http://www.tiposinfames.com/event/paseodelaidentidad/
lunes, 28 de abril de 2014
viernes, 25 de abril de 2014
Así en el cielo como en la tierra
En el capítulo
central de Los detectives salvajes,
Roberto Bolaño ponía en boca del personaje peruano Roberto Rosas una reflexión
fechada en 1977: “En nuestra buhardilla había unos doce cuartos. Ocho de ellos
estaban ocupados por latinoamericanos, un chileno […], una pareja de argentinos
[…], y el resto éramos peruanos, todos poetas, todos peleados entre nosotros. /
Con no poco orgullo llamábamos a nuestra buhardilla la Comuna de Passy o Pueblo
Joven Passy”. De esas superpobladas e hiperbólicas buhardillas me hablaba
anoche el poeta peruano Elqui Burgos (Cajamarca, 1946), habitante por entonces de
una chambre de bonne que bien pudiera
ser esa colmena en la rue de Passy a la que se refería Bolaño. Elqui Burgos
llegó a un París que todavía era una postal del cielo de París, y allí decidió
instalarse provisionalmente hasta hacer de la transitoriedad una forma de
permanencia. En sus libros de poemas, los dos primeros reunidos ―con algunos
inéditos― en El Cristo de Elqui
(2003), no aparecen las buhardillas de París, aunque sí un personaje con alma
de clochard y andares baudelerianos
que mira a su alrededor con insolente perplejidad y áspera elocuencia. Su
volumen más reciente, Res mistica
(2012), incluye a un ángel caído en la portada, cortesía de la galerista
Françoise Thuillier, a su vez esposa del autor. En este ejemplo de mística
telúrica, el protagonista absoluto es el cuerpo: un cuerpo que no se identifica
con la crisálida del alma postulada por el cristianismo, sino más bien con una
morada que alberga los estigmas de un mundo en carne viva. Las quejas agonistas
y las imprecaciones blasfemas ―no exentas de una rara piedad― cristalizan en
ese recipiente óseo que se transmuta en “una simple lata de conserva”, “una
ciudad / en estado de emergencia”, una “gota de mundo” y una “brizna de nada”,
pero que también sintetiza la paradoja ascensional de Ícaro y la fabulosa caída
“en el centro de 3 desiertos / el cielo / el mar / y yo”. En estas
composiciones, que mezclan lo terrenal con lo sublime, lo platónico con lo
plutónico, se adivina el conjuro que ha de devolver “a esta tierra / todos los
elqui / que pobre / y carnalmente he sido”. Mientras discutíamos sobre asuntos
más humanos que divinos, Elqui Burgos iba desgranando una toponimia de nombres
que configuraban una geografía física y lírica: Rodolfo Hinostroza, Antonio
Cisneros, José Watanabe, Abelardo Sánchez León, Eduardo González Viaña y Martín
Rodríguez-Gaona.
La ley de las correspondencias me llevó
de vuelta al libro Madrid, línea circular,
de Martín Rodríguez-Gaona (Lima, 1969). En este poemario, reeditado en 2013 por
La Oficina, se aprecia la definitiva sustitución de los asuntos relativos a la
bóveda celeste por “lo que pasa en la calle”. La interdependencia de los
conceptos de centro y periferia, las fluctuaciones de la
memoria y los trasbordos cotidianos convergen en un volumen unitario que puede
leerse como una crónica generacional y como una indagación en los laberintos de
la identidad colectiva. En este viaje al corazón de la ciudad convergen la
degradada musa del distrito 5º de Barcelona a la que cantó Bolaño y la
estructura cíclica de la novela La noria,
donde Luis Romero ofrecía una lectura moral del paisaje y del paisanaje de la
metrópoli. Sin embargo, más allá del recorrido por las terminaciones nerviosas
de la vida urbana, a Rodríguez-Gaona le interesa caminar por el envés de las
palabras, vadear los engañosos espejismos del capitalismo y reflexionar sobre
la constitución de una iconografía pop. Pese a las sustanciales diferencias de
formación y estilo, Elqui Burgos y Rodríguez-Gaona comparten la defensa de una
poesía impura y desarraigada, que se concibe como un diálogo con los demás y
con uno mismo. De ello dan fe las palabras con las que este último pone fin a Madrid, línea circular: “Las últimas
opciones para evitar el naufragio de este libro (¿y el mío propio?) son el
soliloquio enajenado y el diálogo crítico. El discurso y la imagen, en tiempo
real, la palabra que envuelve y la sensación que detiene”.
Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 24 de abril de 2014
miércoles, 23 de abril de 2014
domingo, 20 de abril de 2014
Revistas enredadas
En
un ciberespacio saturado de turistas letraheridos, blogueros implacables y
críticos a vuelatecla, las revistas digitales escenifican una auténtica lucha
por la supervivencia. Si las publicaciones de poesía siempre han sido un
material perecedero, ahora hay que aunar a esa condición la evanescencia del
propio mundo virtual por el que campan a sus anchas. A veces las revistas que
han vivido rápidamente y han muerto en sazón, también han dejado un bonito
cadáver. Ejemplo de esos mausoleos pixelados son Poesía Digital, que desempeñó una importante labor durante 64
números y 5 años; Afterpost, que
apostó decididamente por el “mester de cibervía”; y Pata de Gallo, suplemento de Literaturas.com. Más allá de la vuelta
al “hágalo usted mismo”, la proliferación de revistas en la Red suscita la
pregunta de si el cambio de soporte implica a su vez un cambio en los
contenidos. No se trata de tropezar de nuevo con el famoso adagio de McLuhan
según el cual el medio es el mensaje, sino de advertir hasta qué punto ese
mensaje se sirve de todas las posibilidades que ofrece el medio.
La ingente cantidad de portales de poesía es directamente proporcional a la diversidad de sus planteamientos. Algunas revistas a las que solo es posible acceder en formato papel (Clarín, Turia, Hache) utilizan la pantalla global de Internet para abrir los cajones de sus archivos o proyectarse hacia el horizonte de las redes sociales. En otros casos, la generosidad de la web dota de una segunda vida a publicaciones que tuvieron una primera existencia en la constelación Gutenberg, como La Estafeta del Viento, de la Casa de América; o Nayagua, del Centro de Poesía José Hierro. A medio camino entre lo real y lo virtual se encuentra Catálogos de Valverde 32, coordinada por Raúl Díaz Rosales, que enriquece la versión impresa con un diseño innovador a través de Internet. Asimismo, muchas revistas completamente digitales incluyen poemas, reseñas y entrevistas, aunque su perduración exija a cambio mezclar la poesía con otros géneros (El Coloquio de los Perros) o espaciar la periodicidad, como ocurre con Adarve o con Las Razones del Aviador. La prueba de que esa efervescencia lírica no es ni un sarampión infantil ni un acné juvenil radica en su capacidad para traspasar fronteras ―ahí está Periódico de Poesía, de la Universidad Autónoma de México― y para alimentar nuevas iniciativas, como la de Estación Poesía, capitaneada Antonio Rivero Taravillo, que ha realizado su primera parada en primavera de 2014. Si bien un panorama sobre la poesía en la Red tendría que atender a las hemerotecas y a las egotecas de los blogs, sirva este repaso como manifestación de que los movimientos (incluso los literarios) se demuestran andando.
La ingente cantidad de portales de poesía es directamente proporcional a la diversidad de sus planteamientos. Algunas revistas a las que solo es posible acceder en formato papel (Clarín, Turia, Hache) utilizan la pantalla global de Internet para abrir los cajones de sus archivos o proyectarse hacia el horizonte de las redes sociales. En otros casos, la generosidad de la web dota de una segunda vida a publicaciones que tuvieron una primera existencia en la constelación Gutenberg, como La Estafeta del Viento, de la Casa de América; o Nayagua, del Centro de Poesía José Hierro. A medio camino entre lo real y lo virtual se encuentra Catálogos de Valverde 32, coordinada por Raúl Díaz Rosales, que enriquece la versión impresa con un diseño innovador a través de Internet. Asimismo, muchas revistas completamente digitales incluyen poemas, reseñas y entrevistas, aunque su perduración exija a cambio mezclar la poesía con otros géneros (El Coloquio de los Perros) o espaciar la periodicidad, como ocurre con Adarve o con Las Razones del Aviador. La prueba de que esa efervescencia lírica no es ni un sarampión infantil ni un acné juvenil radica en su capacidad para traspasar fronteras ―ahí está Periódico de Poesía, de la Universidad Autónoma de México― y para alimentar nuevas iniciativas, como la de Estación Poesía, capitaneada Antonio Rivero Taravillo, que ha realizado su primera parada en primavera de 2014. Si bien un panorama sobre la poesía en la Red tendría que atender a las hemerotecas y a las egotecas de los blogs, sirva este repaso como manifestación de que los movimientos (incluso los literarios) se demuestran andando.
