sábado, 28 de abril de 2012

Mefafísico estáis

El último libro de Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) toma prestado su título del cuadro homónimo de Giorgio de Chirico, fechado en 1916. En el lienzo se puede contemplar un taller pictórico y, en primer plano, un surtido de galletas enmarcado y dispuesto con cierto parecido antropomórfico. Una operación desfiguradora similar a la postulada por De Chirico nos propone Alberto Santamaría en este otro Interior metafísico con galletas, publicado cuidadosamente por El Gaviero. En las páginas del cuaderno asistimos al laboratorio de una escritura singular y al efecto de extrañamiento que despliega una ironía subversiva. El conflicto entre la realidad y el lenguaje —cuestión habitual en la obra de Santamaría— se tensa aquí en una dialéctica irresuelta. Solo el azar y la voluntad cristalizan en la intuición lírica o en el método adivinatorio que permite explicar «nuestro modo de (des)ordenar el mundo», según afirma Rosa Benéitez en la sugerente introducción del libro.
            La sección inicial, «El crucero del metafísico», está integrada por cuatro poemas extensos que registran los espacios en los que se desarrolla el ejercicio de reflexividad que denominamos meditación. «La llamada del metafísico» reconstruye el decorado preciso para el advenimiento de la idea. Se trata de un territorio abstracto y cotidiano al mismo tiempo, troquelado sobre un fondo doméstico y proyectado hacia un cielo «color mostaza». En «Un paisaje interior (Alucinación metafísica en La Rochelle)», la escenografía portuaria de una ciudad francesa proporciona el anclaje referencial de un canto dedicado a la hipnótica belleza de los desperdicios y a la caducidad de toda contemplación. En el siguiente texto, «Farfullando con un subastador con problemas de vejiga (Las cosas del lenguaje)», Santamaría se adentra en los desconciertos de lo visible y en las zonas de indeterminación que separan el dinamismo y la inmovilidad, el silencio y el verbo, la existencia y el vacío. El recorrido meditativo se tiñe de una tonalidad épica en la última pieza del apartado. «El verano del metafísico (O el segundo viaje de Crispín précepteur, 1679)» puede leerse como un peculiar ensayo sobre lo sublime —o, mejor dicho, lo contrasublime— en el que los objetos toman la voz y piden la palabra. Los últimos versos de la composición («—Por algo llevas la misma peluca / que las cosas») recogen el desafío de dos poemas de Pequeños círculos (2009): «La peluca de las cosas (lo ignorado)» y «La peluca de las cosas II (After Nietzsche)», respectivamente. En este caso, el diálogo metaliterario aporta nuevas pistas, pues el personaje de Crispín, que protagoniza la comedia de La Thuillerie que da título al texto de Santamaría, también aparece en «The comedian as the letter C», de Wallace Stevens.
            La segunda sección, «Himnos (tres poemas)», consagra otras tantas odas a personalidades y lugares que forman parte de la constelación mítico-cultural del autor. En «Himno a Àngels Barceló», la conocida presentadora televisiva activa un panóptico discursivo que mezcla las noticias del día con una particular topografía del deseo. A su vez, «Vaga escena interminable: adoración de Benidorm», ofrece un denso aquelarre vacacional o una microteoría del caos en la que convergen sujetos y objetos, voces y ecos, paisajes desolados y paisanajes comunes. Por último, «Calor, destreza y filo cortante: breve excursus familiar» utiliza una secuencia de la novela Submundo, de Don DeLillo, para convocar un autorretrato fragmentario en el que, nuevamente, los accidentes cotidianos son las únicas certezas filosóficas en las que puede refugiarse la persona enunciativa.
            En definitiva, Interior metafísico con galletas no solo confirma a Alberto Santamaría como uno de los grandes ironistas contemporáneos, sino que certifica una de las trayectorias poéticas más coherentes en un panorama que ya no merece el condescendiente adjetivo de joven. Su nuevo libro supone una gozosa oportunidad de sumergirnos en un universo deslumbrante. No me cabe duda de que Giorgio de Chirico lo habría propuesto como lectura obligatoria.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de abril de 2012)

martes, 17 de abril de 2012

Eufemismos

Lo malo de las expresiones vacías es que a veces se llenan de significado. Y, cuando lo hacen, no suelen andarse por las ramas ni con diminutivos. Entonces, el término que detestábamos, porque remitía a una realidad tan hueca como un supermercado a medianoche, recupera su desafiante y aterradora literalidad. Cuando oíamos estado de bienestar pensábamos en una reparadora siesta a la que solo se sustraían los moradores de esas latitudes en las que los monarcas occidentales van de safari como si todo el monte fuera Mogambo. Leíamos prima de riesgo y nuestra mente dibujaba la estampa de una pariente lejana del capital, algo así como la versión hi tech de la galdosiana Pipaón de la Barca. Incluso la poco eufemística expropiación convocaba imágenes de poblados chabolistas con mucho barro y escasa prospección petrolífera. Ahora sabemos que estado de bienestar eran más camas de hospital, que prima de riesgo equivale a miles de parados por hora y que expropiación es lo que hacen las potencias emergentes con sus socios cuando no les da por barrenar su propia libertad de prensa. A partir de ahora prometo manejar con mucha prudencia y menos desprecio las expresiones vacías. Ya he empezado a repetir como un mantra la oración que el siglo me enseñó: “danos a día de hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestros eufemismos como nosotros no perdonamos a los que nos difaman y líbranos de la crisis global”. Supongo que luego viene amén.

