jueves, 29 de agosto de 2013

Diez años sin Bolaño



Roberto Bolaño pertenece a esa rara estirpe de autores que son, en sí mismos, toda una literatura. Articulista profuso, ensayista de urgencia, cuentista vocacional y novelista omnímodo, Bolaño encarna el paradigma del creador saturniano a su pesar. Mientras la crítica académica andaba perdida entre las ramificaciones reales de Macondo y las ventanas virtuales de McOndo, el escritor hacía su aparición vestido con las prendas de un outsider nato, o disfrazado de antipoeta heroico, militante en las dudosas tropas del infrarrealismo. Hoy podemos elegir qué Bolaño preferimos: el nómada beatnik de la gran epopeya posmoderna (Los detectives salvajes), el cronista del caos contemporáneo (2666), la voz en off de la historia reciente (Estrella distante, Nocturno de Chile), o el narrador del desconcierto global (“Sensini”, “Detectives” y “Carnet de baile”). Estoy convencido, sin embargo, de que casi nadie optaría por el Bolaño poeta. En ello influyen razones de sociología literaria, como el escaso predicamento que el género lírico tiene entre el público lector (algo que no merecen ni el género lírico ni el público lector). Pero hay algo más: Bolaño, que siempre se consideró un poeta sin suerte, tuvo la suficiente fortuna como para permitirse el capricho de abandonar la poesía cuando pudo vivir de la prosa. Y, como ya se sabe que poeta y escritor no son la misma profesión ―les animo a comprobarlo en las microbiografías de Wikipedia―, Bolaño decidió dejar de ser lo primero para convertirse en lo segundo. Aunque creo que salimos ganando con el cambio, dudo que el autor hubiera sido el egregio novelista que fue sin pasar su obligada temporada en el infierno de la rima.

La Universidad Desconocida, que recoge su obra poética, nos franquea el acceso al desguace de una escritura torrencial y volcánica. Allí están los paisajes urbanos, los frescos apocalípticos y la violencia soterrada que a menudo nos estalla en las manos. También recorren sus versos esos detectives que se parecen más a un escritor ante el síndrome de la página en blanco que a un sabueso en apuros. La presencia inquietante de los detectives cristaliza en secuencias mitad oníricas, mitad metapoéticas. Así, la superficie especular de Van Eyck y de John Ashbery reduplica la imagen terrible de “Los detectives helados”: “Soñé con detectives helados, detectives latinoamericanos / que intentaban mantener los ojos abiertos / en medio del sueño. / Soñé con crímenes horribles / y con tipos cuidadosos / que procuraban no pisar los charcos de sangre / y al mismo tiempo abarcar con una sola mirada / el escenario del crimen. / Soñé con detectives perdidos / en el espejo convexo de los Arnolfini: / nuestra época, nuestras perspectivas, / nuestros modelos del Espanto”. Por otro lado, a pesar de que Bolaño siempre se resistió a la camisa de fuerza del pacto autobiográfico y a la cerradura hermenéutica del roman à clef, el personaje que habita el vacío doméstico de sus poemas ofrece un proyecto humano más verosímil que el que se condensa en el caleidoscopio coral de sus retablos narrativos. Perro romántico, alumno matriculado en la Universidad Desconocida o flâneur entre las dos orillas, Bolaño se entregó al oficio de las letras con la misma devoción con la que los gladiadores romanos se consagraban al misterio de las armas. Sin miedo ni esperanza, este “San Roberto de Troya” comparte su destino inmortal con los detectives que sembraron de dudas la esquina rota del siglo XXI: “Entre una punta y otra solo veo / mi propio rostro / que sale y entra del espejo / repetidas veces. / Como en una película de terror. / ¿Sabes a lo que me refiero? / Aquellas que llamábamos de terror psicológico”. 


(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 29 de agosto de 2013)

lunes, 5 de agosto de 2013

La Guerra de Invierno, de Ariadna G. García



En La Guerra de Invierno, Ariadna G. García (Madrid, 1977) entrega el testimonio de un viaje a Finlandia, decorado real y trasunto metafórico de la Europa que surgió del frío. Dividido en tres partes y un epílogo, este libro condensa la identidad de un país y las huellas dactilares de la autora. En el primer apartado, los paisajes portuarios, los senderos remotos y los límites del idioma ofrecen una postal de la incertidumbre. Sin embargo, lejos de la pincelada costumbrista que glosa el nomadismo de los “españoles por el mundo”, aquí se aprecia la convergencia entre la memoria colectiva y el arrastre de la intimidad. No en vano, el relato amoroso esbozado en estas páginas se presenta como un mapa elocuente donde la “mirada es enigma, / una interrogación / que abre fronteras”. En la segunda sección, la densidad del poema en prosa sirve de soporte a un tapiz coral en el que los héroes y los traidores del pasado exponen su versión de la historia. Mientras que ‘La exploración (1883)’ avanza hasta el cinturón helado de Groenlandia, las distintas viñetas de ‘La Guerra de Invierno (1939-1940)’ rememoran la invasión de Finlandia por parte de la Unión Soviética, en los albores de la Segunda Guerra Mundial. Las proezas del francotirador Simo Häyha, el monólogo del patinador Birger Wasenius y las secuencias de combate reflejan una crudeza no exenta de lirismo. Los cadáveres flotantes, que emergen a la superficie para mostrar “los horrores de la guerra”, entroncan con una poderosa imagen contenida en el Kaputt de Curzio Malaparte: la de los caballos hundidos en el Ladoga y cristalizados en su galope furioso. Finalmente, la tercera parte acoge la intemperie solidaria de dos amantes en el Círculo Polar. Ya cerca del regreso, los últimos textos se conciben como copos de sentido o haikus boreales sobre la relatividad de la existencia: “El espejo glaciar se ha derretido. / A lejos redobla / la intensa partitura de las aguas”. La conciencia compositiva, la riqueza de matices y la diversidad de registros de La Guerra de Invierno confirman a Ariadna G. García como una voz destacada en el panorama de la poesía española reciente. 


Publicado en el suplemento "Babelia" del diario El País, el 3 de agosto de 2013