Estación Poesía: http://institucional.us.es/estacion/
Publicado en el suplemento "Babelia" del diario El País, el 18 de abril de 2014
Publicado en el suplemento "Babelia" del diario El País, el 18 de abril de 2014
lunes, 7 de abril de 2014
miércoles, 2 de abril de 2014
La ligereza de lo eterno (sobre La huella de la mariposa, de Mahmud Darwix)
Algunos libros hay que empezar a
leerlos por el subtítulo. El que acompaña a La
huella de la mariposa remite escuetamente a un género discursivo y a un
intervalo de fechas: Diario (verano
2006-verano 2007). En efecto, este volumen adopta la apariencia de un
dietario lírico, un bloc de notas o un cuaderno de bitácora donde Mahmud Darwix
(1941-2008) entrega su fe de vida y su testamento ológrafo. Sin embargo, el
lector que espere encontrar aquí la corteza anecdótica del trasiego cotidiano se
sentirá decepcionado. El poeta nos ofrece nada menos que el meollo de la
existencia, ese núcleo universal que los humanistas llamaron alma, y que resulta común a amigos y
enemigos, combatientes y pacifistas, tipos contemplativos e individuos de
acción, palestinos e israelíes.
Impermeable a los credos maniqueos, la obra de Darwix se caracteriza por su inquietud ética y su raigambre cívica. El intento de recomponer una identidad fracturada constituye el eje de unos versos a veces enjutos, y otras veces dilatados hasta el espesor del poema en prosa. Así, si el autor suscribe el “yo es otro” de Rimbaud, no lo hace para mirarse embebecidamente en el espejo de la alteridad ni para salir al teatro del mundo con la máscara tragicómica del comediante. Al contrario, la otredad es aquí una declaración de principios éticos y de fines estéticos, una forma de perplejidad con la que afrontar las nimiedades de la vida o las cicatrices del mapa geopolítico: “Yo no soy yo en Iraq. Tú no eres tú”. Con todo, los títulos que apuntan a ese “yo otro” (“Qué soy sino él”, “Alguien que se persigue a sí mismo”, “Si yo fuera otro”, “Mi poeta/mi otro”) se troquelan sobre la experiencia de quien no renuncia jamás a un vitalismo contagioso. Incluso en aquellos vislumbres prospectivos, en los que el sujeto ha de vérselas con su propia muerte ―que se le aparece personificada, entre la iconografía de Jorge Manrique y la de Ingmar Bergman―, la respuesta del escritor consigue desarmar los argumentos de la mismísima Parca: “Si me dijeran: Esta tarde será tu última tarde, / ¿qué vas a hacer el tiempo que te queda? / ―Miraré el reloj, / me beberé un zumo, / morderé una manzana / […] Miraré de nuevo el reloj: / Me da tiempo a afeitarme / […] Luego, / me iré andando / al cementerio”. Esa lucidez irónica se convierte en el arma secreta de Darwix.