lunes, 9 de abril de 2012

Penitentes

Los cuatro jinetes del Banco Central Europeo y los pisoteados helenos de a pie lo saben: la penitencia cabalga a lomos del pecado. Reconozco que la Semana pasada nunca ha sido santa de mi devoción. Si acaso, de niño, la expectativa de los caramelos que por estas tierras reparten los penitentes me pellizcaba de misticismo las falanges de los dedos. Pero luego, nada. Qué le vamos a hacer: uno siempre ha tenido preferencia por lo salado y por el machadiano Cristo que anduvo en la mar. El jueves pasado, sin embargo, cambié de opinión durante unos minutos. Subiendo hacia la Seu de Palma de Mallorca, asistí a un escueto ensayo de la Pasión. Quizá fuera culpa del Cristo imberbe que daba tumbos con una camiseta de Metallica bailándole en la cintura, delante de un circuito cerrado de turistas. O tal vez de los centuriones de paisano que escoltaban la escalera con un escudo historiado que parecía el de Aquiles. Puede que fuera la corona de espinas o el sonido de un golpe seco en las cruces que llevaban a hombros los dos ladrones (el bueno y el malo). O los rostros desencajados de dos chicas jóvenes (María y Magdalena) que calcaban fielmente el discurso del método de Paula Strasberg. Y no descarto la voz en off en una lengua que a menudo se me olvida. El caso es que en esos minutos de arte y ensayo descubrí que los gestos improvisados y las ropas comunes contenían una dignidad que no exigía mangas ni capirotes. Casi me convierto al quietismo, como Miguel de Molinos. Me rescataron del ensimismamiento Pep y Maria, que me recordaron que lucía un sol brillante y que yo también era un turista accidental.


martes, 3 de abril de 2012

Luz, más luz

Con Farol de Saturno (2011), Antonio Martínez Sarrión añade otro episodio a una de las biografías literarias más coherentes de las últimas décadas. Siete años después de Poeta en diwan, el autor entrega un libro caracterizado por ese raro don que otorga la madurez: la absoluta libertad expresiva e intelectual. Martínez Sarrión no teme decir y desdecirse, pensar y repensar, edificar un poema y dinamitarlo con la barrena del humor, inocular una ironía homeopática que emerge de repente para mostrar el trampantojo constructivo. En Farol de Saturno, la luz no procede del vacilante candil de los melancólicos, ni de la lámpara maravillosa de los cínicos, sino del precario foco de la lucidez, ya sea la bombilla del Guernica o el deslumbramiento con el que Goethe quiso pagarle su viaje a Caronte. El libro se divide en dos partes claramente diferenciadas. La primera, «Hábitos de los discípulos de Buda», recoge una serie de preceptos morales o de proverbios apócrifos que el desarrollo de los textos se encarga de ilustrar o de desmentir. La segunda parte se detiene en la evocación de objetos, experiencias y paisajes cotidianos que el escritor asocia con un arte pobre, cuya voluntad icónica remite a las viejas botas de Van Gogh que Heidegger y Derrida embetunaron con el lustre de la teoría.
            Los poemas de la primera sección se sirven del citado artificio retórico para ofrecer un diagnóstico desolador de la sociedad contemporánea. Las costumbres de los seguidores de ese Buda burlón que imagina el autor vulneran los ritos de un mundo atroz («No quitan la vida»), los orgullos y prejuicios gregarios («No se jactan», «No van en grupos de más de seis personas») y las liturgias del consumo («Se sienten deprimidos por el chismorreo…»). A medio camino entre la concisión epigramática y la severa indignación de la sátira, las composiciones aplican el acero del verso a quienes dependen de una tecnología adictiva, son incapaces de cuestionarse sus propias convicciones o reúnen maneras palaciegas y temperamentos lacayunos. La última constatación —«Ellos se adivinan entre sí mediante una cálida indiferencia…»— permite acceder, además, a un devocionario privado o a un santoral profano: «Soy feliz / deletreando sin más: Manrique, Garcilaso, / Juan de Yepes, Fray Luis, Lope de Vega, / Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, / Rubén, Bécquer, Machado, Juan Ramón, / César Vallejo, Federico, Claudio».
            El segundo apartado incluye estampas ascéticas, bodegones furtivos y naturalezas crepusculares. La vocación pictórica resulta aquí evidente. Si el naturalismo de «Perro tumbado al sol» recuerda la densidad de los óleos de Goya, el trazo evanescente de «Pequeña alquería» se levanta sobre las estructuras geométricas de Joan Miró. Esa atención a lo desatendido se aprecia en un conjunto de «fábulas para animales» («Rata», «Escarabajo», «Lombrices para pescar») que enriquecen la curiosidad zoológica con cierto ecologismo compasivo. Así, en «Lombrices para pescar», la memoria de un hilarante episodio de pesca infantil se mezcla con el descubrimiento de la contemplación y, al cabo, con el respeto hacia los hondos misterios de la vida. En estas viñetas breves se condensa el fulgor de un universo en peligro de extinción, barrido por el vértigo del progreso o erosionado por el signo material de los tiempos. Ejemplo de ello es el rotundo «Final» del libro, que proclama una felicidad a bajo coste: «Viento de otoño. Nubes ya invernales. / Postrer milagro que el último grillo / logra con su cri-cri, sin más propósito / ni más postulación de un “yo” ridículo. / De tal modo celebra lo que fue / su conexión al Todo, / que se verificó con el mínimo coste».
            En definitiva, Farol de Saturno reivindica el gozoso escepticismo con el que Diógenes paseaba su linterna por las entrañas de lo visible. Ya sabemos que Saturno era capaz de zamparse a sus hijos sin pestañear. Sin embargo, Martínez Sarrión ha querido añadir, a esa voracidad tenebrosa, un punto de luz que nos guíe en nuestra travesía. Su nuevo libro confirma la generosa altura de un poeta-faro.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 29 de marzo de 2012)

