lunes, 31 de enero de 2011

Ciudadano Ed Wood

Veo (otra vez) Ed Wood, la biografía con la que Tim Burton rindió un peculiar homenaje a Edward D. Wood Jr., aquel triunfador que fracasó impenitentemente en todos sus empeños. Tal vez por eso me vienen ahora a la cabeza los versos de Luis Rosales: “sabiendo que nunca me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería”.
            Pero no nos pongamos solemnes. A continuación tienen dos propinas: el tráiler original de Plan 9 from outer space y el poema que, hace ya unas cuantas lunas, confeccionó un servidor sobre la materia. El vídeo está almacenado en youtube, ese todo a cien del ciberspacio con alma de populoso centro comercial. Y el poema pertenece al libro Babilonia, mon amour, que coescribí y copubliqué con el sospechoso habitual Joaquín Juan Penalva, a quien debo no pocos de mis conocimientos sobre la mejor serie del mundo (la serie B).


Citizen Wood

Yo, ciudadano Ed Wood,     
he sido condenado por soñar:
porque aprendí el infinito en las bardas del cielo
y las nubes me ofrecieron su cálido hospedaje,
porque, rayando el jaspe de la aurora,
fui nombrado escudero del alba
y vi los manantiales que brotan en los páramos.
Yo, ciudadano Ed Wood,
he sido condenado a un planeta secreto
llamado Serie B,
a la rueca del viejo celuloide,
a la intacta geometría de la costumbre.
Pero, decidme:
¿quién no ha fantaseado con inventar espacios,
hacerlos florecer entre las manos
y poblarlos de vaporosa niebla?
¿Quién no ha querido asediar los confines del atlas
con platillos volantes y torvos alienígenas?
¿Acaso alguno de vosotros ha habitado mis sueños?
Yo, ciudadano Ed Wood,
he sido condenado al agujero negro de la historia.
Mas recordad que fui vuestra única esperanza
cuando los superhéroes aún no habían nacido,        
pero ya los villanos
llevaban los bolsillos llenos de kriptonita.
(de Babilonia, mon amour, 2005)

viernes, 28 de enero de 2011

La antena

También escucho voces. Es una manía que me afean amigos y vecinos, pero uno es así. Basta con que salga a la calle, vaya al supermercado o incluso me acomode en la butaca del cine. Las conversaciones ajenas fluyen en mi conciencia, como el eco de un stream of consciousness al revés. Guiado por un ritmo incontrolable, al rato estoy siguiendo, apasionadamente, los pelos y señales del derrame sinovial de la tía Puri, las parafilias más secretas de un concursante de Gran Hermano o el crispado debate familiar sobre los presupuestos de la nación. Antes fingía: esperaba el momento propicio para abalanzarme sobre la presa, y luego, furtivamente, recopilaba los fragmentos del relato dialógico o las teselas del mosaico conversacional. Actualmente ya no hace falta, gracias a la telefonía móvil y a la disolución de las fronteras entre el espacio público y el espacio privado que proclaman algunos sociólogos airados. Los móviles han hecho un gran favor a los escritores de vocación realista, y no digamos los sociólogos airados. El caso es que ahora voy con la parabólica a todo trapo mientras la gente da —a voz en cuello— tres cuartos (y mitad) al pregonero. Ayer un chico de unos quince años que, a juzgar por su atuendo, volvía de un entrenamiento futbolístico, le estaba diciendo a su interlocutora algo del tipo: “Prefiero llamarte luego, porque es que te vas a tirar una hora llorando”. No estoy seguro de si tal declaración de insensibilidad eterna me provocó emoción o ternura. Pero pensé que daba para un microrrelato. Hagan la prueba: enchufen la antena, caminen por las avenidas de una gran ciudad y entréguense al placer del zapping. Si aguzan el pabellón auditivo, ponen en guardia yunque y martillo y tienen cuidado con las interferencias, les sale por lo menos un Chejov o un Carver. Palabra de radioyente.