Otro aspecto recurrente es la identidad política, que se presenta bajo el disfraz de una amenaza o de una violencia fratricida. El autor elabora la crónica de un estado de excepción y reivindica un nuevo trazado de fronteras físicas y mentales. De este modo, las elegías por el destino del Líbano (“Más que empatía”, “En Beirut”) y de Iraq (“Larga es la noche de Iraq”) alternan con el correlato histórico (“Nerón”) y con las sátiras que denuncian el espejismo de una falsa democracia (“Urnas”, cuyo comienzo conecta con “Elegido por aclamación”, de Ángel González). En este contexto destacan “Casa asesinada”, inventario de los objetos domésticos que mueren junto a sus dueños, y “Si es que queremos”, un himno comunitario que sustituye las proclamas colectivas por el elogio de la convivencia: “Seremos un pueblo cuando el palestino se acuerde de su bandera solo en los estadios, en los concursos de belleza y el día de la Nakba. Nada más”. Un impulso similar recorre los versos viajeros en los que Darwix da una vuelta por mundo para darle la vuelta a algunos prejuicios y reafirmarse en ciertas creencias. En estos poemas cosmopolitas, cada lugar está asociado con el recuerdo de un autor querido o admirado: Derek Walcott (“En Córdoba”), Mark Strand (“En Madrid”), Naguib Mahfuz (“En una barca en el Nilo”), Salim Barakat (“En Skogås”), o Peter Brook (“Boulevard Saint-Germain”). Sin embargo, lejos del homenaje cortés que solemos atribuir a la lírica de circunstancias, estas composiciones funcionan como una amarga meditación acerca de una patria perdida y de un exilio reencontrado: “Es libre quien puede elegir su exilio / de algún modo…”.
Finalmente, cabe resaltar la plasmación de la propia identidad literaria. Aunque renuente a las afirmaciones programáticas y a las sinuosidades intelectuales, Mahmud Darwix recoge un apretado prontuario de ideas estéticas. El libro transita desde la cadencia estacional del poema en prosa (“Un verano otoñal sobre las colinas, como un poema en prosa”) hasta la semiótica del paisaje: “Las chumberas que flanquean las entradas de los pueblos han sido siempre las guardianas de los signos”. La concepción de la metáfora como refugio ante la intemperie se alía con la defensa de la elocuencia que subyace en el silencio. La tensión dialéctica entre “la riqueza de la metáfora” y “la pobreza del habla” abre un horizonte de posibilidades expresivas donde convergen el placer de la sinestesia, la astucia de la alegoría y el pecado del simbolismo. Pero la retórica que más le interesa al autor es la que se desprende de la claridad de las cosas, de una sencillez que quisiera imitar la naturalidad del cielo despejado y del adjetivo denotativo. A medio camino entre la impureza y la esencialidad, Darwix define el proceso creativo como la manifestación de una carencia, arrastrada por la vorágine de la tragedia o sublimada mediante un peculiar sentido del humor: “Camino entre Homero, al-Mutanabbi, Shakespeare… y me tropiezo como un camarero novato en una recepción real”. Quizá la mejor muestra de esa felicidad fugitiva se localice en el texto que da título al conjunto, en el que el poeta aspira a capturar la “ligereza de lo eterno en lo cotidiano”.
En definitiva, La huella de la mariposa culmina uno de los proyectos artísticos e ideológicos más apasionantes de los últimos tiempos. La luminosa traducción de Luz Gómez consigue que nos olvidemos de que las palabras de Mahmud Darwix fueron escritas originalmente en otro idioma. Ya se sabe que la gran poesía habla siempre en esperanto.
Impermeable a los credos maniqueos, la obra de Darwix se caracteriza por su inquietud ética y su raigambre cívica. El intento de recomponer una identidad fracturada constituye el eje de unos versos a veces enjutos, y otras veces dilatados hasta el espesor del poema en prosa. Así, si el autor suscribe el “yo es otro” de Rimbaud, no lo hace para mirarse embebecidamente en el espejo de la alteridad ni para salir al teatro del mundo con la máscara tragicómica del comediante. Al contrario, la otredad es aquí una declaración de principios éticos y de fines estéticos, una forma de perplejidad con la que afrontar las nimiedades de la vida o las cicatrices del mapa geopolítico: “Yo no soy yo en Iraq. Tú no eres tú”. Con todo, los títulos que apuntan a ese “yo otro” (“Qué soy sino él”, “Alguien que se persigue a sí mismo”, “Si yo fuera otro”, “Mi poeta/mi otro”) se troquelan sobre la experiencia de quien no renuncia jamás a un vitalismo contagioso. Incluso en aquellos vislumbres prospectivos, en los que el sujeto ha de vérselas con su propia muerte ―que se le aparece personificada, entre la iconografía de Jorge Manrique y la de Ingmar Bergman―, la respuesta del escritor consigue desarmar los argumentos de la mismísima Parca: “Si me dijeran: Esta tarde será tu última tarde, / ¿qué vas a hacer el tiempo que te queda? / ―Miraré el reloj, / me beberé un zumo, / morderé una manzana / […] Miraré de nuevo el reloj: / Me da tiempo a afeitarme / […] Luego, / me iré andando / al cementerio”. Esa lucidez irónica se convierte en el arma secreta de Darwix.