martes, 27 de marzo de 2012

Sostiene Tabucchi


Escribir unas líneas apresuradas a propósito de la muerte de Antonio Tabucchi es casi un pleonasmo, porque Antonio Tabucchi fue un espectro de incógnito en el mundo de las letras. Este italiano con saudade creó a personajes inolvidablemente sentimentales y supo no sucumbir a las tentaciones del sentimentalismo, describió los tranvías lisboetas con el pulso de un forense y adivinó que el compromiso ideológico empieza a forjarse en el lenguaje. Sus novelas nos cautivan porque nos hablan de un mundo extinto con la fascinada nostalgia y con el rigor revolucionario del fantasma que recorre Europa. Durante mucho tiempo recordé algunas sentencias pessoanas (o heterónimas) de aquel Pereira que parecía troquelado sobre el molde de Juan de Mairena. Hoy, que ya es ayer, solo consigo acordarme de una secuencia de Réquiem en la que la voz espectral del narrador se pasea por un mercado ambulante plagado de vendedores de camisetas artificiales con cocodrilos de pega. Robé la idea para un poema. Solo por aquel saqueo ya habría contraído una deuda con quien me enseñó una forma superior de melancolía, esa que Leopardi llamaba noia, y que cualquier gallego no dudaría en calificar de morriña.  

sábado, 24 de marzo de 2012

Un poema de Ada Salas

Hunde
la casa.
Trabaja noche y día
en destruirla
pues noche y día habías trabajado
para esconderte en ella.
Destruye hasta que nada
entre el escombro
te sea reconocible.
Comparte la intemperie
con otras alimañas.
Acostúmbrate al frío.
A ese brillo
mortal
de las estrellas
al ojo indescifrable
que habías olvidado.

Porque solo las ruinas
—lo supiste
una vez
por qué en tu descuido
lo habías olvidado—

porque solo las ruinas
pueden

en verdad

habitarse.
(de Esto no es el silencio)

martes, 13 de marzo de 2012

POESÍA PARA SALIR DEL INVIERNO

Mañana, miércoles 14 de marzo, a las 20.30h, en la Sede Universitaria Ciudad de Alicante (c/ Ramón y Cajal, 4), conmemoramos el Día Mundial de la Poesía con el recital-coloquio de Antonio Martínez Sarrión y de Ada Salas. Allí os quiero ver.

viernes, 9 de marzo de 2012

Árboles+Ver+Bosque (Sex-ismos)

Uno no debería hablar de ciertas cosas. Uno no debería hablar de política, de religión ni de fútbol (de los toros se puede perorar desde la barrera). Tampoco conviene abordar cuestiones de género, salvo que sea epiceno, neutral o se limite a “zonas epidérmicas / —sin interés alguno— / en niños, perros y otros animales”, según los conocidos versos de Ángel González. Sin embargo, la arboleda que se ha armado estos días empieza a pasarse de castaño oscuro. Uno se pregunta dónde acaba la visibilidad y comienza la videncia. Porque, no nos engañemos, el lenguaje no es tan sensible como desearían nuestros políticos. Las oraciones principales avasallan con violencia poscolonial a sus subordinadas (propongo que a partir de este momento se llamen oraciones feudales y oraciones de gleba, respectivamente). Los complementos indirectos son postergados en favor de los enchufistas objetos directos. Las consonantes no lloran. Ni las oclusivas, tan guturales, ni las fricativas, tan sibilantes. La hache está cansada de oír que no sirve para nada, y la puntuación ha sufrido bullying por parte de ciertos escritores laureados. Hasta uno de los nuestros se atrevió a atentar contra la ge (sin demasiado éxito, todo sea dicho). Abundan las locuciones discriminadas e irredentas. Y las que sufren destierro, pero permanecen inasequibles al desaliento: “a día de hoy” y “en base a” son incómodas resistentes que deberían merecer nuestros encendidos parabienes. La impersonalidad es groseramente invisible, pese a que algunos ejemplares audaces intenten visibilizar con encono el plural de “habían cuatro gatos”. En fin, desengañémonos: el lenguaje no está a la altura de nuestra sociedad, ni lo estará jamás. Hubo tiempos, o mores, en que las puella puellae conocían el género neutro, pero reconozcamos que en la Roma de Nerón no andaría el género para bollos. Así que lo mejor es dejar la cosa y el coso por imposibles. Propongo, pues, una salida honrosa: que se queden el lenguaje los lingüistas (sí, también ellas). Nosotros, los demás, ya hemos opinado bastante.


