miércoles, 10 de abril de 2013

La sonrisa de Sampedro



Para mi generación, José Luis Sampedro supuso al mismo tiempo un incordio académico y un deslumbramiento estético. Sí, Sampedro era el autor de aquel libro que se comentaba en la parte de literatura contemporánea correspondiente a un COU en el que la matrícula aún se pagaba en pesetas. En consecuencia, leíamos La sonrisa etrusca con el miedo en el cuerpo, pues su enigmático título equivalía metonímicamente a la Selectividad, esa prueba que iba a cambiarnos la vida y que acabó cambiándonos de aula. Posteriormente transitaría con cierta asiduidad por las páginas de Sampedro. Sin embargo, nunca he vuelto a La sonrisa etrusca, porque con los libros felices pasa como con Comala, según canta Sabina. Recuerdo vivamente, eso sí, una impresión que raras veces he tenido en la narrativa: la de que aquel viejo partisano de la novela apenas disimulaba una radiografía sincera del propio autor. Tal vez sea culpa de que a esa edad uno nunca había oído hablar de la falacia autobiográfica. O puede que Sampedro pusiera su carne viva en el asador de la ficción. En todo caso, me temo que desde entonces contraje una deuda con Sampedro y, de paso, con el profesor que nos lo sirvió en bandeja, armado de paciencia benedictina. Ahora, ese autor con el que aprendimos a emocionarnos y a indignarnos ha quedado fijado para siempre en las últimas líneas de una novela: “En la carnal arcilla del viejo rostro ha florecido una sonrisa que se petrifica, poco a poco, sobre un trasfondo sanguíneo de antigua terracota: La sonrisa etrusca”.


 

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