lunes, 29 de abril de 2013

No sé por qué y Patio de locos, de Andrés Neuman



En No sé por qué y Patio de locos, Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) reúne, en una edición revisada, dos plaquettes publicadas previamente de forma exenta. Sin embargo, el lector no se halla ante una mera recopilación de materiales dispares, sino que ha de vérselas con un libro bifronte y ambidextro donde alternan dos modos de respiración lírica. Ambos títulos plantean un juego de espejos o un diálogo sostenido en el asombro, entre el funambulismo de la razón y la tentación del abismo. Así, la búsqueda de la identidad desplegada en No sé por qué encuentra una interesante contrapartida en la indagación sobre la alteridad en torno a la que se articula Patio de locos. El primer segmento del volumen (No sé por qué) puede leerse como un inventario de dudas metódicas y retóricas. Los poemas, encabezados anafóricamente por la secuencia “No sé por qué”, se sustentan en una actitud de sospecha. Las perplejidades deductivas y las incertidumbres cartesianas muestran una realidad escindida en la que convergen el amor y el erotismo, la pantalla y la página, el verso y sus reversos, el ruiseñor de Keats y el cuervo de Poe. Al final, la docta ignorancia con la que el autor examina el mundo se transforma en una suerte de mayéutica posmoderna: “No sé por qué no sé / mejor que conocer es preguntar dos veces / hagamos un trato señora poesía / le cambio sus asombros por mis dudas”. Esta escritura vigilante se expande, en Patio de locos, hacia una dimensión metaficcional. Neuman presenta aquí el retablo coral de un pabellón psiquiátrico por cuyas salas desfilan el loco astuto, la enfermera, el doctor nube o el narrador narrado por un profuso avispero de voces. En un universo donde nada es lo que parece, la locura se convierte en una forma superior de lucidez, mientras que la cordura se concibe como una enfermedad contagiosa: “tienes que ir aprendiendo murmura el veterano / a distinguir los locos de los locos”. Más allá de su naturaleza jánica, este libro propone un tour de force que su demiurgo resuelve con la trascendente levedad del ironista y la aparente sencillez del virtuoso.


Publicado en el suplemento “Babelia” del diario El País, el 27 de abril de 2013


jueves, 25 de abril de 2013

¿Puro teatro?




El milenarismo invertido que acuñó la posmodernidad se ha amoldado a un reciclaje constante de los paradigmas artísticos y de las escuelas estéticas. Ya el siglo XX propugnó la sustitución de la pintura (al menos, de la figurativa) por la solución química de la fotografía. Y en la actualidad proliferan debates análogos y analógicos sobre el futuro del libro impreso frente a la pujanza del dispositivo digital, como si el cambio de soporte equivaliera a un nuevo Big Bang en la galaxia McLuhan. Algunos profetas mediáticos vaticinan que la visita ritual al museo será reemplazada en breve por la visita virtual: de hecho, los fondos pixelados de Google Art Project permiten acceder ―a un solo clic y sin el riesgo de sustracción de carteras― a las principales colecciones museísticas del orbe. Más frívolamente, podemos lamentar la pérdida de carnalidad erótica en los tiempos de Photoshop. E incluso solemos escuchar elegías por el fin del epistolario debido a la instantaneidad soluble del correo electrónico. En ese carnaval de las formas, ya parece superado el famoso debate que convertía al cinematógrafo en un Saturno destinado a devorar la representación teatral. Desde que unos obreros salieran de la fábrica Lumière y un tren entrara en la estación de La Ciotat, nada ha vuelto a ser lo mismo en lo tocante al arte de hacer comedias y de montar dramas. Sin embargo, al margen de adaptaciones y (per)versiones, el teatro y el cine se siguen quitando la palabra de la escena. Dos ejemplos recientes sirven para demostrar ese tráfico de influencias en formatos radicalmente distintos de esa paradoja que constituye el teatro filmado.

Desdramatizar el cine. Lo consigue Martin McDonagh en Siete psicópatas, como anteriormente lo había logrado en la espléndida Escondidos en Brujas. Aunque la tentación inmediata consiste en emparentar la obra del dramaturgo irlandés con los festines carnívoros de Tarantino, sus diálogos hilarantes, su compulsión metaficcional y su aprovechamiento de las atmósferas climáticas resultan más afines a un hombre de teatro que a un cinéfilo de raza. He aquí una película coral cuyos siete personajes en busca de autor dialogan ad nauseam sobre un previsible (y, al cabo, frustrado) tiroteo final, remedan arquetipos universales e inventan desenlaces hipotéticos para la trama y para sí mismos. Fábula sin corolario y thriller sin causa, Siete psicópatas encuentra su culminación catártica en el momento en el que el perro secuestrado por Sam Rockwell accede a tenderle la pata a su secuestrador. Pese a sus estridencias habituales y sus ocasionales exabruptos, McDonagh es lo más parecido a Beckett que el espectador puede hallar en la cartelera.


Dramatizar la novela. Lo intenta Tom Stoppard, ayudado del director Joe Wright, en la enésima adaptación cinematográfica de Ana Karenina. Aunque la novela de Tolstói sigue siendo tan esquiva a la traducción simultánea como siempre, hay que reconocer el interés de una propuesta que se arriesga a escenificar el drama de su protagonista mediante un complejo engranaje de telones, bastidores y andamios. Si bien el guion de Stoppard tiene el mérito de sustituir la vastedad narrativa por la levedad del montaje teatral, su adaptación no me hace olvidar la hazaña de Rosenkranz y Guildenstern han muerto. En esa admirable tragicomedia que gustó a todo el mundo, y que el propio Stoppard convirtió en una admirable película que no le gusta a casi nadie, dos eternos secundarios de Hamlet servían como pretexto para un juego de espejos donde de nuevo se reflejaba la alargada sombra de Beckett. Y es que, por más que se vista de celuloide, lo del cine es puro teatro.

 

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 25 de abril de 2013)

martes, 23 de abril de 2013

El día del lector



El día del libro me da miedo por dos razones. Por un lado, la propia idea de dedicar un día a algo siempre me ha parecido un afán sospechoso, un intento desesperado por salpicar de excepciones lo que intuimos como una norma tediosa (una vez al año, etcétera). Por otro lado, solo se consagran días a las cosas que faltan: el agua, el transporte público o la solidaridad. En cambio, coincidiremos en que los libros en formato libro no escasean. Lo que faltan son lectores en formato humano. Finalmente, no sabría cómo fomentar la lectura sin inducir a la depresión. Que los libros no nos hacen mejores personas lo demuestra con creces la historia universal. Que los libros no despiertan la creatividad lo ratifica el éxito de los manuales de autoayuda y del folletín histórico. Y que los libros no estimulan la inteligencia lo pone de evidencia el poder adquisitivo de los escritores. Puestos a aceptar el mal menor, me quedo con la tesis de Borges, que decía que estaba más orgulloso de las páginas que había leído que de las que había escrito. En definitiva, busquen al lector voraz que llevan dentro. Con permiso de Geronimo Stilton, les aguarda un fabuloso viaje al reino de la fantasía.