A pesar de T. S. Eliot, estoy convencido de que febrero es el mes más cruel. Lo pienso mientras corrijo trabajos, exámenes, pruebas de imprenta (propias y ajenas) y galeradas mixtas. En cierto modo, todo ciudadano proyecta la sombra de un infatigable y escrupuloso corrector: si la multitud congregada en la plaza de la Liberación de El Cairo aspira a corregir la sintaxis del mundo, los mirones del lado occidental nos limitamos a corregir las faltas de ortografía de nuestras vidas, tan garrafales para nosotros como intrascendentes para los demás. Tal vez por eso recuerdo ahora las preguntas que (se) formulaba Roger Wolfe en un poema titulado precisamente “Pruebas”: “¿Y nosotros? / ¿Nuestra prueba? / ¿La gran prueba de imprenta / de la vida? / ¿Quién demonios / es por fin el corrector?”. No tengo la menor idea, pero, si a alguien se le ocurre una buena respuesta, ya sabe dónde encontrarme: en el margen izquierdo de esta página, corrigiendo unas líneas.
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