Hay
unas palabras de Wallace Stevens que siempre regresan, de un modo u otro,
cuando hablo de poesía, pero que no por ello dejan de fascinarme. Son estas: “El
poeta romántico hoy día es alguien que vive en una torre de marfil”, pero esa
torre de marfil tiene “singulares vistas a vertederos públicos y a los letreros
de las salsas Snider, del jabón Ivory y de los coches Chevrolet; es un ermitaño
que vive solo, en compañía del sol y de las estrellas, pero que reclama que le
sirvan el infecto periódico”. Es esta contradicción, esta tensión de fenómenos,
lo que el propio Stevens denominaba presión
de la realidad. El poeta se siente presionado entre la trascendencia y la
cotidianidad, pero no tiene por qué elegir, tan solo dedicarse a ser un
turista, un flâneur o un habitante de
ese límite, de esa presión. En fin, aunque el libro de Luis Bagué no puede
considerarse un libro stevensoniano en sentido estricto, sí que recoge la idea
fundamental: la imposibilidad de hallar un centro, un lugar estable para el yo,
para la identidad, y por lo tanto toda identidad es leída como esquiva,
imposible de delimitar, imposible de aclimatar
―y esta palabra me parece que encaja perfectamente― a un único lugar, a un
único contexto. Esta imposible individualidad está detrás, al menos así creo,
del libro de Luis Bagué, Paseo de la
identidad. Y dicho esto, no me cabe duda de que la palabra fuerte no es identidad, sino que el peso fundamental
del título (y del libro) recae en el concepto de paseo. El paseo se identifica directamente con una necesidad de
cambio, de movimiento. De esta forma, según creo, el libro dispone un
escenario, un escenario móvil, cambiante, eternamente variable. Este sería un
primer acercamiento. Al pasear por el mundo, por la realidad, vamos dejando
caer nuestras pequeñas gotas de identidad. El paseo es por lo tanto la forma
desde la cual uno se impregna de realidad mientras, al mismo tiempo, se desprende
de su propia identidad. He ahí la ruta. La identidad es un proyecto que siempre
está en ruinas. La pregunta es: ¿cuáles serán nuestras ruinas? ¿Starbucks?
¿Chinatown? Dicho esto, creo que Paseo de la identidad es un título
magnífico, ya que recoge su propia imposibilidad: toda identidad es un paseo y
en todo paseo nos deshacemos de nuestra identidad como de un traje viejo.
Descendiendo. El libro se compone de
tres partes: “Mecánica terrestre”, “American landscapes” y “Escala real”. En la
primera parte, “Mecánica terrestre”, nos encontramos con una serie de poemas
que certifican los dos movimientos que antes mencionamos: el movimiento, el
viaje, y, al mismo tiempo, la fractura continuada de la identidad. Pero añade
un elemento que estará presente y que no he mencionado antes: la importancia de
la mirada. El ver, el acto de contemplar, es quizá la mejor imagen de esa contradicción
entre el yo y el lugar. Por eso el poeta se sitúa dentro y fuera del poema al
mismo tiempo, y por ello pone sobre la mesa unas excepcionales ekphrasis que recuerdan
al mejor William Carlos Williams de los Cuadros
de Brueghel, por ejemplo.
En el primer poema, “Oración en
Starbucks”, leemos: “Starbucks es el mundo”. Así comienza el libro, con una
definición, con un axioma. No es simplemente un gesto irónico, evidentemente,
es más, podríamos verlo como un impulso
alegórico con fuerte trasfondo social. Decía Marx aquello de que el consumo
es también producción y que, por tanto, todo acto de producción necesita un
acto de consumo para existir realmente.
