Contar
y cantar la pérdida han sido siempre dos métodos eficaces para superar el
duelo. Desde que Beatrice
Portinari abandonara la faz de la tierra para instalarse en el paraíso
concéntrico de Dante, la literatura se ha encargado de sublimar la ausencia de
la amada. A medio camino entre la “verdura de las eras” y las puertas del
cielo, Jorge Manrique revivió la muerte de su padre con unas coplas de pie
quebrado que serían al mismo tiempo una fuente de metáforas funerarias y una
ametralladora de lugares comunes. Y el desgarrador planto de Pleberio en La Celestina quizá represente la mejor
síntesis de la ruptura del orden natural que provoca la muerte de un hijo.
Amalia Bautista lo ha dicho en unos versos que valen por toda la posmodernidad:
“Al cabo, son poquísimas las cosas / que de verdad importan en la vida: / poder
querer a alguien, que nos quieran / y no morir después que nuestros hijos”.
Dos libros recientes se inspiran en
la muerte de un hermano: la novela Los
que miran (Fórcola), de Remedios Zafra, y el poemario Canal (Hiperión), de Javier Fernández. En ambos ejemplos, la
peculiaridad reside en que los autores se distancian del perímetro de la
autoficción para aproximarse a estrategias discursivas propias del ensayo (en
el caso de Zafra) o de la narrativa (en el caso de Fernández). Esa
permeabilidad genérica no solo rompe las expectativas del lector, sino que
permite recalificar uno de los grandes
loci literarios: la línea movediza que separa la morada de los vivos y la
tierra de los muertos.
Los que miran es la primera
novela de Remedios Zafra y la primera entrega de la colección “Ficciones”, de
la editorial Fórcola. Sin embargo, la madurez creativa de la autora queda
patente en una obra que constituye un conturbador réquiem, un paseo por los
espejismos de la memoria, una reescritura de las “palabras de la tribu” e
incluso un ensayo de pedagogía doméstica, a partir de la relación de la
protagonista con su sobrino. No obstante, todos estos aspectos se subordinan a
la pulsión óptica del relato, a una fascinante aventura escópica donde
convergen la obsesión por la mirada, la carne pixelada en sucesivas pantallas y
la secreción de las lágrimas. De este modo, Zafra elabora un tratado portátil
sobre la omnivisión a la que nos condena una realidad hiperconectada. “Nada le
interesa más que un objeto que congregue imágenes”, dice la narradora a
propósito de su sobrino, aunque la frase podría aplicarse perfectamente al
dispositivo novelesco. Así, los capítulos se encadenan mediante fundidos,
reiteraciones y retrocesos, como si fueran las secuencias de una película en
Súper 8 o las escenas de un documental recurrente. Gracias a la densidad
reflexiva de la escritura, con ocasionales incursiones líricas, Zafra logra
dotar de valor simbólico a la pérdida real y de dimensión colectiva al dolor
individual.
Por su parte, Javier Fernández obtuvo
el Premio “Ciudad de Córdoba-Ricardo Molina” por Canal. A lo largo de sesenta poemas en prosa y una extensa coda, el
escritor apuesta por una técnica hiperrealista y por una textura fotográfica
para indagar en el trauma de una ausencia: “Mi hermano Miguel murió el 5 de
marzo de 1975, tres semanas antes de su sexto cumpleaños”. La muerte accidental
del hermano, en el canal que da título al volumen, es el detonante de un
exorcismo coral que funciona a la vez como crónica de la disolución del núcleo
familiar y como reafirmación de la identidad subjetiva, más allá de la mera
condición de superviviente: “Hace diez años, cuando me sinceré y le conté el
incidente a un amigo, este me contestó con asombro: Ah, pero ¿era tu hermano?”. Entre el relato minimalista, el
reportaje periodístico y la autobiografía fragmentaria, Javier Fernández
demuestra en Canal que la voluntad
terapéutica no está reñida con la intensidad artística. Sin concesiones
sentimentales, pero con una soterrada ternura, he aquí dos libros que nos
enseñan a habitar la herida. Aristóteles lo llamó catarsis.
Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de mayo de 2016