sábado, 3 de marzo de 2012

Aquí el enemigo

Si es cierto que el valor de un hombre se mide por el número de sus enemigos, el valor de un enemigo habrá de medirse por el número de hombres dispuestos a declararle enemistad eterna, esa forma latente de guerra sin cuartel que suele camuflarse bajo la densidad significativa del lenguaje. Acostumbrados a que el rostro del enemigo cambie de máscara al vertiginoso ritmo del mercado de valores, como el top five de los cuarenta principales, les propongo un sencillo ejercicio. Elijan al enemigo público de la semana. Ahí van algunas ideas: el cerúleo Urdangarín, el exjuez Garzón, la ley Sinde o la insobornable y adeficitaria Merkel. Los alumnos del instituto Luis Vives, con o sin certificado de penales, van aparte: no se sabe si pertenecen al contingente de los hombres (en potencia) o al de los enemigos (en acto).


lunes, 27 de febrero de 2012

Cosmodicciones

Con Donde nadie me llama, Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) culmina uno de los ciclos creativos más personales y transferibles de la última poesía española. Sin embargo, el volumen no solo cierra una travesía, sino que inaugura un horizonte de expectativas sugerente y dinámico. En sus versos se dan cita las formulaciones que han definido la peripecia existencial de un personaje reconocible y los postulados estéticos de su demiurgo: la apuesta por una poesía entrometida, la presentación del sujeto como un hombre de la calle, la elección de una escritura concebida “desde la experiencia”, o el relato vital de un individuo de edad intermedia, enredado en la malla urbana de nuestros días. No obstante, más allá de las etiquetas que sancionan la singularidad lírica del autor, Donde nadie me llama supone una gozosa invitación para sumergirnos en su universo expresivo.

Fernando Beltrán nunca llama dos veces. Por el contrario, suele infiltrarse en las costuras de una realidad tenaz y esquiva, impermeable a las frases hechas y a los lugares comunes. El primer libro recogido en esta poesía (casi) completa es Aquelarre en Madrid (1983), un viaje iluminativo, alucinante y alucinado, al corazón de una ciudad en vela. Se trata de un aquelarre de intensidad plástica, pero también de un nuevo “nocturno de los avisos” que ha sustituido el fulgor de los astros por el simulacro de las luces de neón. La alquimia verbal, la mirada clandestina y la arboladura imaginística hicieron del libro el involuntario exponente de un neosurrealismo de trayectoria fugaz y desigual fortuna. Las aportaciones visionarias de Aquelarre… se sujetan a una iconografía naíf en Ojos de agua (1985), que disfraza de ingenuo deslumbramiento su indagación en los escenarios de la memoria infantil. En Gran Vía (1990), el itinerario del flâneur se proyecta sobre los perfiles transitorios de un paisaje anímico, peculiar mezcla de locus amoenus y de infierno dantesco. La compasión cívica y la compulsión visual animan la andadura de quien corre como alma que lleva El Bosco, o de quien se adentra en la jungla de asfalto sin más brújula que el instinto de aventura.

Por su parte, El gallo de Bagdad (1991) se acoge a una “gramática de urgencia” y a un discurso escueto y desolado. Bajo la conmoción colectiva de la Guerra del Golfo, Beltrán despliega una galería de secuencias cargadas de munición crítica, engañoso objetivismo y lucidez testimonial: “El enemigo / será borrado en breve / de la paz de la tierra”. Amor ciego (1994), Bar adentro (1997) y Parque de invierno (1996) ofrecen una densa cartografía de encuentros y desencuentros. En los dos primeros, el poeta reescribe los intertextos de la tradición para firmar una declaración de amor, un atlas erótico o una tregua sentimental. A su vez, en Parque de invierno, la emanación afectiva se resuelve en una sobria elegía por la muerte del padre.

