Para mi generación, José Luis
Sampedro supuso al mismo tiempo un incordio académico y un deslumbramiento
estético. Sí, Sampedro era el autor de aquel libro que se comentaba en la parte
de literatura contemporánea correspondiente a un COU en el que la matrícula aún
se pagaba en pesetas. En consecuencia, leíamos La sonrisa etrusca
con el miedo en el cuerpo, pues su enigmático título equivalía metonímicamente
a la Selectividad, esa prueba que iba a cambiarnos la vida y que acabó
cambiándonos de aula. Posteriormente transitaría con cierta asiduidad por las
páginas de Sampedro. Sin embargo, nunca he vuelto a La sonrisa etrusca,
porque con los libros felices pasa como con Comala, según canta Sabina.
Recuerdo vivamente, eso sí, una impresión que raras veces he tenido en la
narrativa: la de que aquel viejo partisano de la novela apenas disimulaba una
radiografía sincera del propio autor. Tal vez sea culpa de que a esa edad uno
nunca había oído hablar de la falacia autobiográfica. O puede que Sampedro
pusiera su carne viva en el asador de la ficción. En todo caso, me temo que
desde entonces contraje una deuda con Sampedro y, de paso, con el profesor que
nos lo sirvió en bandeja, armado de paciencia benedictina. Ahora, ese autor con
el que aprendimos a emocionarnos y a indignarnos ha quedado fijado para siempre
en las últimas líneas de una novela: “En la carnal arcilla del viejo rostro ha
florecido una sonrisa que se petrifica, poco a poco, sobre un trasfondo
sanguíneo de antigua terracota: La sonrisa etrusca”.
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