Ahora bien, en “Teoría del retrato”
es donde el poema penetra en los problemas de la identidad. Se trata de un
díptico a partir del trabajo de dos artistas. “Suburbia”, el fotolibro de Bill Owens,
le sirve a Luis para poner sobre la mesa, sobre el papel, la complejidad misma
de la existencia, pero sobre todo su autodestrucción. Escribe: “En un proyecto
civilizatorio / nada debe soñar a la intemperie”. La segunda parte del díptico
responde a una auténtica lección magistral de ekphrasis. En ella la excusa es Olympia de Robert Bechtle. Leemos: “recuperar
/ el aura: / la inocencia / de lo que ya no puede repetirse. // Camiseta
naranja, shorts / azules, la luz / descolorida tras las gafas / de sol. / Nos
brinda el primer sorbo / de una cerveza / Olympia”. No hay rastro de Manet, la
Olympia de Manet ha dejado su lugar, su pose, para adquirir otro rostro. Lo que no puede repetirse, ese es el
paseo y esa es la identidad. Escribe al final del poema: “No hay más de lo que
ves. / Ni rastro / de ironía, ni sombra / de argumento”. Y aquí otra palabra
clave: argumento. El argumento, todo argumento, sirve para crear una ficción de
orden, la ficción inaugural según la cual la realidad se dispone linealmente,
con una clara relación causa-efecto, pero la vida carece de argumento, de hecho
vivir es lo opuesto a tener un argumento.
O por ejemplo, la obra de Antonio Berni en el poema “Narrativas argentinas”, un
magnífico tríptico. Una de sus pinturas, de 1981, da pie al poema “Aerolíneas
argentinas”, donde se ve o se lee un cuerpo yaciendo en la playa y donde es
posible leer de fondo una lectura de la represión argentina. Allí, Bagué pasea,
pasea por esta y otras obras. Escribe: “Los desaparecidos / se limitan a
desparecer / en playas siderales / bajo la alfombra de los continentes”.
La segunda parte, “American
landscapes”, se compone de fragmentos, en muchos casos de tintes aforísticos,
donde trata de penetrar en el paisaje americano, en concreto en tres paisajes,
por los cuales pasea: Palo Alto, Chinatown, Yosemite. Con cierta ascendencia
whitmaniana leemos en el último poema: “Su espíritu es el cambio. No caducan /
las hojas, sino las generaciones / de las hojas. Mudar es su costumbre”. Y eso,
exactamente, es lo que hacemos nosotros en cada uno de nuestros paseos de
identidad: mudar, mutar, transitar.
La tercera sección, “Escala real”,
vuelve a escenificar el problema entre la mirada y lo mirable a través del
arte. En concreto arranca con “Tríptico Lumière”, un magnífico poema que
recorre los problemas entre el medio técnico y lo presentado. Los obreros que
salen de una fábrica, “Pulso play. Enumero: / tabaco en picadura y rostros a
troquel, / cadena de montaje / de actores indistintos”. Y más adelante: “Faldas
almidonadas y faldas de algodón / en un duelo dialéctico”. Y al final del
tríptico: “¿Qué diferencia ves / entre la filmación y lo filmado?”. O, ¿cuál es
el límite entre el lenguaje y la realidad? En esta sección, como decía, el arte
tiene su presencia importante. En el tríptico “Mapa de carreteras” tenemos
claramente la escenificación de ese viaje sentimental del que hablaba antes,
pero donde igualmente aparecen Hopper y las autopistas. Escribe: “Las
autopistas siembran tempestades en los parques eólicos”, y al final: “Con sus
aspas promueven / el milagro de un cielo renovable”. También hallamos la
maravillosa lectura de la obra de Courbet El
origen del mundo, que concluye con esta maravilla: “Mi forma de perder
tiempo mirándote, / el aspecto verbal de tu desnudo”. Y es que la forma de
manejar el lenguaje por parte de Bagué se relaciona a la perfección con su
interés por la imagen. Se trata de un lenguaje que dialoga perfectamente con la
imagen, en un flujo constante. De este modo, aunque muchos poemas tengan como
referencia o punto de partida una imagen, una obra, una película, el lenguaje
poético no es plenamente deudor de esa imagen. Lo que extrae Bagué es,
precisamente, ese aspecto verbal de la imagen. Algo, por lo demás, altamente
complicado, y donde el ritmo es clave. Y hacia el final del libro leemos: “Las
palabras que nos salvan la vida / son las mismas que pueden condenarnos a
muerte”.
En definitiva, y para concluir, este
Paseo de la identidad esconde, como ven,
una amplia masa de lecturas, irradiando sentido, como los grandes libros, en
muchos y muy diversos sentidos. Un libro cuyos niveles de lectura permiten que
podamos enfrentarnos a él desde lugares diferentes. Un paseo, eso sí, que trata de decirnos que no somos los mismos a cada
paso.
(Publicado en Turia, núm. 112, pp. 479-482)