En La semana fantástica (1999), los motivos habituales del autor se ensamblan con particular armonía. He aquí un caleidoscopio donde convergen las paradojas de la condición humana, las cicatrices del mundo contemporáneo y los espejismos del lenguaje. La equilibrada respiración de La semana… da paso al metaforismo expansivo de El corazón no muere (2004), una rotunda fe de vida traspasada por la conciencia de la caducidad. La recopilación actual se completa con diversos Poemas rebeldes que se amotinan contra los valores establecidos y contra los automatismos de una sociedad que tiende a transformar sus enfermedades ocasionales en males endémicos.

En definitiva, Donde nadie me llama se erige en la comprobación empírica de una intuición elocuente: la “de que el mundo no solo no está bien hecho, sino que tampoco está bien dicho”, según afirmaba Sánchez Torre en la introducción de una antología previa. Fernando Beltrán está convencido de que es necesario rebautizar la realidad, buscar el verdadero nombre de las cosas o recuperar el vínculo que nos une con “las palabras más oscuras, // lluvia, armario, buzón, / grifo, bufanda // más amadas también, // más necesarias”. Atrévanse a entrometerse y comprometerse donde nadie los llama.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 23 de febrero de 2012)

lunes, 20 de febrero de 2012

La vida de los Goya

El Goya pesa. Debe de pesar lo suyo. Por eso los ganadores depositan la estatua (aquí “estatuilla” sería un eufemismo) en el atril, despliegan un papel doblado meticulosamente en cuatro partes y profieren una monótona enumeración de nombres, apellidos, familiares cercanos, parientes lejanos, amores furtivos, afinidades electivas y misterios gozosos. Los agradecimientos tienen algo de religioso: son un rosario para los ganadores y un martirio para los espectadores. Quienes pierden, amén de lidiar la faena con impasible cara de póquer, tienen que aguantar chanzas y rechiflas, reprimendas ligeras y bromas pesadas, como si fueran los pipiolos del instituto a manos de los listillos de la clase. Por supuesto, no pueden ni deben rebelarse. Hay quien hace pasar lágrimas de pesar por cómicas efusiones, quien se atrinchera en un mutismo impenetrable y quien se dedica a charlar hasta por los codos con el vecino de butaca. Hay muertes y resurrecciones: réquiems por una industria española y catarsis frente a un futuro agónico. La gala de los Goya es como la vida misma: una auténtica pesadez. Pero todos esperamos al final, a ver a quién le dan el premio.

martes, 14 de febrero de 2012

No tener que decir nunca lo siento

Si eso era amor para los protagonistas de Love Story, no cabe duda de que nuestros políticos nos aman con delirio. Es cierto que a menudo se contradicen, se desdicen, se desautomatizan y autodestruyen, pero en el fondo nos quieren. Por eso nunca, jamás de los jamases, nos pedirán perdón. Merkel adora a Grecia: ni se le ocurriría pedirles disculpas a sus peripatéticos moradores por poner el Partenón en llamas. El lampedusiano Monti quiere a los italianos, y por eso les susurra gatopardamente fragmentos del príncipe de Salina sin que se enteren: “es necesario que todo cambie para que todo siga igual”. Incluso nuestros políticos nos tienen franco aprecio, aunque seamos de naturaleza arisca y nos cueste dejarnos querer. ¿Qué mejor declaración que una amenaza de ERE colectivo sin sombra de arrepentimiento? En cuanto a Garzón, le tienen locura, frisando en la parafilia. Al final va a ser verdad que hay amores que matan.

viernes, 3 de febrero de 2012

Transparente Szymborska

Ahora que Wisława Szymborska estará escuchando a Ella Fitzgerald en el fondo del cielo, me da por pensar en el misterio de algunas escrituras cuya clave parece residir en la transparencia: no en la denotativa figuración de las palabras, sino en cierta intimidad cargada de sentidos que atraviesa la página. Ayer  leí un obituario donde comparaban el genio creativo de la autora con la inspiración germinativa de Mozart. Es cierto que la capacidad para convertir lo difícil en facilísimo está reservada para algunos taumaturgos con un oído singular. Pero me interesa más esa otra cualidad  plástica que nos muestra el interior del ser humano a una pudorosa distancia, como ocurre en los cuadros de Hopper o de Vermeer. Y ahora que Wisława Szymborska andará escondiéndole las llaves a San Pedro o jugando al escondite con Catalina la Grande, reproduzco un poema donde veía en la lechera de Vermeer el signo de una eternidad salvada de la indiscreción:


Mientras esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo
el fin del mundo.

PD: La fatalidad del azar o los hilos del destino han hecho que la muerte de Szymborska suceda pocas semanas después de la de Carlos Pujol, otro escritor en voz baja que dedicó a Vermeer un estupendo libro de poemas titulado La pared amarilla.

domingo, 29 de enero de 2012

Seres humanos

Con El común de los mortales (Barcelona, Tusquets, 2011), Jorge Riechmann vuelve a entablar un diálogo fragmentario e intertextual con todos los seres vivos que habitan un maltrecho planeta llamado Tierra. Dividido externamente en cuatro secciones, pero recorrido por un único impulso de escritura, el libro muestra los compromisos de un poeta que no se complace en el dogmatismo de las respuestas, sino que aspira a la concienzuda indagación en dudas metódicas y retóricas. Cuando pocas cosas nos parecen imprescindibles, cabe celebrar la publicación de una obra a la que se le puede aplicar sin rubor ni ditirambo el adjetivo de necesaria: necesaria para pensar sobre lo que se nos da por hecho y necesaria para determinar el espacio singular que ocupa Riechmann en un panorama en el que abundan los lugares comunes.