jueves, 27 de enero de 2011

Feliz en su día

Leo Mirlo y lobo, de Henri Cole, publicado por la editorial santanderina Quálea, cuya colección de poesía dirigen Carlos Alcorta y Rafael Fombellida. Para los poetaheridos del orbe —que no parecen ser tan pocos como parecen— resulta loable el empeño de la editorial por publicar a autores consolidados fuera de nuestras fronteras, pero inéditos o casi éditos a este lado del Rubicón. Después de El accidente, del portugués Gomes Miranda, no he dejado pasar la oportunidad de hincarle el ojo al libro de Cole, que propone otra vuelta de tuerca a los tópicos eternos y a los cambios de piel de esa entelequia mutante apellidada “sujeto autobiográfico”. Para muestra baste “Cumpleaños”, adscrito a un subgénero (el poema de aniversario) que siempre me ha provocado una simpatía inmediata. Sí, algunos poetas serán eternos, pero todos rinden cuentas al calendario:


Cuando era niño, llamábamos castigo
a estar encerrados en un cuarto. La aparente
abdicación de Dios de los temas mundanos
parecía imperdonable. Esta mañana,
mientras subo los cinco pisos hasta mi apartamento,
recuerdo la voz de mi padre
envuelta en ansiedad y amor. Como siempre,
la posibilidad de un hogar —a lo sumo un sueño—
permanece ilusoria. Por eso leo a Platón, para quien el amor
no ha sido profanado. Me tumbo en la alfombra,
como un gusano compostando, y comprendo cosas
sobre las que no tengo ningún conocimiento empírico.
Aunque la puerta esté cerrada, soy libre.
Como un mapa obsoleto, mis fronteras están cambiando.
(Traducción de Eduardo López Truco)

martes, 25 de enero de 2011

De dioses y de hombres

Veo la película de Xavier Beauvois. La sobriedad de la puesta en escena y la contención interpretativa de los actores me convencen de que es posible un compromiso que proyecte una mirada serena y reflexiva sobre la sociedad de nuestros días. Pero, cuando estoy a punto de ensalzar las virtudes de un discurso elíptico, capaz de suscitar la duda sobre lo que debe mostrarse (o no) al espectador, abro el periódico y veo las imágenes de la masacre en Moscú, insólitamente familiares. La realidad no se anda con rodeos ni medias tintas. Y, definitivamente, no entiende de elipsis.

lunes, 24 de enero de 2011

Idioteca (pasen y vean)

Leo, de un tirón, la Idioteca de Raúl Quinto. Recuerdo que hace poco Luis Magrinyà describía su Habitación doble como una “instalación narrativa”. La referencia viene al caso porque el último artefacto de Quinto se podría definir como una “instalación poética” o como una “performance literaria”. En el prólogo del libro, Alberto Santamaría habla de la plasticidad de las imágenes que Quinto proyecta en el lienzo de sus páginas y en la retina de sus lectores. Sin embargo, la hipnosis colectiva de Idioteca no solo se debe a los espectros culturales invocados ni a la peculiar alquimia verbal del autor. Los aquelarres pictóricos de Brueghel, los acordes visionarios de Sonic Youth, las peripecias animadas del Coyote y los monstruos soñados por la razón alucinada de Gordon Lewis, Lovecraft, Goya o Zexius de Heraclea demuestran que Scheherezade sigue devanando una y otra vez la madeja de sus mil y un relatos. En el museo de Idioteca conviven la memoria deductiva del ensayista, la mirada empírica del poeta y el pulso del narrador, ese croupier que siempre esconde un as (o un cuchillo) bajo la manga. A los visitantes de esta galería privada no les quedará más remedio que dejarse atrapar por el infinito juego de espejos orquestado por Raúl Quinto. Mientras tanto, apaguen los teléfonos móviles y permanezcan atentos.


