sábado, 28 de abril de 2012

Mefafísico estáis

El último libro de Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) toma prestado su título del cuadro homónimo de Giorgio de Chirico, fechado en 1916. En el lienzo se puede contemplar un taller pictórico y, en primer plano, un surtido de galletas enmarcado y dispuesto con cierto parecido antropomórfico. Una operación desfiguradora similar a la postulada por De Chirico nos propone Alberto Santamaría en este otro Interior metafísico con galletas, publicado cuidadosamente por El Gaviero. En las páginas del cuaderno asistimos al laboratorio de una escritura singular y al efecto de extrañamiento que despliega una ironía subversiva. El conflicto entre la realidad y el lenguaje —cuestión habitual en la obra de Santamaría— se tensa aquí en una dialéctica irresuelta. Solo el azar y la voluntad cristalizan en la intuición lírica o en el método adivinatorio que permite explicar «nuestro modo de (des)ordenar el mundo», según afirma Rosa Benéitez en la sugerente introducción del libro.
            La sección inicial, «El crucero del metafísico», está integrada por cuatro poemas extensos que registran los espacios en los que se desarrolla el ejercicio de reflexividad que denominamos meditación. «La llamada del metafísico» reconstruye el decorado preciso para el advenimiento de la idea. Se trata de un territorio abstracto y cotidiano al mismo tiempo, troquelado sobre un fondo doméstico y proyectado hacia un cielo «color mostaza». En «Un paisaje interior (Alucinación metafísica en La Rochelle)», la escenografía portuaria de una ciudad francesa proporciona el anclaje referencial de un canto dedicado a la hipnótica belleza de los desperdicios y a la caducidad de toda contemplación. En el siguiente texto, «Farfullando con un subastador con problemas de vejiga (Las cosas del lenguaje)», Santamaría se adentra en los desconciertos de lo visible y en las zonas de indeterminación que separan el dinamismo y la inmovilidad, el silencio y el verbo, la existencia y el vacío. El recorrido meditativo se tiñe de una tonalidad épica en la última pieza del apartado. «El verano del metafísico (O el segundo viaje de Crispín précepteur, 1679)» puede leerse como un peculiar ensayo sobre lo sublime —o, mejor dicho, lo contrasublime— en el que los objetos toman la voz y piden la palabra. Los últimos versos de la composición («—Por algo llevas la misma peluca / que las cosas») recogen el desafío de dos poemas de Pequeños círculos (2009): «La peluca de las cosas (lo ignorado)» y «La peluca de las cosas II (After Nietzsche)», respectivamente. En este caso, el diálogo metaliterario aporta nuevas pistas, pues el personaje de Crispín, que protagoniza la comedia de La Thuillerie que da título al texto de Santamaría, también aparece en «The comedian as the letter C», de Wallace Stevens.
            La segunda sección, «Himnos (tres poemas)», consagra otras tantas odas a personalidades y lugares que forman parte de la constelación mítico-cultural del autor. En «Himno a Àngels Barceló», la conocida presentadora televisiva activa un panóptico discursivo que mezcla las noticias del día con una particular topografía del deseo. A su vez, «Vaga escena interminable: adoración de Benidorm», ofrece un denso aquelarre vacacional o una microteoría del caos en la que convergen sujetos y objetos, voces y ecos, paisajes desolados y paisanajes comunes. Por último, «Calor, destreza y filo cortante: breve excursus familiar» utiliza una secuencia de la novela Submundo, de Don DeLillo, para convocar un autorretrato fragmentario en el que, nuevamente, los accidentes cotidianos son las únicas certezas filosóficas en las que puede refugiarse la persona enunciativa.
            En definitiva, Interior metafísico con galletas no solo confirma a Alberto Santamaría como uno de los grandes ironistas contemporáneos, sino que certifica una de las trayectorias poéticas más coherentes en un panorama que ya no merece el condescendiente adjetivo de joven. Su nuevo libro supone una gozosa oportunidad de sumergirnos en un universo deslumbrante. No me cabe duda de que Giorgio de Chirico lo habría propuesto como lectura obligatoria.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de abril de 2012)

martes, 17 de abril de 2012

Eufemismos

Lo malo de las expresiones vacías es que a veces se llenan de significado. Y, cuando lo hacen, no suelen andarse por las ramas ni con diminutivos. Entonces, el término que detestábamos, porque remitía a una realidad tan hueca como un supermercado a medianoche, recupera su desafiante y aterradora literalidad. Cuando oíamos estado de bienestar pensábamos en una reparadora siesta a la que solo se sustraían los moradores de esas latitudes en las que los monarcas occidentales van de safari como si todo el monte fuera Mogambo. Leíamos prima de riesgo y nuestra mente dibujaba la estampa de una pariente lejana del capital, algo así como la versión hi tech de la galdosiana Pipaón de la Barca. Incluso la poco eufemística expropiación convocaba imágenes de poblados chabolistas con mucho barro y escasa prospección petrolífera. Ahora sabemos que estado de bienestar eran más camas de hospital, que prima de riesgo equivale a miles de parados por hora y que expropiación es lo que hacen las potencias emergentes con sus socios cuando no les da por barrenar su propia libertad de prensa. A partir de ahora prometo manejar con mucha prudencia y menos desprecio las expresiones vacías. Ya he empezado a repetir como un mantra la oración que el siglo me enseñó: “danos a día de hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestros eufemismos como nosotros no perdonamos a los que nos difaman y líbranos de la crisis global”. Supongo que luego viene amén.