El primer apartado de libro («Cuaderno de campo») resalta desde el mismo título su condición de obra en marcha. El horizonte de expectativas contemporáneo se concibe como una autoexpulsión del paraíso; una caída en la que no intervienen agentes externos a la propia voluntad humana. Con la precaria ayuda de la linterna de Diógenes, Riechmann ilumina las huellas de una civilización que avanza desde la indiferencia hacia el vacío. Frente a la tentación del abismo, el autor contempla su ser ahí como una cuestión de vínculos: los que unen el oficio de vivir y la vocación de escribir, el lenguaje y el mundo. La reflexión sobre la falsa ingenuidad de las palabras cristaliza en breves poéticas que se preguntan por la función de designar lo real, a medio camino entre el testimonio y la utopía: «Escribir lo que somos / lo que no somos / lo que hubiéramos sido / lo que ya nunca seremos // lo que podríamos ser». También los trabajos de amor reclaman su territorio en las páginas de este work in progress, entre el enigma de la contigüidad y el milagro de la contingencia .

La segunda sección, «Recostados contra la cal blanca», se presenta como un ars moriendi: un aprendizaje de la muerte traspasado por la conciencia de la caducidad. Riechmann propone la compañía —la auténtica compasión hacia el otro— como la única escapatoria ante una sociedad empeñada en cancelar artificialmente el tópico que equipara las generaciones humanas con las hojas del árbol. El sueño de la inmortalidad se alía con los trampantojos de la economía en «Mil cosas que hay que comprender antes de morir», una sátira financiera no exenta de desolada amargura.

La tercera sección, «Las sienes mojadas», ofrece el diagnóstico de la «cultura de la satisfacción»: una insaciable fiebre por encadenar la libertad del individuo a los mitos y ritos del consumo. La desnaturalización del hombre tiene su contrapartida en la humanización de una naturaleza amenazada por el ecocidio. La búsqueda de un equilibrio que evite la rendición incondicional al catastrofismo se ejemplifica en «Primero de mayo de 2010», homenaje actualizado a Miguel Hernández, o en la serie dedicada a «La lógica cultural del capitalismo tardío», que glosa el rótulo de un ensayo de Fredric Jameson para denunciar el cinismo de quienes celebran un apocalipsis anunciado.

El último apartado, «El que pierde su nombre», se adentra en el recinto de la identidad y en las tecnologías de un yo que expande su dominio pronominal hacia los demás sujetos. La fuga de la cárcel del egotismo puede desembocar en la figura de la alteridad («una maleta llena de libros / de un tipo llamado Jorge Riechmann») o en una subjetividad escindida. Sin embargo, solo la asunción de ese carácter transitorio permite insubordinarse ante las desigualdades, construir un sentido transitivo o abrir la puerta que conduce al deslumbramiento. El volumen se cierra con un «Final» que es también el inventario de un patrimonio colectivo.

En definitiva, El común de los mortales proporciona el placer del reencuentro con una de las miradas más abarcadoras y una de las voces mejor moduladas de la poesía actual. Habrá quien le achaque a este libro espléndido cierta propensión a un didactismo ingenuo. No obstante, la aparente ingenuidad de Riechmann es la máscara irónica que adopta una sabiduría que no se cansa de repetir las verdades más obvias para los oídos más tercos.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de enero de 2012)

domingo, 22 de enero de 2012

Contraluces de la ciudad (crónica hiperrealista)

Sí, yo también estuve en Frisco y fui moderadamente dichoso. Fotografié a unos leones marinos inodoros e insípidos. Me perdí entre la marabunta de Chinatown en la hora punta del Año Nuevo, aunque no vi al dragón, posiblemente almacenado en la alacena de un supermercado o servido con salsa barbacoa junto a abundantes raciones de chop suey. Entendí la soledad de los corredores de fondo, la enajenada razón de los sintecho y la falsificación del melting pot, ese tarro de golosinas global que se basa en espacios compartimentados a la medida de una perspectiva euclidiana. Descubrí el hiperrealismo de Robert Bechtler en el SFMoMa. Atravesé los escaparates humanos de Broadway y posé en la puerta de la librería Citylights, donde compré un libro de Kenneth Rethrox y otro de Lawrence Ferlinghetti. En el de Ferlinghetti, el fundador de Citylights lamentaba la paulatina transformación de la ciudad en un parque temático. Enfrente de la librería hay un Museo Beat donde cuelga, a modo de banderola, la archiconocida foto de Kerouac y Cassidy. Y en la propia Citylights se pueden comprar postales, carteles y baberos con un “Howl” impreso en letras temblorosas. Para rematar esta apresurada crónica, ahí va la traducción de los diecisiete mejores consejos (a mi entender) que Ferlinghetti incluye en “Desafíos a los jóvenes poetas”:


