La poesía contemporánea tiene dificultades
a la hora de plasmar la relación del sujeto con el paisaje. ¿Qué hacer en el
siglo XXI con los soles ponientes, los bosques nemorosos, los grandes lagos y
las avecillas que cantaban al albor? Es más, ¿cómo interactuar con los
rascacielos, los pasos de cebra y los supermercados en rebajas? Después de los
fervores románticos y de las displicencias simbolistas, se diría que ha
desaparecido la posibilidad de convivir con el paisaje como realidad medular, y
hasta de utilizarlo como decorado convincente. Coleridge y Wordsworth pensaban con la naturaleza, ese espejo donde se
remansaba el mundo espiritual, y Baudelaire convirtió su modalidad del paseo
parisino —el afán ambulatorio sin rumbo fijo— en una de las bellas artes. Con
la llegada del siglo XX, el paisaje quedó relegado a un escenario más o menos difuso,
que muda la piel en correlato objetivo o que tematiza la aspiración ascensional
del poeta. Los mejores paisajistas, como Claudio Rodríguez, se encuentran con
la topografía del lugar ameno cuando buscan otra cosa, más allá de las formas y
más acá del deslumbramiento. Y los cantores de lo urbano, como García Lorca, no
tienen más remedio que suplir, mediante un torbellino metafórico, los perfiles
del skyline neoyorquino.
Convengamos
en que hay paisajes y paisajes. Desde luego, no es lo mismo adentrarse en la
inmensidad químicamente pura del desierto de los Monegros que abordar las
reservas naturales del mar Báltico. Después de recorrer una pequeña porción de
la Península Escandinava, entiendo mejor a Tranströmer, uno de los pocos
autores actuales que se han atrevido a responder a la pregunta que formulaba
líneas atrás. Según el escritor sueco, todavía hay futuro para el paisaje,
aunque ese porvenir pase por trocearlo, deconstruirlo, descomponerlo en mónadas
de sentido. Lo peculiar es que este découpage
no funciona como un collage simultaneísta ni como un ready made duchampiano. No se trata de vulnerar la mirada ni de poner
trabas a la contemplación, a la manera de un elaborado trampantojo. Y menos aún
de transportar el vago universo de los sentimientos a un entorno alegórico.
Para Tranströmer, la naturaleza solo es naturaleza. Eso sí, su poetización
requiere un ejercicio de concreción, una metonimia continuada donde la parte
vale por el todo: ramas en vez de árboles, velas blancas en vez de mares
embravecidos, bocetos luminosos en vez de cuadros acabados.
En
“El cielo a medio hacer”, de título harto elocuente, la reflexión existencial
se pronuncia en los siguientes términos: “Bajo nosotros, la tierra infinita. /
Brilla el agua entre árboles. / La laguna es una ventana abierta a la tierra”. En
entregas posteriores hallamos nuevas pruebas de esa precisión icónica. Así se
describe una ciudad anónima: “Hoy será un día de calor sobre el asfalto. / Las
señales de tráfico tienen párpados caídos”. Incluso cuando el autor se disfraza
de turista, en “Lisboa”, los inevitables tranvías amarillos coexisten con el
detalle microscópico: “Vi fachadas, fachadas, fachadas / y muy alto, en una
ventana, un hombre / que con prismáticos miraba el mar”. Los límites de ese
paisajismo se apuntan en 29 haikus y
otros poemas (2003), donde solo quedan en pie los andamios versales desde
los que el poeta se asoma al misterio: “Pinos rajados / en el mismo pantano. /
Siempre y siempre”, “Ya el sol parte. / Mira el remolcador, / cara de bulldog”,
“Extraño bosque: / Dios sin dinero vive. / Claras murallas”, “Allí yo estuve: /
sobre un muro encalado, / mitin de moscas”.
Tranströmer
parece asediar lo real desde la ventanilla de un autobús: lo que ve es
fragmentario, admite interrupciones y se ajusta al dinamismo perceptual de los
tiempos (pos)modernos. En una nutshell
—esa cáscara anglosajona que lo resume todo—, al paisaje aún le quedan muchas
estrofas que decir y muchos secretos que desvelar.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 27 de septiembre de 2012)