jueves, 23 de agosto de 2012

Mordiscos de realidad (Mi homenaje a Bram Stoker)


En la pantalla, un solo clic separa a Vlad el Empalador de Bram Stoker. Sin embargo, la pintura al óleo que ha inmortalizado al sanguinario Vlad Tepes (aka Vlad III, aka Vlad Draculea) no acoge el retrato de un individuo, sino el contorno de una máscara. La mirada hierática de Vlad no consigue que veamos en él sino a un icono bizantino un tanto truculento, ornado con profusa bisutería, denso bigote e impostación guerrera. Si fantaseáramos con sustraerle su vellosidad marcial, invirtiendo el gesto de Duchamp con la Mona Lisa, el resultado de la resta sería un Peter Sellers de pacotilla. Ignoro cómo el remoto príncipe de Velaquia llegó a convertirse en modelo literario de Bram Stoker, un irlandés expatriado (si es que tal sintagma no supone un pleonasmo) de facciones perrunas. En una foto fechada en 1906, Bram Stoker está sentado en su escritorio con ostensible desgana. En 1906, Bram Stoker es un hombre moderadamente orondo y aparatosamente elegante que recuerda a un Mark Twain sedentario e insular. A Bram Stoker no se le conocen mayores tendencias góticas que cierta admiración hacia la alta sociedad de la época: fue asistente personal del actor Henry Irving, algo similar a trabajar de pintor de cámara para Dorian Gray. Tampoco su firma, reproducida al pie de la foto, permite adivinar ocultas parafilias en los picos de la caligrafía. Abraham Stoker parece exactamente esa clase de persona que contrae la sífilis por cortesía, para no aguarle la fiesta a un amigo o para no desairar las atenciones de una meretriz. Como buen representante de su tiempo, el creador de Drácula murió en una sórdida pensión, viendo la sombra de Vlad Tepes proyectada en la pared de un cuarto que imagino tapizado de rojo, roído de arañazos, con las dimensiones de un ataúd estándar. Su última palabra –esa capaz de arruinar o de redimir una biografía– estuvo dedicada a su criatura más famosa, quién sabe si como imprecación o como conjuro. A Bela Lugosi, al que incineraron con su capa favorita, no le hizo falta hablar para dar miedo. Después de todo, el mordisco de un vampiro nunca será un gesto solidario.

(En la antología Strigoi. 25 poemas vampíricos, Logroño, Ediciones del 4 de Agosto, 2012, pp. 10-11.
Selección de Sonia San Román) 

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