Abro la puerta —la portada— de Un invierno propio (Madrid, Visor, 2011). Y descubro que se ha instalado en la ciudad “el invierno de nuestro descontento” que amenazaba con volvérsele verano a Ricardo III. Sin embargo, supongo que García Montero no aprobaría el descontento pesimista de los reyes shakesperianos. Su poesía siempre ha estado más cerca del desconcierto cotidiano, de ese optimismo melancólico del que el autor hablaba en Inquietudes bárbaras. Por eso, Un invierno propio es un libro de dudas y de hallazgos, un concienzudo viaje al corazón del claroscuro. En sus páginas, el lector encontrará copas medio vacías y vasos medio llenos, recibos domiciliados con cargo a la cuenta corriente de los días, un compromiso con todos los tiempos verbales que se conjugan en presente, y la certeza de que el amor es la única patria firme que conocen los náufragos. Sí, Un invierno propio es también un libro de aforismos y de sentencias, de mínimas máximas que nos permiten sobrevivir en una época en la que las consignas han suplantado a las ideologías. “El invierno es el tiempo de la meditación” es el verso que Jovellanos le tomaba prestado a Meléndez Valdés hacia el final de Habitaciones separadas. Después de atravesar el nuevo libro de García Montero, caigo en la cuenta de que pararse a pensar es ya un pensamiento subversivo. Recorran los silogismos líricos de García Montero. Y atrévanse a vivir su propio invierno propio.
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