Roberto Bolaño pertenece a esa rara estirpe de autores que son,
en sí mismos, toda una literatura. Articulista profuso, ensayista de urgencia,
cuentista vocacional y novelista omnímodo, Bolaño encarna el paradigma del
creador saturniano a su pesar. Mientras la crítica académica andaba perdida
entre las ramificaciones reales de Macondo y las ventanas virtuales de McOndo,
el escritor hacía su aparición vestido con las prendas de un outsider nato, o disfrazado de antipoeta
heroico, militante en las dudosas tropas del infrarrealismo. Hoy podemos elegir
qué Bolaño preferimos: el nómada beatnik de
la gran epopeya posmoderna (Los
detectives salvajes), el cronista del caos contemporáneo (2666), la voz en off de la historia
reciente (Estrella distante, Nocturno de Chile), o el narrador del desconcierto
global (“Sensini”, “Detectives” y “Carnet de baile”). Estoy convencido, sin
embargo, de que casi nadie optaría por el Bolaño poeta. En ello influyen razones
de sociología literaria, como el escaso predicamento que el género lírico tiene
entre el público lector (algo que no merecen ni el género lírico ni el público
lector). Pero hay algo más: Bolaño, que siempre se consideró un poeta sin
suerte, tuvo la suficiente fortuna como para permitirse el capricho de
abandonar la poesía cuando pudo vivir de la prosa. Y, como ya se sabe que poeta
y escritor no son la misma profesión ―les animo a comprobarlo en las microbiografías
de Wikipedia―, Bolaño decidió dejar de ser lo primero para convertirse en lo
segundo. Aunque creo que salimos ganando con el cambio, dudo que el autor hubiera
sido el egregio novelista que fue sin pasar su obligada temporada en el
infierno de la rima.
La Universidad Desconocida, que recoge su obra poética, nos franquea el acceso al desguace de una escritura torrencial y volcánica. Allí están los paisajes urbanos, los frescos apocalípticos y la violencia soterrada que a menudo nos estalla en las manos. También recorren sus versos esos detectives que se parecen más a un escritor ante el síndrome de la página en blanco que a un sabueso en apuros. La presencia inquietante de los detectives cristaliza en secuencias mitad oníricas, mitad metapoéticas. Así, la superficie especular de Van Eyck y de John Ashbery reduplica la imagen terrible de “Los detectives helados”: “Soñé con detectives helados, detectives latinoamericanos / que intentaban mantener los ojos abiertos / en medio del sueño. / Soñé con crímenes horribles / y con tipos cuidadosos / que procuraban no pisar los charcos de sangre / y al mismo tiempo abarcar con una sola mirada / el escenario del crimen. / Soñé con detectives perdidos / en el espejo convexo de los Arnolfini: / nuestra época, nuestras perspectivas, / nuestros modelos del Espanto”. Por otro lado, a pesar de que Bolaño siempre se resistió a la camisa de fuerza del pacto autobiográfico y a la cerradura hermenéutica del roman à clef, el personaje que habita el vacío doméstico de sus poemas ofrece un proyecto humano más verosímil que el que se condensa en el caleidoscopio coral de sus retablos narrativos. Perro romántico, alumno matriculado en la Universidad Desconocida o flâneur entre las dos orillas, Bolaño se entregó al oficio de las letras con la misma devoción con la que los gladiadores romanos se consagraban al misterio de las armas. Sin miedo ni esperanza, este “San Roberto de Troya” comparte su destino inmortal con los detectives que sembraron de dudas la esquina rota del siglo XXI: “Entre una punta y otra solo veo / mi propio rostro / que sale y entra del espejo / repetidas veces. / Como en una película de terror. / ¿Sabes a lo que me refiero? / Aquellas que llamábamos de terror psicológico”.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 29 de agosto de 2013)