Otro aspecto recurrente es la identidad política, que se presenta bajo el disfraz de una amenaza o de una violencia fratricida. El autor elabora la crónica de un estado de excepción y reivindica un nuevo trazado de fronteras físicas y mentales. De este modo, las elegías por el destino del Líbano (“Más que empatía”, “En Beirut”) y de Iraq (“Larga es la noche de Iraq”) alternan con el correlato histórico (“Nerón”) y con las sátiras que denuncian el espejismo de una falsa democracia (“Urnas”, cuyo comienzo conecta con “Elegido por aclamación”, de Ángel González). En este contexto destacan “Casa asesinada”, inventario de los objetos domésticos que mueren junto a sus dueños, y “Si es que queremos”, un himno comunitario que sustituye las proclamas colectivas por el elogio de la convivencia: “Seremos un pueblo cuando el palestino se acuerde de su bandera solo en los estadios, en los concursos de belleza y el día de la Nakba. Nada más”. Un impulso similar recorre los versos viajeros en los que Darwix da una vuelta por mundo para darle la vuelta a algunos prejuicios y reafirmarse en ciertas creencias. En estos poemas cosmopolitas, cada lugar está asociado con el recuerdo de un autor querido o admirado: Derek Walcott (“En Córdoba”), Mark Strand (“En Madrid”), Naguib Mahfuz (“En una barca en el Nilo”), Salim Barakat (“En Skogås”), o Peter Brook (“Boulevard Saint-Germain”). Sin embargo, lejos del homenaje cortés que solemos atribuir a la lírica de circunstancias, estas composiciones funcionan como una amarga meditación acerca de una patria perdida y de un exilio reencontrado: “Es libre quien puede elegir su exilio / de algún modo…”.
Finalmente, cabe resaltar la plasmación de la propia identidad literaria. Aunque renuente a las afirmaciones programáticas y a las sinuosidades intelectuales, Mahmud Darwix recoge un apretado prontuario de ideas estéticas. El libro transita desde la cadencia estacional del poema en prosa (“Un verano otoñal sobre las colinas, como un poema en prosa”) hasta la semiótica del paisaje: “Las chumberas que flanquean las entradas de los pueblos han sido siempre las guardianas de los signos”. La concepción de la metáfora como refugio ante la intemperie se alía con la defensa de la elocuencia que subyace en el silencio. La tensión dialéctica entre “la riqueza de la metáfora” y “la pobreza del habla” abre un horizonte de posibilidades expresivas donde convergen el placer de la sinestesia, la astucia de la alegoría y el pecado del simbolismo. Pero la retórica que más le interesa al autor es la que se desprende de la claridad de las cosas, de una sencillez que quisiera imitar la naturalidad del cielo despejado y del adjetivo denotativo. A medio camino entre la impureza y la esencialidad, Darwix define el proceso creativo como la manifestación de una carencia, arrastrada por la vorágine de la tragedia o sublimada mediante un peculiar sentido del humor: “Camino entre Homero, al-Mutanabbi, Shakespeare… y me tropiezo como un camarero novato en una recepción real”. Quizá la mejor muestra de esa felicidad fugitiva se localice en el texto que da título al conjunto, en el que el poeta aspira a capturar la “ligereza de lo eterno en lo cotidiano”.
En definitiva, La huella de la mariposa culmina uno de los proyectos artísticos e ideológicos más apasionantes de los últimos tiempos. La luminosa traducción de Luz Gómez consigue que nos olvidemos de que las palabras de Mahmud Darwix fueron escritas originalmente en otro idioma. Ya se sabe que la gran poesía habla siempre en esperanto.
(Publicado en Turia, núms. 109-110, pp. 464-466)
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