lunes, 9 de abril de 2012

Penitentes

Los cuatro jinetes del Banco Central Europeo y los pisoteados helenos de a pie lo saben: la penitencia cabalga a lomos del pecado. Reconozco que la Semana pasada nunca ha sido santa de mi devoción. Si acaso, de niño, la expectativa de los caramelos que por estas tierras reparten los penitentes me pellizcaba de misticismo las falanges de los dedos. Pero luego, nada. Qué le vamos a hacer: uno siempre ha tenido preferencia por lo salado y por el machadiano Cristo que anduvo en la mar. El jueves pasado, sin embargo, cambié de opinión durante unos minutos. Subiendo hacia la Seu de Palma de Mallorca, asistí a un escueto ensayo de la Pasión. Quizá fuera culpa del Cristo imberbe que daba tumbos con una camiseta de Metallica bailándole en la cintura, delante de un circuito cerrado de turistas. O tal vez de los centuriones de paisano que escoltaban la escalera con un escudo historiado que parecía el de Aquiles. Puede que fuera la corona de espinas o el sonido de un golpe seco en las cruces que llevaban a hombros los dos ladrones (el bueno y el malo). O los rostros desencajados de dos chicas jóvenes (María y Magdalena) que calcaban fielmente el discurso del método de Paula Strasberg. Y no descarto la voz en off en una lengua que a menudo se me olvida. El caso es que en esos minutos de arte y ensayo descubrí que los gestos improvisados y las ropas comunes contenían una dignidad que no exigía mangas ni capirotes. Casi me convierto al quietismo, como Miguel de Molinos. Me rescataron del ensimismamiento Pep y Maria, que me recordaron que lucía un sol brillante y que yo también era un turista accidental.


martes, 3 de abril de 2012

Luz, más luz

Con Farol de Saturno (2011), Antonio Martínez Sarrión añade otro episodio a una de las biografías literarias más coherentes de las últimas décadas. Siete años después de Poeta en diwan, el autor entrega un libro caracterizado por ese raro don que otorga la madurez: la absoluta libertad expresiva e intelectual. Martínez Sarrión no teme decir y desdecirse, pensar y repensar, edificar un poema y dinamitarlo con la barrena del humor, inocular una ironía homeopática que emerge de repente para mostrar el trampantojo constructivo. En Farol de Saturno, la luz no procede del vacilante candil de los melancólicos, ni de la lámpara maravillosa de los cínicos, sino del precario foco de la lucidez, ya sea la bombilla del Guernica o el deslumbramiento con el que Goethe quiso pagarle su viaje a Caronte. El libro se divide en dos partes claramente diferenciadas. La primera, «Hábitos de los discípulos de Buda», recoge una serie de preceptos morales o de proverbios apócrifos que el desarrollo de los textos se encarga de ilustrar o de desmentir. La segunda parte se detiene en la evocación de objetos, experiencias y paisajes cotidianos que el escritor asocia con un arte pobre, cuya voluntad icónica remite a las viejas botas de Van Gogh que Heidegger y Derrida embetunaron con el lustre de la teoría.
            Los poemas de la primera sección se sirven del citado artificio retórico para ofrecer un diagnóstico desolador de la sociedad contemporánea. Las costumbres de los seguidores de ese Buda burlón que imagina el autor vulneran los ritos de un mundo atroz («No quitan la vida»), los orgullos y prejuicios gregarios («No se jactan», «No van en grupos de más de seis personas») y las liturgias del consumo («Se sienten deprimidos por el chismorreo…»). A medio camino entre la concisión epigramática y la severa indignación de la sátira, las composiciones aplican el acero del verso a quienes dependen de una tecnología adictiva, son incapaces de cuestionarse sus propias convicciones o reúnen maneras palaciegas y temperamentos lacayunos. La última constatación —«Ellos se adivinan entre sí mediante una cálida indiferencia…»— permite acceder, además, a un devocionario privado o a un santoral profano: «Soy feliz / deletreando sin más: Manrique, Garcilaso, / Juan de Yepes, Fray Luis, Lope de Vega, / Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, / Rubén, Bécquer, Machado, Juan Ramón, / César Vallejo, Federico, Claudio».
            El segundo apartado incluye estampas ascéticas, bodegones furtivos y naturalezas crepusculares. La vocación pictórica resulta aquí evidente. Si el naturalismo de «Perro tumbado al sol» recuerda la densidad de los óleos de Goya, el trazo evanescente de «Pequeña alquería» se levanta sobre las estructuras geométricas de Joan Miró. Esa atención a lo desatendido se aprecia en un conjunto de «fábulas para animales» («Rata», «Escarabajo», «Lombrices para pescar») que enriquecen la curiosidad zoológica con cierto ecologismo compasivo. Así, en «Lombrices para pescar», la memoria de un hilarante episodio de pesca infantil se mezcla con el descubrimiento de la contemplación y, al cabo, con el respeto hacia los hondos misterios de la vida. En estas viñetas breves se condensa el fulgor de un universo en peligro de extinción, barrido por el vértigo del progreso o erosionado por el signo material de los tiempos. Ejemplo de ello es el rotundo «Final» del libro, que proclama una felicidad a bajo coste: «Viento de otoño. Nubes ya invernales. / Postrer milagro que el último grillo / logra con su cri-cri, sin más propósito / ni más postulación de un “yo” ridículo. / De tal modo celebra lo que fue / su conexión al Todo, / que se verificó con el mínimo coste».
            En definitiva, Farol de Saturno reivindica el gozoso escepticismo con el que Diógenes paseaba su linterna por las entrañas de lo visible. Ya sabemos que Saturno era capaz de zamparse a sus hijos sin pestañear. Sin embargo, Martínez Sarrión ha querido añadir, a esa voracidad tenebrosa, un punto de luz que nos guíe en nuestra travesía. Su nuevo libro confirma la generosa altura de un poeta-faro.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 29 de marzo de 2012)