jueves, 28 de abril de 2016

Poesía habitable: EL BOSQUE SIN REGRESO y CARRUSEL





Una de las mejores cosas que le han pasado a la lírica española reciente es la aparición de revistas que vienen a insuflar aire nuevo a un género en peligro de extinción. Algunas de esas iniciativas ecológicas se llaman Anáfora, Años Diez o Estación Poesía. El maquinista de esta última, Antonio Rivero Taravillo, y una de sus más fieles fogoneras, Ioana Gruia, han dado a las prensas sendos libros que demuestran que la poesía se parece más a un lugar habitable que a una reserva protegida.

La sobriedad expresiva y la ironía cómplice son las claves de El bosque sin regreso (La Isla de Siltolá, 2016), un libro que agita en el mismo vaso el whisky irlandés y el hielo de una historia sentimental que ya ha cristalizado en la memoria. El poemario de Rivero Taravillo supone en realidad una declaración de amor en voz alta: a la ciudad de Dublín y a las lecturas de cabecera. La versatilidad retórica y la gravedad disfrazada de ligereza constituyen las marcas de un autor que se mueve como pez en distintas aguas: la elegía gaélica (“Innisfree”), la exploración de las identidades apócrifas (el díptico “La otra” y “El otro”) y el parpadeo del haiku. El escritor conversa con Yeats, Joyce, Cernuda o Cirlot –a los que también se ha aproximado como crítico− y revive los fragmentos de un amor fou que oscila entre la plenitud del recuerdo y el fatalismo estoico. A ratos cerca de la lúdica lucidez de un Víctor Botas y a ratos cerca del registro meditativo de un Zbigniew Herbert, el escritor encuentra en estos versos a su propio don Cogito, ese personaje desdoblado que era a la vez una proyección psíquica y un Pepito Grillo impenitente: “Aquel que firma mis papeles, / el que va a clase a hablar de poesía, / el que pasa la ITV del coche / pero nunca pasaría la del alma”. Rivero Taravillo propone aquí una inteligente actualización de mitos personales y lugares comunes, como revelan el guiño cinéfilo de “El mapa del tiempo” y la revisitación de Orfeo en el metro de Madrid: “Adiós, Eurídice, ya siempre / esa boca de metro te tendrá / igual que las losetas y el rótulo que afirma / (como si hiciera falta recordarlo): / ‘Retiro’”. No se les ocurra perderse (en) este bosque animado.

Por su parte, en Carrusel (Visor, 2016, XIV Premio “Emilio Alarcos”), Ioana Gruia se sumerge en el río heraclitiano de la memoria colectiva y de la identidad privada. Ambientada en la Rumanía natal de la autora, la primera sección del libro plantea un ajuste de cuentas entre la niña de entonces y la mujer de ahora: así, quien habita “en la antigua avenida de mi infancia” viene a sacarle los colores al sujeto adulto del presente. Los signos de una modernidad que “llegaba a ritmo de lambada y Jackson, / de botellas de Coca-Cola y Pepsi” se troquelan sobre el telón de “un país cruel e incomprensible”, sometido a una férrea vigilancia policial. Estas secuencias dejan paso a la herida en carne viva que atraviesa los apartados siguientes. La fractura del fracaso, la piel del pensamiento o la corteza de una megalópolis hostil se encarnan en los correlatos históricos de Walter Benjamin y Sylvia Plath, ejemplos de la intemperie emotiva que Gruia ha abordado en su sugerente ensayo La cicatriz en la literatura europea contemporánea (Renacimiento, 2016). “Estoy hecha de grietas, de fisuras”, dice Sylvia Plath en un monólogo, y en la página siguiente escuchamos un grito coral por la tragedia cotidiana de la inmigración, simbolizada en los cadáveres que desembocan en una playa anónima. En contraste con esta visión desencantada, las últimas secciones buscan antídotos eficaces en algunas canciones, en ciertos paisajes y en los destellos de la vida en común, en la que se funden la salvación por la palabra y el refugio de la maternidad. Frente a los ruinosos emblemas de la usura del tiempo, como el carrusel oxidado que da título al libro, la autora reivindica una poesía acogedora, destilada en el crisol de la experiencia pero elevada a una potencia universal. 



Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 28 de abril de 2016

lunes, 4 de abril de 2016

Camino al andar: más sobre LOS ALLANADORES, de Carlos Pardo



Está visto que los movimientos ―también los literarios― se demuestran andando. En este sentido, la senda por la que avanza Carlos Pardo (1975) en Los allanadores no sigue un itinerario predecible, sino que evoluciona a través de sacudidas violentas, baches expresivos y sinuosidades tonales. No obstante, los aciertos del libro provienen de ese aparente desajuste entre lo sublime y lo vulgar, la imagen poética y el injerto prosaico, la expansión confesional y el recorte figurativo. En Echado a perder (2007), el escritor ya había relatado la microepopeya de un sujeto desenfocado, proclive a las rupturas lógicas y al pensamiento retráctil que los postestructuralistas denominaron cogito interruptus. Sin embargo, la perspectiva urbana y el minimalismo ilustrado de aquel volumen desaparecen ahora en una entrega que despliega una densa trama autobiográfica, al punto de que algunas composiciones versifican episodios incluidos en las páginas de El viaje a pie de Johann Sebastian (2014), a la vez autoficción testimonial e instalación narrativa. Con todo, la “Nota” final de Los allanadores advierte de que “la poesía, aunque coquetee con la autobiografía [...], es una disciplina de la desposesión”. En efecto, aquí no hay caídas en el egotismo ni descensos a los infiernos del melodrama familiar. Al contrario, el autor se apresura a sellar las grietas por las que podrían filtrarse las humedades del patetismo: “permite que me ahorre / la efusividad”. Los clichés posmodernos y las repentinas bajadas de tensión lírica no hacen de Los allanadores una autopsia incompasiva, sino que conducen a una fusión en la que los incisos digresivos polemizan con la taxatividad apodíctica, los giros sinfónicos coexisten con los loops sincopados y las arborescencias textuales crecen en el mismo suelo donde arraiga la estética-bonsái del haiku.

            Los allanadores se estructura en tres secciones: “El hombre indivisible”, “Calipso” y “Los armónicos”. La primera revela cierta continuidad con los temas y tonos de Echado a perder. Los poemas de este apartado se enmarcan en el entorno doméstico, indagan en las contradicciones de la vida en pareja (“Me he enamorado / porque no has hecho casi nada”), exhiben los residuos biodegradables del ser y exploran el lado insólito de las escenas cotidianas. Atrapado entre la herencia genética y el libre albedrío, Carlos Pardo se atreve en ocasiones a escribir con la mano en el pecho y a corazón abierto. Así lo demuestran algunas piezas fragmentarias, pero en las que subyace una intensidad poco frecuente. Dos ejemplos son “Semana” y “El hombre indivisible”, que termina con un precario equilibrio de fuerzas: “Una / especie de perseverancia / en esta convivencia / que no vas a agradecerme”. No obstante, en esta sección también hallamos gozosas sesiones de terapia colectiva, como “Poetas en la grabadora, sin entenderlos”, y lecciones de botánica elemental en las que comparecen el árbol apenas sensitivo de Rubén Darío y “la morada del mito” donde florecen por igual “el cardo, el limonero”.

            El ritmo tropical del “Calipso” pone la banda sonora a la parte central, donde se dan cita un conjunto de estampas paisajísticas con tendencia al bucolismo. El placer de las correspondencias, los trampantojos visuales y las pinceladas coloristas aportan una naturaleza emotiva en la que anclar definitivamente la mirada. Asimismo, las vacilaciones sobre el sentido y la función de la escritura suscitan una reflexión metaliteraria levantada sobre los cimientos de la biografía: “Más que nunca escribir / es la plegaria / que volverá a cumplirse. // Un milagro sencillo / cuando se dan las circunstancias, / que eran lo milagroso”.

            Sin duda, la parte más sorprendente de Los allanadores es “Los armónicos”, constituida por tres poemas largos y una prosa desesperada. Puede que estas no sean las mejores composiciones del libro, pero son las que abren nuevas vías expresivas para el autor en particular y para la lírica reciente en general. En este contexto se inserta “Mis problemas con el judaísmo”, donde se mezclan la genealogía hebrea del sujeto, la precaria salud de la madre y el activismo desencantado tras el 15-M: “Me quemé / o, mejor dicho, / me llegó el desencanto”. Un álter ego vagamente woodyallenesco defiende que la política no es incompatible con el sarcasmo (“Había fútbol / además de revolución”), y que una fuga musical puede transformarse en una huida hacia delante: “Para que una experiencia esté completa / un imprevisto / agente secundario / añade su ingrediente / disonante”. La teoría de los armónicos proporciona el singular registro de “Laforgue en Benidorm”, al tiempo homenaje al poeta simbolista francouruguayo y pastiche de sus modos estilísticos, y de “Judee Sill”, dedicada a la cantante y compositora estadounidense del mismo nombre, muerta de sobredosis a los treinta y cinco años. Tras ese paseo por los emblemas del malditismo, la prosa “Una novela no escrita” refleja la intemperie afectiva de una época cerrada por derribo.

            En suma, Los allanadores es un complejo vitamínico de versos y reversos, acordes y desacuerdos, pimientos rojos y pimientos verdes. Aunque a veces su ironía limite con lo chistoso, y aunque a menudo la avalancha anecdótica desborde las costuras del discurso, es necesario aplaudir la valentía de un libro que se resiste a escribir sobre mojado y de un poeta que va haciendo camino al andar.

 (Publicado en Turia, núms. 117-118, pp. 464-466)