No, no es la definición por antonomasia del cante jondo. Es el eslogan que acabo de ver impreso en una furgoneta. Si uno buscaba una explicación o, al menos, un subtítulo, el vehículo proporcionaba la información necesaria: “restauración de obras de arte sacro”. Y, como toda écfrasis necesita una imagen que ilustrar, allí aparecía un Sagrado Corazón en pantocrátor. El letrero me ha hecho reflexionar sobre dos cuestiones, una de índole iconográfica y otra meramente contenidista. Primero he pensado que la furgoneta en cuestión era una instalación artística camuflada, pues carrocería, chapado, contrachapado y hasta parabrisas funcionaban como un mural discursivo saturado de datos intertextuales, pretextuales y paratextuales. En fin, un graffiti con cuatro ruedas y tracción motora. Pero después me he quedado con la letra de la copla: “El arte lo llevamos dentro”. Es decir, en el interior de una metáfora de recipiente (el alma o el vehículo, es lo de menos), retenido contra su voluntad y dispuesto a salir a borbotones por la gatera de la inspiración. Es curioso que esa interpretación del discurso artístico siga funcionando en buena medida, casi como un correlato del picassiano “yo no busco: encuentro” (un lema que, dicho sea de paso, ha llegado a significar casi lo contrario de lo que quería decir Picasso). No es por contradecir al arte sacro ni a la furgoneta con tuneado futurista, pero siempre he pensado, modestamente, que “el arte lo llevamos fuera”. Admitiré que el germen cartesiano cumple una función autocrítica, pero hace tiempo que la duda retórica me interesa más que la duda metódica. El arte suele estar en el afuera, esperando a que alguien se dé cuenta de que eso (cualquier cosa: objeto, niño o animal) también es materia de arte. Si alguna vez me compro una furgoneta y decido recorrer el mundo propagando la buena nueva, ya tengo pensado el eslogan: “El arte no es in, sino out”. Pero, hasta que llegue el momento, dudo.
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