Está visto que los movimientos ―también los literarios― se
demuestran andando. En este sentido, la senda por la que avanza Carlos Pardo
(1975) en Los allanadores no sigue un
itinerario predecible, sino que evoluciona a través de sacudidas violentas,
baches expresivos y sinuosidades tonales. No obstante, los aciertos del libro
provienen de ese aparente desajuste entre lo sublime y lo vulgar, la imagen
poética y el injerto prosaico, la expansión confesional y el recorte figurativo.
En Echado a perder (2007), el
escritor ya había relatado la microepopeya de un sujeto desenfocado, proclive a
las rupturas lógicas y al pensamiento retráctil que los postestructuralistas
denominaron cogito interruptus. Sin
embargo, la perspectiva urbana y el minimalismo ilustrado de aquel volumen
desaparecen ahora en una entrega que despliega una densa trama autobiográfica,
al punto de que algunas composiciones versifican episodios incluidos en las
páginas de El viaje a pie de Johann
Sebastian (2014), a la vez autoficción testimonial e instalación narrativa.
Con todo, la “Nota” final de Los
allanadores advierte de que “la poesía, aunque coquetee con la
autobiografía [...], es una disciplina de la desposesión”. En efecto, aquí no
hay caídas en el egotismo ni descensos a los infiernos del melodrama familiar.
Al contrario, el autor se apresura a sellar las grietas por las que podrían
filtrarse las humedades del patetismo: “permite que me ahorre / la efusividad”.
Los clichés posmodernos y las repentinas bajadas de tensión lírica no hacen de Los allanadores una autopsia incompasiva,
sino que conducen a una fusión en la que los incisos digresivos polemizan con
la taxatividad apodíctica, los giros sinfónicos coexisten con los loops sincopados y las arborescencias
textuales crecen en el mismo suelo donde arraiga la estética-bonsái del haiku.
Los allanadores se estructura en tres
secciones: “El hombre indivisible”, “Calipso” y “Los armónicos”. La primera revela
cierta continuidad con los temas y tonos de Echado
a perder. Los poemas de este apartado se enmarcan en el entorno doméstico, indagan
en las contradicciones de la vida en pareja (“Me he enamorado / porque no has
hecho casi nada”), exhiben los residuos biodegradables del ser y exploran el
lado insólito de las escenas cotidianas. Atrapado entre la herencia genética y
el libre albedrío, Carlos Pardo se atreve en ocasiones a escribir con la mano
en el pecho y a corazón abierto. Así lo demuestran algunas piezas fragmentarias,
pero en las que subyace una intensidad poco frecuente. Dos ejemplos son
“Semana” y “El hombre indivisible”, que termina con un precario equilibrio de
fuerzas: “Una / especie de perseverancia / en esta convivencia / que no vas a
agradecerme”. No obstante, en esta sección también hallamos gozosas sesiones de
terapia colectiva, como “Poetas en la grabadora, sin entenderlos”, y lecciones
de botánica elemental en las que comparecen el árbol apenas sensitivo de Rubén
Darío y “la morada del mito” donde florecen por igual “el cardo, el limonero”.
El ritmo
tropical del “Calipso” pone la banda sonora a la parte central, donde se dan
cita un conjunto de estampas paisajísticas con tendencia al bucolismo. El
placer de las correspondencias, los trampantojos visuales y las pinceladas
coloristas aportan una naturaleza emotiva en la que anclar definitivamente la
mirada. Asimismo, las vacilaciones sobre el sentido y la función de la
escritura suscitan una reflexión metaliteraria levantada sobre los cimientos de
la biografía: “Más que nunca escribir / es la plegaria / que volverá a
cumplirse. // Un milagro sencillo / cuando se dan las circunstancias, / que eran
lo milagroso”.
Sin duda, la
parte más sorprendente de Los allanadores
es “Los armónicos”, constituida por tres poemas largos y una prosa desesperada.
Puede que estas no sean las mejores composiciones del libro, pero son las que
abren nuevas vías expresivas para el autor en particular y para la lírica
reciente en general. En este contexto se inserta “Mis problemas con el
judaísmo”, donde se mezclan la genealogía hebrea del sujeto, la precaria salud
de la madre y el activismo desencantado tras el 15-M: “Me quemé / o, mejor
dicho, / me llegó el desencanto”. Un álter ego vagamente woodyallenesco defiende que la política no es incompatible con el
sarcasmo (“Había fútbol / además de revolución”), y que una fuga musical puede
transformarse en una huida hacia delante: “Para que una experiencia esté
completa / un imprevisto / agente secundario / añade su ingrediente /
disonante”. La teoría de los armónicos proporciona el singular registro de “Laforgue
en Benidorm”, al tiempo homenaje al poeta simbolista francouruguayo y pastiche de
sus modos estilísticos, y de “Judee Sill”, dedicada a la cantante y compositora
estadounidense del mismo nombre, muerta de sobredosis a los treinta y cinco
años. Tras ese paseo por los emblemas del malditismo, la prosa “Una novela no
escrita” refleja la intemperie afectiva de una época cerrada por derribo.
En suma, Los allanadores es un complejo
vitamínico de versos y reversos, acordes y desacuerdos, pimientos rojos y
pimientos verdes. Aunque a veces su ironía limite con lo chistoso, y aunque a
menudo la avalancha anecdótica desborde las costuras del discurso, es necesario
aplaudir la valentía de un libro que se resiste a escribir sobre mojado y de un
poeta que va haciendo camino al andar.
(Publicado en Turia, núms. 117-118, pp. 464-466)
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