 
Inventa un nuevo lenguaje que cualquiera pueda entender.
Sube a la Estatua de la Libertad.
Aspira a lo inalcanzable.
Baila con lobos y cuenta las estrellas, sobre todo las que no puedas ver.
Sé ingenuo e inocente, como si acabaras de aterrizar sobre la tierra (sin duda lo has hecho, sin duda todos lo hemos hecho) asombrado por lo que has visto en tu caída.
Lee entre las líneas del discurso humano.
Piensa subjetivamente, escribe objetivamente.
No asistas a talleres de poesía, pero, si lo haces, no aprendas el cómo, sino el qué (aquello de lo que vale la pena escribir).
Resiste mucho, obedece poco.
Libera secretamente a todos los seres que veas en una jaula.
Escribe poemas cortos con la voz de los pájaros. Haz de tu música verdadera poesía. El canto de los pájaros no suena como el ruido de las máquinas. Dale alas a tu poema para que ascienda a la copa de de los árboles.
Recuérdalo todo, no lo olvides.
Trabaja en una frontera, si puedes encontrar alguna libre.
Asóciate con poetas pensantes. No son tan fáciles de encontrar.
Comprométete con algo que no sea contigo. Puedes ser militante o estático.
Ser poeta a los dieciséis años significa tener dieciséis años. Ser poeta a los 40 significa ser poeta. Intenta ser ambos.
Que tengas un buen día.

martes, 10 de enero de 2012

Casi una experiencia religiosa

Un templo del saber. Con eso debió de soñar el patricio que promovió la ascética arquitectura de la Universidad de Stanford. Pero como el hombre solo dispone, y el tiempo es un pésimo gestor de las disposiciones ajenas, hoy el campus se diría más bien el delirio Foster Kane de un político valenciano: un Xanadú de puro cartón piedra y románico de pacotilla escoltado por algunas esculturas de Rodin (estas, sí, del mismísimo y reflexivo Auguste). Los cantos rodados de gomaespuma (o neopreno o poliuretano), las estatuas rodinescas y las zonas ajardinadas por las que retozan ardillas y estudiantes generan un panorama harto heterogéneo, polícromo y giratorio. Pero hoy quería centrarme en la Memorial Church, de un estilo Taüll vintage, para que me entiendan los políticos valencianos y los diseñadores de interiores. La Memorial es el epicentro, el ojo omnímodo, la aguja catedralicia que señala el norte en la brújula del campus. Así que allí fuimos, con el ánimo contrito y proclives al recogimiento espiritual. En la puerta, un individuo avisaba de algo a los transeúntes, así que nos avisó de algo. Por las gafas de montura de carey y la prolija gesticulación, extraña en estos lares, descarté que se tratara de un pastor luterano. Dijo, con acento cantarín, que en el interior de la iglesia se estaban celebrando pruebas de sonido. Como mi oído aún no se ha aclimatado a ciertas expresiones, pensé que tal vez se trataría un ensayo del coro universitario o de una misa de difuntos, con su lúgubre gorigori. Pero no. Eran, exactamente, pruebas de sonido. El párroco-profesor miraba al monaguillo-doctorando, el monaguillo-doctorando presionaba una tecla de su portátil, y una burbujeante catarata de sonido achampañado se expandía por las alturas celestes. Al poco, se repetía la operación con el mismo sonido vibrátil y sibilante. Los visitantes del templo no nos atrevíamos a respirar. Cuando la performance se repitió por tercera, cuarta, quinta vez, los ánimos se fueron relajando. Y allí los dejamos, ensayando sus pruebas de sonido. Es lo más parecido a una experiencia mística que he tenido jamás.

viernes, 6 de enero de 2012

A vista de squirrel

Cuando viajo, suelo sentir una afinidad inmediata con algún bicho que parece ver la realidad con el mismo asombro extrañado con el que la percibo yo. Ignoro qué diría Freud al respecto, aunque prefiero no imaginarlo. Sí sé, en cambio, que Raffaella Carrà lo habría resumido, con escepticismo comparatista, en la hipótesis si fuera un roedor... En estas vastedades cartesianas, salpicadas de verdes eucaliptos, no me cabe duda de que mi álter ego animal se denomina squirrel: reducirlo a 'ardilla' me parece una truculencia innecesaria. En la palabra squirrel está condensada la sinuosidad escurridiza de esas criaturas que trepan a las ramas de los árboles con inusitada premura, se emboscan en los matorrales para asustar a quienes hacen footing y exhiben su variedad saltarina ante el flash de los turistas. A diferencia de lo que tantas veces se ha dicho, sus pasos no están guiados por la usura ni por la prisa: en lo alto de las copas más altas, sueñan con ser águilas. Y, a ras de tierra, demuestran un interés francamente humanista por su entorno. Cerca del campus, sus movimientos se vuelven algo arrítmicos, casi atonales, como si reprodujeran la métrica de un poema de William Carlos Williams. No es para menos. Pero ya les contaré otro día. Ahora acabo de experimentar unas ganas irreprimibles de saltar a la pata coja.

