Una de las mejores cosas que le han pasado a la lírica
española reciente es la aparición de revistas que vienen a insuflar aire nuevo
a un género en peligro de extinción. Algunas de esas iniciativas ecológicas se
llaman Anáfora, Años Diez o Estación Poesía.
El maquinista de esta última, Antonio Rivero Taravillo, y una de sus más fieles
fogoneras, Ioana Gruia, han dado a las prensas sendos libros que demuestran que
la poesía se parece más a un lugar habitable que a una reserva protegida.
La sobriedad expresiva y la ironía
cómplice son las claves de El bosque sin
regreso (La Isla de Siltolá, 2016), un libro que agita en el mismo vaso el
whisky irlandés y el hielo de una historia sentimental que ya ha cristalizado
en la memoria. El poemario de Rivero Taravillo supone en realidad una
declaración de amor en voz alta: a la ciudad de Dublín y a las lecturas de cabecera.
La versatilidad retórica y la gravedad disfrazada de ligereza constituyen las
marcas de un autor que se mueve como pez en distintas aguas: la elegía gaélica
(“Innisfree”), la exploración de las identidades apócrifas (el díptico “La otra”
y “El otro”) y el parpadeo del haiku. El escritor conversa con Yeats, Joyce,
Cernuda o Cirlot –a los que también se ha aproximado como crítico− y revive los
fragmentos de un amor fou que oscila
entre la plenitud del recuerdo y el fatalismo estoico. A ratos cerca de la
lúdica lucidez de un Víctor Botas y a ratos cerca del registro meditativo de un
Zbigniew Herbert, el escritor encuentra en estos versos a su propio don Cogito,
ese personaje desdoblado que era a la vez una proyección psíquica y un Pepito
Grillo impenitente: “Aquel que firma mis papeles, / el que va a clase a hablar
de poesía, / el que pasa la ITV del coche / pero nunca pasaría la del alma”.
Rivero Taravillo propone aquí una inteligente actualización de mitos personales
y lugares comunes, como revelan el guiño cinéfilo de “El mapa del tiempo” y la
revisitación de Orfeo en el metro de Madrid: “Adiós, Eurídice, ya siempre / esa
boca de metro te tendrá / igual que las losetas y el rótulo que afirma / (como
si hiciera falta recordarlo): / ‘Retiro’”. No se les ocurra perderse (en) este
bosque animado.
Por su parte, en Carrusel (Visor, 2016, XIV Premio
“Emilio Alarcos”), Ioana Gruia se sumerge en el río heraclitiano de la memoria
colectiva y de la identidad privada. Ambientada en la Rumanía natal de la
autora, la primera sección del libro plantea un ajuste de cuentas entre la niña
de entonces y la mujer de ahora: así, quien habita “en la antigua avenida de mi
infancia” viene a sacarle los colores al sujeto adulto del presente. Los signos
de una modernidad que “llegaba a ritmo de lambada y Jackson, / de botellas de
Coca-Cola y Pepsi” se troquelan sobre el telón de “un país cruel e incomprensible”,
sometido a una férrea vigilancia policial. Estas secuencias dejan paso a la
herida en carne viva que atraviesa los apartados siguientes. La fractura del
fracaso, la piel del pensamiento o la corteza de una megalópolis hostil se
encarnan en los correlatos históricos de Walter Benjamin y Sylvia Plath,
ejemplos de la intemperie emotiva que Gruia ha abordado en su sugerente ensayo La cicatriz en la literatura europea
contemporánea (Renacimiento, 2016). “Estoy hecha de grietas, de fisuras”,
dice Sylvia Plath en un monólogo, y en la página siguiente escuchamos un grito
coral por la tragedia cotidiana de la inmigración, simbolizada en los cadáveres
que desembocan en una playa anónima. En contraste con esta visión desencantada,
las últimas secciones buscan antídotos eficaces en algunas canciones, en
ciertos paisajes y en los destellos de la vida en común, en la que se funden la
salvación por la palabra y el refugio de la maternidad. Frente a los ruinosos
emblemas de la usura del tiempo, como el carrusel oxidado que da título al
libro, la autora reivindica una poesía acogedora, destilada en el crisol de la
experiencia pero elevada a una potencia universal.
Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 28 de abril de 2016