, la poesía de Velasco no solo perdura bajo esa forma de mnemotecnia elegiaca que solemos atribuir a los versos dignos de pervivencia, al modo del “Exegi monumentum” horaciano. Además, en su libro póstumo (La muerte una vez más, 2012), se afirma que en esas páginas se ha recogido una pequeña parte del copioso testamento lírico que el autor dejó preparado para la imprenta, como si la galaxia Gutenberg intuyera lo que el hombre desconocía.

Es sabido que toda recopilación póstuma implica una traición, por más que editores y amigos se empeñen en respetar escrupulosamente la voluntad del escritor. En este caso, dicha traición no está en el interior del libro, sino en la foto de la solapa. Resulta difícil reconocer al autor en la imagen que quisiera inmortalizarlo con camisa blanca y pajarita oscura, como un dandi bicolor. Sucede también con el retrato de Aníbal Núñez en su obra completa, cuyo ascetismo prerrafaelita no parece corresponder al flamígero demiurgo de “Casa Lys”. Decía, pues, que la foto de Miguel Ángel Velasco no le hace justicia a Miguel Ángel Velasco. Intentaré explicarme. Coincidí con Velasco una sola vez, en uno de esos actos literarios que exigen el protocolo de la etiqueta para convertirse en acontecimientos. Mientras algunos fingíamos naturalidad en nuestros respectivos trajes, ahormados a los patrones de la tribu, pasó un ángel con chaleco de cuero, botas negras y camisa a cuadros. Sentí una insana envidia por quien era capaz de vulnerar la mediana costura sin la estridencia del que sabe que está contraviniendo una norma social. Pensé entonces que la libertad de Velasco no residía en ir de paisano entre el gremio uniformado, sino en que su transgresión apenas se notara, como si el poeta no se hubiera percatado de que él era el distinto en aquel contexto. Algo similar me ocurre con su escritura. Sin que sea el suyo un ejemplo de obstinado adanismo, como el de un Rimbaud o un Claudio Rodríguez, su obra muestra una tensión ajena al efectismo y a la premeditación. Cuando se inmiscuye en las escabechinas de la Ilíada, no vemos el cromatismo de la estampa literaria: escuchamos el fragor de la batalla y el crujir de los huesos rotos. Cuando va de vuelo, no hay rastro de la tramoya que maneja los hilos de su elevación. Incluso cuando el cuerpo encarna la anatomía patológica del Barroco, su ruina se diría químicamente pura, como si nunca hubiera existido Valdés Leal o como si, más acá, Solana hubiera sido un decorador de interiores.

Esta autenticidad, a falta de término más preciso, se advierte en las elegías que le dedican alguien que le conocía muy bien (Vicente Gallego) y alguien que asegura no haberlo conocido (Manuel Vilas). En “Miguel Ángel Velasco, vivo en mi corazón”, Gallego pronuncia un apasionado réquiem por quien fue, a un tiempo, “Aquiles de las crenchas rubicundas / cuando a guerra llamaban los placeres” y “Cristo muerto de Holbein —que en tu casa / tenías a la vista, siempre expuesto— / cuando la vida echaba, legionaria, / tu pobre manto a suertes más oscuras”. A su vez, en “Vilas y Velasco”, Manuel Vilas fabula sobre la cercanía entre dos poetas a quienes unían la misma edad, una fama semejante y una inicial en común: “De haber ido al mismo colegio / se hubieran sentado juntos / por la proximidad alfabética de sus apellidos. // Todo era proximidad entre Vilas y Velasco, / pensó Vilas”. Los que echamos de menos esa prodigiosa proximidad solo podemos consolarnos por ahora con la lectura de La muerte una vez más.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de julio de 2012)

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