En la pantalla, un solo clic
separa a Vlad el Empalador de Bram Stoker. Sin embargo, la pintura al óleo que
ha inmortalizado al sanguinario Vlad Tepes (aka Vlad III, aka Vlad Draculea) no
acoge el retrato de un individuo, sino el contorno de una máscara. La mirada
hierática de Vlad no consigue que veamos en él sino a un icono bizantino un
tanto truculento, ornado con profusa bisutería, denso bigote e impostación
guerrera. Si fantaseáramos con sustraerle su vellosidad marcial, invirtiendo el
gesto de Duchamp con la Mona Lisa, el resultado de la resta sería un Peter
Sellers de pacotilla. Ignoro cómo el remoto príncipe de Velaquia llegó a
convertirse en modelo literario de Bram Stoker, un irlandés expatriado (si es
que tal sintagma no supone un pleonasmo) de facciones perrunas. En una foto
fechada en 1906, Bram Stoker está sentado en su escritorio con ostensible
desgana. En 1906, Bram Stoker es un hombre moderadamente orondo y
aparatosamente elegante que recuerda a un Mark Twain sedentario e insular. A
Bram Stoker no se le conocen mayores tendencias góticas que cierta admiración
hacia la alta sociedad de la época: fue asistente personal del actor Henry
Irving, algo similar a trabajar de pintor de cámara para Dorian Gray. Tampoco
su firma, reproducida al pie de la foto, permite adivinar ocultas parafilias en
los picos de la caligrafía. Abraham Stoker parece exactamente esa clase de
persona que contrae la sífilis por cortesía, para no aguarle la fiesta a un
amigo o para no desairar las atenciones de una meretriz. Como buen
representante de su tiempo, el creador de Drácula murió en una sórdida pensión,
viendo la sombra de Vlad Tepes proyectada en la pared de un cuarto que imagino
tapizado de rojo, roído de arañazos, con las dimensiones de un ataúd estándar.
Su última palabra –esa capaz de arruinar o de redimir una biografía– estuvo
dedicada a su criatura más famosa, quién sabe si como imprecación o como
conjuro. A Bela Lugosi, al que incineraron con su capa favorita, no le hizo
falta hablar para dar miedo. Después de todo, el mordisco de un vampiro nunca
será un gesto solidario.
(En la antología Strigoi. 25 poemas vampíricos, Logroño, Ediciones del 4 de Agosto, 2012, pp. 10-11.
Selección de Sonia San Román)