Podría considerarse una demostración empírica de la teoría del caos, pero es la prueba del nueve de la realidad: mientras Gadafi se perpetúe en el poder, el límite de velocidad será de 110 kilómetros por hora. Los gobiernos occidentales, cuyos mensajes suelen ser tan contundentes y nítidos como los del oráculo de Delfos, parecen haberse dado cuenta (como siempre, a destiempo) de que los países árabes no han sufrido un repentino y revoltoso sarampión demócrata, sino que están avanzando guiados por algo mucho más acuciante: la desesperación. Y no creo que a los habitantes de Libia se les pueda acusar precisamente de impacientes. Estos días pienso a menudo en un compañero de Facultad a quien no le llegará el fuego de Trípoli, pero sí la inflamada retórica de la violencia. Es una de esas personas capaces de despertar una simpatía casi instintiva en un medio donde predomina la misteriosa constatación de las teorías de Gall sobre la craneoscopia. Sí, me pregunto qué pensará mi amigo libio al asomarse al periódico o a la pantalla de la televisión. Recuerdo ahora una cita de Gramsci: “Contra el pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad”. No sé por qué debería extrañarnos tener que pisar el freno cuando la democracia avanza a una velocidad anormalmente reducida.
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