jueves, 30 de enero de 2014

Música con cámara



Según la célebre sentencia atribuida a Napoleón, la música no solo sería la más inmaterial de las artes, sino el menos desagradable de los ruidos. Mi oído napoleónico no parece haber sido adiestrado para percibir los matices armónicos ni para vibrar cordialmente con la música llamada “clásica”. Cierto que ese desinterés no se extiende a toda la música; otro cantar serían los himnos contemporáneos. En resumidas cuentas, antes de los Beatles, para mí el mundo del pentagrama era un erial. Algunas veces me he preguntado por las causas de esa incapacidad, sin llegar a ninguna conclusión saludable. Por supuesto, he intentado paliar mi funcional analfabetismo melódico en diversas ocasiones, pero siempre con escasa fortuna. Hasta ahora había barajado una hipótesis no del todo descabellada. Quizá por deformación profesional, tiendo a buscar el juego de palabras en la música. Si Bach hubiera compuesto sus variaciones Goldberg con las letras propias del Sr. Chinarro ―pongamos por caso―, no es improbable que hubiera acabado siendo fan del de Turingia. Pero reconozco que a estas alturas de mi vida estaba a punto de abdicar: la mejor sinfonía me parece el hilo musical del ascensor al lado de la baraúnda guitarrera e infernal de la Velvet Underground.
            Esta pintoresca convicción había guiado mis pasos y mi oreja hasta el día 1 de enero. Escuchando en la televisión ―y no es una sinestesia― el concierto de Año Nuevo, con su quincallería fin de siècle y su ortopedia vienesa, lo descubrí de repente. Mi problema con la música clásica es que no consigo verla. Puedo soportar no oír algo, las texturas no son mi fuerte, carezco de olfato de sabueso, y mi paladar solo ha aprendido en estos años a distinguir el sabor del Rioja frente al Ribera del Duero. Pero no alcanzar a ver algo, eso sí que es un drama. Si escucho Las cuatro estaciones de Vivaldi no me imagino el estallido de la primavera ni la hojarasca otoñal, sino que me doy de bruces con el rostro circunspecto de quien atrapa el violín con delicuescente pasión. Si la orquesta interpreta el Danubio azul no contemplo el Danubio ―ni siquiera el Duero o el Pisuerga―, y lo mismo me sucede con los claros de luna, los cisnes lacustres y otras piezas más o menos descriptivas. No obstante, hay algunas excepciones. Sentí verdadera conmoción con el tema principal de Jennie ―esa película surrealista de William Dieterle― antes de descubrir que se trataba de la Arabesque nº1 de Debussy. Odiaba a Wagner hasta que su atronadora Cabalgata de las valquirias acompañó el ruido de los helicópteros en Apocalypse now. Así que aún hay esperanza. No me gusta la música de cámara, de acuerdo. Pero admito mi debilidad por la música con cámara. Claro, no me refiero a esas películas en las que de pronto, como movidos por un resorte, los protagonistas se ponen a cantarse sus vidas. Estoy hablando de la auténtica música. Solo tengo que convertirla en banda sonora. ¿O acaso John Williams no está considerado el heredero natural de los grandes compositores clásicos?
            En fin, mientras seguía el concierto de Año Nuevo, me dejaba arrastrar por el influjo de los acordes cuando la imagen viajaba por los rincones de Austria y Baviera. Sin embargo, cuando el plano se detenía en el grupo liderado por la flamígera batuta de Barenboim, volvía a desentenderme de la melodía para centrarme en la expresión eólica de quienes se aplicaban a los instrumentos de viento, la flexibilidad apolínea de quienes pulsaban la cuerda o el furor saturnal de quienes golpeaban la percusión. A partir de ahora me he propuesto ser un aplicado melómano, a condición de que no se me exija la gabela de prescindir de la mirada. Por ahí sí que no paso.

Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 30 de enero de 2014

sábado, 18 de enero de 2014

Mis padres. Romeo y Julieta, de Pablo Fidalgo Lareo




La ópera prima de Pablo Fidalgo Lareo (Vigo, 1984), La educación física, lo convirtió de inmediato en uno de los nombres más destacados de la joven “poesía joven” (y no se trata de un caprichoso pleonasmo). Después de La retirada, el nuevo libro del autor explora una sugerente faceta de la identidad: los vínculos entre el sujeto y su entorno familiar. Sin embargo, Pablo Fidalgo no se va por las ramas del árbol genealógico, sino que conjuga pasado y presente con un verbo preciso y una lucidez escéptica: “Mi vida fue una mala idea / que se ha extendido demasiado”. Estas páginas recrean una memoria personal que funciona también como crónica de la España reciente. Así, el poeta reproduce su particular viacrucis desde una casa tomada por las sombras hasta el corazón de una patria cainita: “Mi doble vida es exactamente / la doble vida de mi país”. No obstante, el núcleo del volumen desarrolla el tema del amor imposible ―metaforizado por la pareja trágica que Shakespeare regaló a la eternidad― para dar otra vuelta de tuerca a los engranajes teatrales y sentimentales. Lejos de los enredos de Capuletos y Montescos, el autor opta por una escenificación polifónica que ofrece distintas versiones de una misma historia: la separación de los padres del yo lírico. A veces los personajes monologan sobre sus delitos y faltas, como en los apartes del Woody Allen serio; y otras veces el hijo se erige en espectador y crítico de la obra representada: “Siempre acaba absurdamente la vida / de los grandes amantes y de sus hijos / heridos por la literatura. / Romeo y Julieta, Travis y Jane, Lima y Belano”. Sin concesiones a la autocompasión, este libro se perfila como un ajuste de cuentas con la propia biografía (de algún modo, como Tiempo de vida, de Giralt Torrente). Pese a lo exiguo de su anécdota, los numerosos aciertos de Mis padres: Romeo y Julieta no merecen enmarcarse en el movedizo margen de las promesas, sino en la tierra firme de las evidencias.



Publicado en el suplemento "Babelia" del diario El País, el 18 de enero de 2014

sábado, 11 de enero de 2014

El falso techo, de Erika Martínez



Los versos encendidos de Color carne y los deslenguados aforismos de Lenguaraz han consagrado a Erika Martínez (1979) como una de las voces más firmes de la lírica reciente. En la intersección entre lo histórico y lo doméstico, El falso techo despliega las sucesivas intemperies de una realidad a la que se le han sustraído las perspectivas de futuro (el tejado) y las seguridades del pasado (los cimientos). El itinerario arranca con la imagen plurisignificativa de la casa, a la vez recinto claustral, atávico emblema de lo femenino y espejismo de la protección oficial. La voluntad de contar la historia “desde abajo”, según la teoría de Brecht, desemboca en un relato fragmentario, guiado por las contradicciones entre la quinta marcha del progreso y los residuos de la conciencia colectiva. La escritura de Erika Martínez ―desarraigada en términos de Dámaso Alonso, pero enraizada en la cotidianidad― profesa fe en la incertidumbre, sospecha de los grandes discursos y desconfía de toda razón narrativa: “Sigo las instrucciones de esta lavadora / porque ya no quedan biblias / y he extraviado la ley”. Tras verbalizar la toma de tierra, el “segundo techo” del volumen muestra a un yo en tránsito, que “va de vuelo” por el espacio aéreo del siglo XXI. En estos textos turbulentos, que a veces se expanden hasta el versículo, el sujeto reflexiona con amarga ironía sobre un modelo de producción capaz de transformar los sórdidos escenarios de la explotación en los seductores escaparates del consumo. La asepsia emotiva del viaje se proyecta en un paisaje prosaico y desvitalizado, donde “el campo arado sueña / su código de barras”. Menos compacta en sus temas, la última sección del volumen aborda los códigos simbólicos que gobiernan el discurso privado. La poesía impura de El falso techo reivindica la dimensión política de la identidad y certifica un compromiso sin conservantes, edulcorantes ni afanes redentoristas, que se conforma con invitarnos a pensar y con hacernos sonreír. Nada menos.


Publicado en el suplemento "Babelia" del diario El País, el 11 de enero de 2014