Ya lo decía Walter Benjamin: la fotografía ha perdido el aura, ese discreto encanto de la lejanía que tuvo en sus comienzos. Tal vez por profesar fidelidad a Benjamin y por fastidiar al aprovechado de Daguerre, no soy proclive a hacer fotos ni en los viajes, ni en las celebraciones, ni en los momentos de sedentarismo doméstico. Podría parapetarme tras alguna pedantería biensonante. Afirmar, por ejemplo, que prefiero guardar los paisajes en la retina de la memoria o recordar como por anamnesis platónica los lugares en los que una vez estuve. Pero mentiría como un bellaco. No me gusta hacer fotografías por simple pereza. Detenerme a fotografiar algo me provoca ese aburrimiento mortal que solo pueden causar los actos cotidianos y semirreflejos, como reponer el azúcar en el azucarero, aliñar la ensalada, atarse los zapatos o hacer la cama. Solo hay algo que me aburre más que hacer fotos: ver las que otros han hecho. Y no digamos si se trata de un publirreportaje al más puro estilo National Geographic, o de esa curiosa costumbre que se ha impuesto en las bodas, donde uno ve crecer literalmente a los novios ante sus ojos y ante la tarta flambeada de tres pisos. Sobre esta última práctica tengo la teoría de que se trata de una estrategia netamente Bonnie & Clyde para liquidar de emoción a alguna tía lejana y repartir la herencia entre los demás familiares. Además, reconozco que no me manejo demasiado bien con los encuadres: la fotografía requiere una paciencia (que no circulen peatones, que no se vean las matrículas de los automóviles, que nadie respire fuerte) que me resulta francamente antinatural. Soy, por decirlo de un modo eufemístico, un Ed Wood de la fotografía. Pese a ello, la cubierta de Página en construcción tiene una foto y una microhistoria. Otro día se la contaré. Pero les adelanto que yo tampoco estaba en el fotomatón.
Una simple 'avería' en el sistema me da de bruces contra este blog. ¡Bendita casualidad ésta con cuya ayuda descubro una maravilla de blog!
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