Atravesó el cielo de San Javier el sábado pasado, en el festival internacional de jazz celebrado en dicha localidad. La última vez que la vieron estaba subida a un escenario, derramando el caudal de su voz igual que un torrente y moviéndose con la sigilosa velocidad de la culebra. Como auténtica cantante de raza, esa rara modalidad que también lo es en el gremio de los escritores, Lila Downs no necesita mitificar el folclore ni decorar las rancheras con el sonoro oropel de lo posmoderno. Le basta y le sobra con una modulación portentosa, que se diría capaz de ensombrecer continentes y de provocar eclipses de luna. Si Chavela Vargas alcanzó a llorar como si riera, Lila Downs ha sabido encontrar su razón metafísica en la magnífica barahúnda instrumental que la acompaña y en un bestiario donde conviven cucarachas, perros negros y pollitos en arroz. Cuando escuchen en el cielo la vibración vocal de un relámpago, no lo duden: está a punto de llover una canción de Lila Downs.
lunes, 18 de julio de 2011
sábado, 16 de julio de 2011
Pasajero clandestino (Antonio Jiménez Millán)
Hay muchas formas de infiltrarse en el mundo. Y casi todas aparecen en Clandestinidad (Madrid, Visor, 2011), el libro con el que Jiménez Millán comparece de incógnito ante los lectores. La polisemia del concepto que da título a su nueva entrega le permite aproximarse a la retórica de un tiempo guardado bajo llave, al lenguaje de lo prohibido y a la novela de aprendizaje que escribe irremediablemente quien transita de Herman Hesse a Henry Miller, del París soñado a la Granada vivida, de la seducción del vértigo a los míticos acordes de Lou Reed. Si el pasajero clandestino es el superviviente de contiendas libradas en el campo de batalla de la memoria, también puede dar testimonio de la historia colectiva y de una sociedad que ha marcado la piel del atlas con las cicatrices del horror. Quizá la auténtica clandestinidad consista en alcanzar el sueño de una costa que se confunde con los perfiles de la isla de Böcklin. O tal vez resida en el último gesto de suicidas ejemplares como Marilyn Monroe, como Pavese, como Nicolas Cage en Leaving Las Vegas. O tal vez sea la íntima rebeldía del infiltrado en una película de espías cuyo argumento no conviene desvelar. No lo sabremos nunca. Y es que al poeta no le corresponde ejercer de fiscal general ni de juez inapelable, sino de testigo de cargo. La sentencia del tiempo confirma que Jiménez Millán está condenado a escribir versos memorables.
martes, 12 de julio de 2011
El doble
En una época en la que el desafiante “yo es otro” de Rimbaud ha pasado a convertirse en una verdad incontrovertible, pocos juegos de identidad tienen la capacidad de sorprendernos. Sin embargo, aún hay una modalidad que consigue asombrarnos: la habilidad camaleónica del artista conceptual para transformarse en un molesto usurpador de vidas ajenas. Las peripecias audiovisuales de Sophie Calle, recreadas en verbo y carne por Paul Auster y Vila Matas, son un esclarecedor ejemplo de lo mentado. Por no hablar de las instalaciones de Marina Abramovic, en la que la transgresión sobre los límites del cuerpo se confunde con el repelús y la carne de gallina. Leo ahora que a un músico canadiense llamado Dan Bejar le ha salido un imitador plástico del mismo nombre (también es casualidad) cuya obra consiste en convertirse en el otro Dan Bejar, de un modo similar al que Pierre Menard aspiraba a ser el otro autor del Quijote. Aunque la noticia no deja de ser una rareza más o menos extravagante —no en vano, figura en la página de “Tendencias”—, me da por pensar que igual hay más de un artista conceptual de incógnito campando por sus anchas mediáticas. Pues, ¿acaso no les suena a performance bizarra robar ese ingobernable mamotreto medieval conocido como códice Calixtino? ¿Y qué me dicen de montar un lamentable show pornófilo a costa del director del FMI? ¿O es menos conceptual aprobar un estatuto donde investigación rima con gestión? Sí, conviene mirar debajo de la cama y detrás del sofá. No vaya a ser que un performer desaprensivo le robe a usted el ADN o le dé las vacaciones.
miércoles, 6 de julio de 2011
¿Mar o montaña?
