Poeta
prerromántico, falsificador apócrifo y suicida a la temprana edad de diecisiete
años, la figura de Thomas Chatterton (Bristol, 1752-Londres, 1770) ha suscitado
la morbosa atención de artistas, músicos y literatos. A Henry Wallis le
correspondió el honor de inmortalizarlo en su lienzo La muerte de Chatterton, donde el cuerpo yacente del autor ocupaba
el centro de una buhardilla atestada de objetos. Como Chatterton, la cordobesa
Elena Medel (1985) ha tenido que sobrevivir a varios cambios de piel y ha
padecido el sambenito de ser poeta joven en un gremio para el que la que la
juventud supone más una gabela de escarnio que una cualidad envidiable. Sin
embargo, a diferencia del impaciente inglés, Medel ha sabido desprenderse de
las máscaras con las que se la ha querido identificar. Si tras la mitogénesis
explosiva de Mi primer bikini (2002)
latía una despedida y cierre de la adolescencia, el nudo versicular y la
plétora salmódica de Tara (2006)
anunciaban ya las primeras heridas de la juventud, a la vez que reivindicaban
la pertenencia a una constelación femenina y a una genealogía mítica. Con Chatterton (2014), Premio “Loewe” a la Creación
Joven, la autora da otra vuelta de tuerca a un universo reconocible, que en
cada entrega va adquiriendo distintos matices. He aquí un libro profundamente
romántico y rotundamente desencantado, a medio camino entre la llamarada
utópica y la aceptación de una madurez con vistas al vacío.
La primera sección, “Luna llena en
la primera casa de la identidad”, presenta un tema con variaciones y nos abre
las puertas de un entorno doméstico. La germinación, la enfermedad y la caída
de unas hortensias plantadas en una maceta de plástico constituyen una alegoría
sucesiva de los ciclos vitales y aportan el emblema de una convivencia con
fecha de caducidad. El último poema de esta parte (“Jericó”) utiliza los
intertextos bíblicos del profeta Jonás y de la caída de Jericó como correlato
de una fractura sentimental: “Un piso de alquiler con dos habitaciones / es
vientre de ballena. // Después de crecer / mi hogar lo levantaré sobre las
ruinas”. En el siguiente apartado, “Nueva vida cotidiana”, la indagación intimista
se enriquece con parábolas irónicas (“Expulsión de los mercaderes del templo”),
oraciones profanas (“Una plegaria por las mujeres solteras”) y baladas tristes
(“Canción de los adultos con responsabilidades”). Frente a la geografía
interior de la primera parte, estos versos nos sitúan en la vorágine de un
Madrid que parece hacer recuento de los cadáveres sembrados por Dámaso Alonso. Los
fogonazos irracionalistas y las imágenes visionarias sirven de soporte al
recorrido de un yo que transborda en metros y trenes de cercanías, se busca la
vida ―sin hallarla― en medio de la crisis y contempla con incisiva distancia y
un pellizco de compasión cuanto ocurre a su alrededor. De este modo, “el
paisaje en tránsito con el que soñaron los estetas” se encarna en un paisanaje
traspasado por la soledad. En la sección final, de rótulo casi aforístico
(“Cuando me preguntan si escribo, respondo que ya no”), la autora disemina su
identidad en varios alter ego plausibles
o imposibles. Mientras que “Chatterton” se cierra con la promesa de fundir
poesía y verdad, “Un cuervo en la ventana de Raymond Carver” constituye una
elegía por la transitoriedad y una oda al vuelo de la imaginación. A su vez, “Poema
de despedida a mi hermana” se pone bajo la advocación de Yeats, Celan y Szymborska
(“Wislawa, por favor, reza / por ella”) para entonar una conmovedora letanía.
La tensión entre la realidad común y la sublimación estética se escenifica en
el texto final, “A Virginia, madre de dos hijos, compañera de primaria de la
autora”. La voz lírica sella ahora el reconocimiento entre dos existencias que
han discurrido por caminos opuestos, pero que coinciden en un mismo autobús y
en una conclusión similar acerca del desengaño: “bang // yo he pensado en nosotras. // No sé si sabes a lo que me
refiero. // Te estoy hablando del fracaso”.
En suma, Elena Medel entrega en Chatterton una crónica del nomadismo
contemporáneo y hace balance de las cicatrices de la edad. En este libro, la
autora ha alcanzado a sintetizar los diversos registros de su producción: rotundo
y sugerente, personal y transferible, reflexivo e introspectivo, aquí nada
sobra y nada se echa en falta. Larga vida a Chatterton.