“No fue sujeto hermoso; la
hermosura / libre de humanidad fue lo que viste / y asombrado de luces te
cegaste”. Con estas palabras reprendía el poeta barroco Luis de Ulloa y Pereira
“al pintor que no sacó parecido el retrato de Celia”. El intento de calcar la
perfección no es una simple cuestión de pulso, sino un complejo asunto de
pasiones humanas. A confirmar esta hipótesis se consagra El artista y la modelo, de Fernando Trueba. El cineasta diseña la
escenografía de un retrato: el que el anciano escultor interpretado por Jean
Rochefort intenta realizar a partir de
la joven encarnada por Aida Folch. La relación dialéctica entre el artista y la
modelo se troquela aquí sobre el telón de fondo de la historia colectiva. Con
todo, la atmósfera del taller protagoniza las mejores secuencias del filme. En
esa localización —similar a la caverna de Vallauris donde Picasso manufacturaba
extraños objetos poco después de las fechas en que se ambienta la narración—
asistimos al milagro del arte y al ensamblaje del ensayo. A diferencia de
Picasso, el escultor filmado por Trueba no se tropieza con la inspiración:
busca la idea que le permita transformar sus bocetos en materia palpitante. Si
cabe hacerle un reproche al guion de Jean-Claude Carrière es que descienda a
mostrarnos la obra acabada. A mi juicio, habría sido preferible dejar a la
imaginación del espectador el retrato que subyace tras la trama de este
atractivo tapiz al celuloide.
Mientras veía
la película de Trueba, me vino a la memoria La obra maestra desconocida,
la novela corta que Balzac publicó en 1831. En aquel relato, François Porbus y
el joven pintor Nicolas Poussin visitan al maestro Frenhofer, que ha dedicado
su vida a perfeccionar el retrato de una hermosa cortesana, titulado La belle
noiseuse. Según Frenhofer, su obra maestra exige constantes retoques, por
lo que se niega a exhibirla ante el público. Cuando Poussin y Porbus logran
convencer a Frenhofer de que les muestre su trabajo, el resultado es
decepcionante: una amalgama de colores densos bajo los que apenas se distingue
el contorno de una figura humana. No obstante, en un vértice de la tela se
aprecia el rastro de una verdad poética que ha escapado a la pulsión
desfiguradora: “Al acercarse percibieron, en una esquina del lienzo, el extremo
de un pie desnudo que salía de ese caos de colores, de tonalidades, de matices
indecisos, de aquella especie de bruma sin forma; un pie delicioso, ¡un pie
vivo!”. El pie es el heroico superviviente de un cuadro a la fuga, el fragmento
que condensa la belleza ideal de su modelo.
La belle noiseuse descrita por Balzac también tuvo una adaptación
cinematográfica libre en La bella
mentirosa, dirigida por Jacques Rivette en 1991. Frenhofer es aquí Michel
Piccoli, y su modelo la actriz Emmanuelle Béart. En la película, el cuerpo
desnudo funciona como una naturaleza muerta que el pintor trasplanta a sus
papeles con precisión quirúrgica. Frente a la mirada compasiva de Trueba, la
perspectiva forense de Rivette ejemplifica la violencia conceptual que enfrenta
al creador con su criatura. Cuando Frenhofer le pregunta qué le parece su
retrato, la bella mentirosa responde: “Una cosa fría y seca”. Y esta vez dice
la verdad.
En
la última vuelta del camino, el pintor y la modelo ya no trasladan sus batallas
de amor al campo del lienzo. El Ticiano crepuscular que Cernuda convirtió en
personaje y álter ego (“Ninfa y pastor, por Ticiano”, en Desolación de la Quimera) ilustra el recorrido desde el
deslumbramiento erótico hasta la cristalización de la melancolía: “Acaso cerca
de dejar la vida, / De nada arrepentido y siempre enamorado, / Y con pasión que
no desmienta a la primera, / Quisieras, como aquel pintor viejo, / Una vez más
representar la forma humana, / Hablando silencioso con ciencia ya admirable. //
El cuadro aquel aún miras, / Ya no en su realidad, en la memoria”.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 25 de octubre de 2012)