lunes, 2 de enero de 2012

El beneficio del inventario

Las listas son una tontería. Y, sin embargo, es casi imposible resistirse a su encanto. Hay quienes redactan listas de la compra con espacios de indeterminación, quienes anotan escrupulosamente los propósitos que incumplirán este año y quienes transcriben, en estricto orden jerárquico, el catálogo de El Corte Inglés para los ojos inquisitivos del cartero real. Los críticos en particular, y los lectores en general, confeccionan listas de libros. Habitualmente se resisten un poco, remolonean, temen herir egos quebradizos y alimentar vanidades infundadas, pero al final acaban cediendo. Las listas resultan tan inevitables como las antologías poéticas o como el criterio generacional, y comparten las mismas trampas: solo un archilector impenitente podría conocer la centésima parte de lo que se publica, por lo que las listas están hechas a partir de jirones y retazos. Como soy renuente a las listas pero sufro las mismas tentaciones que todo hijo de vecino, me limitaré a mencionar, sin orden ni concierto, algunos libros de poemas que me han gustado este año. Me ha gustado La tierra nos agobia, porque Jorge Gimeno parece mirar lo que nadie ve y auscultar lo que nadie oye. Me ha gustado El común de los mortales, de Jorge Riechmann, porque nos muerde la conciencia hasta la médula. Me ha gustado Clandestinidad, de Antonio Jiménez Millán, porque tiene versos memorables camuflados de paisano. Me ha gustado Lenguaraz, de Erika Martínez, porque demuestra que el aforismo no siempre es más de lo mismo. Me ha gustado que Luis García Montero nos recuerde, en Un invierno propio, que el invierno es el tiempo de la meditación. Me ha gustado que Fernando Beltrán se entrometa Donde nadie me llama. Me ha gustado que Álvaro Tato le dé la vuelta al mundo en Gira. Me ha gustado que Rafael Fombellida batalle en Campo de Marte. Me ha gustado que Joaquín Pérez Azaústre se mude al barrio de la memoria en Las Ollerías. Me ha gustado que Verónica Aranda se vista de corto en Senda de sauces; que José Luis Gómez Toré y Marta Azparren se encuentren en Claroscuro del bosque; que José Gutiérrez Román pise Los pies del horizonte, y que Julio Mas Alcaraz atraviese el espejo en El niño que bebió agua de brújula. Las listas, salvo la de Schindler, no salvan a nadie. Pero ahora tengo la sensación de haber hecho los deberes.

jueves, 22 de diciembre de 2011

De lobos y leones (2): riechmanniana


Hace unos meses colgué aquí la foto de unos lobos marinos en toda su esplendorosa podredumbre, lejos de los adocenados leones marinos que acostumbran a pasar por el aro con la misma elegante naturalidad que un candidato electoral entre la muchedumbre votante. La foto estaba tomada en Mar del Plata. Leo ahora el excesivo, inteligente y nada adocenado libro de Riechmann El común de los mortales (Barcelona, Tusquets, 2011). Junto con otras referencias compartidas —los naipes de José Antonio Gabriel y Galán o las ciudades de José Luis Guerín—, me encuentro con un estupendo poema dedicado a los lobos marinos de Mar del Plata. Copio el poema y pego la foto: pura écfrasis.

Estos leones marinos
“de un solo pelo”
hacinados en rincones del puerto

esperando
un poco de pescado al descuido
un poco del sustento menguante para todos

hostigados
por perros tan desamparados como ellos
que se divierten acosándolos
(ay, las tristes distracciones de los machos
de casi todas las especies)

esos lobos marinos
(así los llaman a este lado del Atlántico)
en su acre lobera
al sol junto a las carcasas herrumbrosas
de los barcos a medio desguazar

esos comedores de peces sin peces
dormitando intranquilos junto a los barcos sin peces

nos ponen ante los ojos
el desatino urgente de un mundo
donde no estamos dejando lugar
para la vida

jueves, 15 de diciembre de 2011

Infiernos de cine

El infierno son los otros. Polanski parece suscribir la tesis sartriana en Un dios salvaje, a la que le sobra histrionismo y le falta enjundia. En cambio, en Un método peligroso, Cronenberg defiende una teoría menos arraigada, pero mucho más convincente: el infierno somos nosotros, aunque el viento de la historia extienda el incendio hacia regiones ignotas. En el purgatorio, la protagonista de Melancholia, erigida en una suerte de Casandra del siglo XXI, asiste a la crónica de un Apocalipsis anunciado. El infierno es la visión. La gran pantalla está que arde.