Estos días los vemos hacer juramentos hipocráticos e hipocríticos, abrazar a diestra y siniestra, sufrir diciendo que sufren, pactar con el endiablado enemigo, echarse encima jarros de agua fría, poner paños calientes, emocionarse mucho o solo un poco, llorar, hipar, enredarse con la correa del perro, mordisquear pepinos vacunados, estallar en risas enlatadas, cometer anacolutos, proferir deber de con valor de obligación, aterrizar en el parlamento, levitar con sus propios chistes, sonrojarse con las vergüenzas ajenas, ponerse medallas, quitarse mérito, desfilar con pases de chaqueta, mirar al tendido, pronunciar citas de cantantes de éxito, indignarse a menudo, clamar por la revolución proletaria y por el advenimiento del neocapitalismo, refundarse, refundarnos. Parecen dispuestos a emular el famoso parlamento de Shylock en El mercader de Venecia: “Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no morimos?”. Al otro lado de la pantalla, los televidentes asistimos al drama como a un mitin, sin pizca de anagnórisis ni rastro de catarsis. Qué tragedia.