Según
la célebre sentencia atribuida a Napoleón, la música no solo sería la más
inmaterial de las artes, sino el menos desagradable de los ruidos. Mi oído
napoleónico no parece haber sido adiestrado para percibir los matices armónicos
ni para vibrar cordialmente con la música llamada “clásica”. Cierto que ese
desinterés no se extiende a toda la música; otro cantar serían los himnos
contemporáneos. En resumidas cuentas, antes de los Beatles, para mí el mundo
del pentagrama era un erial. Algunas veces me he preguntado por las causas de
esa incapacidad, sin llegar a ninguna conclusión saludable. Por supuesto, he
intentado paliar mi funcional analfabetismo melódico en diversas ocasiones,
pero siempre con escasa fortuna. Hasta ahora había barajado una hipótesis no
del todo descabellada. Quizá por deformación profesional, tiendo a buscar el
juego de palabras en la música. Si Bach hubiera compuesto sus variaciones
Goldberg con las letras propias del Sr. Chinarro ―pongamos por caso―, no es
improbable que hubiera acabado siendo fan del de Turingia. Pero reconozco que a
estas alturas de mi vida estaba a punto de abdicar: la mejor sinfonía me parece
el hilo musical del ascensor al lado de la baraúnda guitarrera e infernal de la
Velvet Underground.
Esta pintoresca convicción había
guiado mis pasos y mi oreja hasta el día 1 de enero. Escuchando en la
televisión ―y no es una sinestesia― el concierto de Año Nuevo, con su
quincallería fin de siècle y su
ortopedia vienesa, lo descubrí de repente. Mi problema con la música clásica es
que no consigo verla. Puedo soportar
no oír algo, las texturas no son mi fuerte, carezco de olfato de sabueso, y mi
paladar solo ha aprendido en estos años a distinguir el sabor del Rioja frente
al Ribera del Duero. Pero no alcanzar a ver algo, eso sí que es un drama. Si
escucho Las cuatro estaciones de
Vivaldi no me imagino el estallido de la primavera ni la hojarasca otoñal, sino
que me doy de bruces con el rostro circunspecto de quien atrapa el violín con
delicuescente pasión. Si la orquesta interpreta el Danubio azul no contemplo el Danubio ―ni siquiera el Duero o el
Pisuerga―, y lo mismo me sucede con los claros de luna, los cisnes lacustres y
otras piezas más o menos descriptivas. No obstante, hay algunas excepciones.
Sentí verdadera conmoción con el tema principal de Jennie ―esa película surrealista de William Dieterle― antes de
descubrir que se trataba de la Arabesque
nº1 de Debussy. Odiaba a Wagner hasta que su atronadora Cabalgata de las valquirias acompañó el ruido de los helicópteros
en Apocalypse now. Así que aún hay
esperanza. No me gusta la música de cámara, de acuerdo. Pero admito mi
debilidad por la música con cámara. Claro, no me refiero a esas películas en
las que de pronto, como movidos por un resorte, los protagonistas se ponen a
cantarse sus vidas. Estoy hablando de la auténtica música. Solo tengo que
convertirla en banda sonora. ¿O acaso John Williams no está considerado el
heredero natural de los grandes compositores clásicos?
En fin, mientras seguía el concierto
de Año Nuevo, me dejaba arrastrar por el influjo de los acordes cuando la
imagen viajaba por los rincones de Austria y Baviera. Sin embargo, cuando el
plano se detenía en el grupo liderado por la flamígera batuta de Barenboim,
volvía a desentenderme de la melodía para centrarme en la expresión eólica de
quienes se aplicaban a los instrumentos de viento, la flexibilidad apolínea de
quienes pulsaban la cuerda o el furor saturnal de quienes golpeaban la
percusión. A partir de ahora me he propuesto ser un aplicado melómano, a
condición de que no se me exija la gabela de prescindir de la mirada. Por ahí
sí que no paso.
Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 30 de enero de 2014
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