Los turistas de secano hacen cola para remojarse en la orilla el dedo gordo del pie, ese apéndice bermellón que en verano suele aparecer indefectiblemente envuelto por una tirita andrajosa. Ya lo profetizó Manrique: al final, todo acaba por dar en el mar, que es un bazar o un sinvivir. Entretanto, nosotros (los de regadío), aprovechamos la menor excusa para huir del espumillón verdoso de la costa y refugiarnos en los parajes de montaña. Es necesario aclarar que, a nosotros (los de regadío), cualquier planicie nos parece una elevación y cualquier promontorio un Himalaya. En la película retrospectiva de nuestro viaje se mezclan las iglesias románicas de Aínsa, los desfiladeros románticos de Alquézar (puro Friedrich), la casa natal de los Argensola, la corriente del río Vero y las viñas del ídem. La línea continua de la carretera, los simulacros cotidianos de la vida rural y las aspas de los molinos eólicos nos contagian una sensación similar a la calma, algo que nosotros (los de regadío) confundimos con la amenazante sospecha del vacío. Pero ese vacío no está despoblado, como en los cuadros de Hopper, sino habitado por nombres improbables que invitan a la amnesia. Quizá por esa propensión urbanita al olvido de la toponimia autóctona, acabo de acordarme de “Pueblos”, de Manuel Vilas, merecido homenaje a esas localidades que nunca caben en la escala de los mapas:
[…] Yésero, Torres de Barbués, Olsón, Castelflorite, Pallaruelo de Monegros, vocales y consonantes que pocos pronuncian, raro y hermoso orden de una lengua inhóspita. Pertusa, Cartirana, Antillón, Alfántega de los fantasmas, pueblos bajo un cielo indiferente, ceniza de los veranos. Cigüeñas en el silo de Lanaja. Las eras, las cosechadoras, el auto, las alpargatas, las moscas, las culebras. Tantos campos solos. Alíns del Monte, Lupiñén, Lagunarrota, Esquedas, Gavín, Sopeira, Bentué de Nocito, Azara, Ilche, Robres, nombres hechizados, alquímicos, secretos; nombres que, una vez oídos, olvidamos a la velocidad de la luz.
(Resurrección, 2005)
lunes, 4 de julio de 2011
Muerte de un router
En 2013, rescate en Los Ángeles —qué próximas quedan algunas distopías—, el nunca bien ponderado John Carpenter decidía apagar el mundo y devolver al espectador a una edad de las tinieblas lindante con el Paleolítico. Nunca había entendido mejor a Serpiente Plissken, el protagonista de aquella película, que al regresar a casa después de un microviaje y comprobar el estado comatoso de nuestro router. Después de someter al aparato a variopintas torturas, dictadas con la voz de llamada en espera que suelen poner en estas ocasiones los operarios de Moviestar (a.k.a. Telefónica), no ha quedado más remedio que levantar el acta de defunción del artilugio. Se ha ido con la dignidad de sus mejores momentos: lento, oportuno, sin decir ni bip. De pronto, he notado que la tensión arterial en casa se podía cortar con un marcapáginas: había que responder correos, era perentorio colgar materiales, urgía descargar el adjunto que venía reenviado con… Tras desenvainar lápices electrónicos y esgrimir bolígrafos, súplicas y amenazas, han llamado a la puerta. Ahora tengo un flamante router con antena y siete luces parpadeantes que se encienden por turno en una fastuosa gama de verdes pálidos. Y entonces me ha dado por pensar qué ocurre con los viejos routers, en qué incierto limbo se hacinan esos armatostes que pueden salvarnos la vida, condenarnos al ostracismo o reabrirnos una brecha tecnológica en el costado. También me he preguntado si habría un cementerio de routers o si serían reciclables. Pero me he conectado a Internet y se me ha pasado enseguida.
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