En el momento en el que lean estas líneas, el culebrón protagonizado
por el infiltrado más famoso del mundo habrá dado otra vuelta de tuerca a su
espectacular resorte narrativo. Pero no iba a hablarles de eso. Hace algún
tiempo, leí un artículo de Javier Marías donde aseguraba que su desconfianza
instintiva hacia Michelle Obama se debía únicamente a su parecido real y
funcional con la pérfida mujer del presidente David Palmer en la serie 24. Modestamente, reconozco que con el
caso Wikileaks sufro un síndrome de Estocolmo similar, una ceguera transitoria
que me impide diferenciar la realidad de la teleficción. No sé si serán
imaginaciones mías, pero no puedo mirar a la cara a Julien Assange sin pensar
en el legado de Jason Bourne. Así que no consigo explicarme por qué sigue ahí,
en ese balcón desde el que intenta convencer al mundo, en vez de abalanzarse
sobre el capó de un descapotable con o sin bandera diplomática, pisar a fondo
el acelerador y perderse entre el estruendo de los títulos de crédito. Claro
que para eso necesitaría un par de extras, una póliza de accidentes y una
profusa pirotecnia de efectos especiales. Y seamos realistas: tal como están
las cosas, parece casi tan improbable como que le concedan un salvoconducto.
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