No
son pocas las colecciones de poesía que aspiran a dejar su impronta en la
convulsa constelación editorial de nuestros días. Mientras que algunas aparecen
y desaparecen como satélites fugaces, otras presentan una atmósfera respirable
y exhiben una vocación de permanencia. Entre estas últimas cabe destacar la
colección “El Levitador”, de la editorial Polibea, que está construyendo un
catálogo consistente con una única arma secreta: el criterio. Bajo la dirección
de Juan José Martín Ramos, ya han levitado títulos de autores como Javier
Lostalé, José Cereijo, Bárbara Butragueño, Aitor Francos o Sergi Gros. La
convivencia de nombres consolidados y voces nuevas es otro aliciente para aquellos
lectores que no solo buscan la evidencia de lo que ya saben, sino que se
entregan al placer del descubrimiento. En las siguientes líneas me voy a
centrar en las obras más recientes de Francisco José Martínez Morán y Verónica
Aranda: dos autores que cuentan con una relevante trayectoria, pero que aún
constituyen una parte joven de la última “poesía joven” (paréntesis retórico:
aunque esto parezca un pleonasmo, es más bien una lítote).
En Obligación, Francisco José Martínez Morán (1981) incide en las
constantes vitales de Tras la puerta
tapiada (Premio “Hiperión”) y tiende hacia una mayor depuración formal. Como
señala Juan Antonio González Iglesias en el prólogo, estamos ante “un libro
barroco en sus formas y romántico en su contenido”. En efecto, existe en los
versos de Martínez Morán una corriente subterránea que amenaza con
desestabilizar la sólida arquitectura del poema. El primer apartado ofrece una
lección del vacío a partir de dos emblemas: la grieta y la ruina. Si la primera
indica la discontinuidad entre el tiempo y la materia, la segunda muestra la
sutura espacial entre “el escombro y la mirada”. La siguiente sección es a la
vez un catálogo de trabajos de amor perdidos (o ganados) y un tratado neocartesiano
sobre las pasiones del alma. Las incontables arenas de Catulo, las “medulas que
han gloriosamente ardido” y las batallas de amor en las que combatió Aldana se
dan cita en una peculiar reescritura de las metáforas del erotismo. Finalmente,
la última parte aborda el edificio de la palabra. Los homenajes a Anna Ajmátova
y a Zbgniew Herbert conviven con las cartografías convertidas en verbo, como
las viejas fachadas de Lisboa o las aguas corrientes del río Moldava. En suma,
las piezas breves y densas de Obligación
nos recuerdan que una de la funciones de la poesía es hacer habitable la
intemperie: “Si miro más allá, / catalogo el destierro”.
El arte de la brevedad cristaliza
también en Lluvias continuas, de
Verónica Aranda (1982), una gavilla de haikus nómadas en los que se dan cita la
caducidad del instante y la transitoriedad de los lugares de paso. Como sabe el
aficionado al género, el haiku es para la autora mucho más que el juego de las
tres en raya. Se trata de una manera de contemplar la realidad y de hacer
“camino al andar”. Por eso, en la senda de Lluvias
continuas, el paisaje tiene tanta relevancia como el paisanaje. El mendigo
del páramo, el monje albino o los vendedores del mercado pueblan unos versos
que resemantizan el viejo concepto de la aldea global. Así, estos haikus se
pasean por el zoco de Fez, se bañan dos veces en el mismo Ganges y se dejan
deslumbrar por la luz de la Alfama. Tan atenta al espectáculo de lo sublime
(“Inmensidad: / el cóndor sobrevuela / las cataratas”) como a la lírica de lo
insignificante (“¡Zas! La luciérnaga. / Se ilumina un instante / el cubo de
agua”), Verónica Aranda tiene la capacidad de sintetizar tradición y
modernidad. En Lluvias continuas puede
escucharse la música del mundo y el latido cordial del universo. Ojalá sigamos
levitando un buen rato.