jueves, 20 de enero de 2011

En Vespa


Vuelvo a ver Caro diario, de Nanni Moretti. Han pasado más de quince años desde su estreno, así que ni la película ni yo somos los mismos. Pero me sigue admirando la libertad creativa de aquel protoblog de celuloide en el que Moretti recorría los barrios de Roma a lomos de su Vespa y transcribía en imágenes su peculiar manera de mirar el mundo. Si quieren acompañarlo durante un rato, no tienen más que pulsar en el vídeo.

miércoles, 19 de enero de 2011

Relativos y absolutos

Leo que Gimferrer declara que un poema es “un absoluto verbal”. Para un gremio proclive al relativismo (ilustrado o no), el sintagma suena decididamente absolutista, aunque se trate de una monarquía verbal parlamentaria. Pero no hay motivos para preocuparse. Poco después (o poco antes), el autor afirma: “He de dar por buena toda interpretación que alguien vea porque seguro que está en el texto”. Al final, Gimferrer también acaba acogiéndose a la teoría de la relatividad, aunque sea a costa del manoseado papel del lector y de la tradición hermenéutica. Será porque todo es absolutamente relativo. O relativamente absoluto.

martes, 18 de enero de 2011

Hombre y gato (ensayo o microrrelato)


Hace días que lo voy (y vengo) observando. No hay nada de particular en su apariencia: cualquiera lo confundiría con otro jubilado británico ex cosmopolita y ahora vagamente aburrido. Tampoco su atuendo ofrece detalles significativos: chaqueta de color azul marino, vaqueros desgastados, gafas con montura de carey (o no) y la habitual prosopografía que uno suele hallar en una descripción realista. Lo peculiar es su ocupación, a la que supongo que dedica la mañana entera, pues siempre me lo encuentro cuando voy a comprar el pan y el periódico, pero, teniendo en cuenta que mi cronología matutina es un tanto guadianesca, he descartado la hipótesis de la coincidencia horaria. Junto a un solar en permanente construcción, el hombre abre con maña envidiable latas de atún en escabeche o de sardinas en su tinta —de las que previamente escurre un líquido aceitoso de origen vegetal—, y vierte cuidadosamente su contenido en tres o cuatro boles dispuestos a lo largo de la acera (no sé de dónde salen los recipientes, pero cuando vuelvo a casa siguen allí, como el dinosaurio de Monterroso). Poco a poco, van llegando los comensales: pardos, negros o a rayas, con tendencia a la obesidad mórbida y francamente famélicos, cojitrancos y decadentes, dandies y bohemios, con las guías alborotadas o los bigotes hirsutos como un mariscal alemán. Los gatos comunes, abandonados y mendicantes, se convierten cada mañana en gatos príncipes bajo la atenta vigilancia del hombre. Son reyes por un día. Y el hombre contempla el festín de la comunidad gatuna con esa mezcla de orgullo y arrobo místico con la que a los abuelos les gusta ver comer a sus nietos, a rebañar el plato y sin dejarse nada. Últimamente he alterado mi ruta: me parapeto tras el contenedor de vidrio para ver sin ser visto, y finjo leer la sección de “Moda y tendencias” mientras paso al lado del neoplatónico banquete. Sin embargo, hay una idea que ha empezado a inquietarme: ¿qué ocurre si un día no aparece por allí el hombre que ronronea a los gatos? ¿A quién le legará su particular oficio? Sí, ya sé lo que están pensando, pero es demasiada responsabilidad, y soy alérgico al pelo (de gato).

lunes, 17 de enero de 2011

Ricardo Piglia y los gatos encerrados

Leo en Babelia las primeras entradas del diario en construcción de Piglia. Compruebo que no soy el único al que le escaman las resurrecciones periódicas de ciertos autores que llevan ya algún tiempo en el otro barrio, con parcela propia en el panteón de nombres ilustres. Se diría que algunos escritores nunca fueron tan prolíficos como después de muertos, tal vez porque ahora su reino no es de este mundo, y en aquel otro ya no están sujetos ni a los imperativos editoriales ni al arbitrio de la cronología. No resulta menos llamativo que sus archivos informáticos —imperecederos como su legado— sean invariablemente un pozo sin fondo: basta con excavar un poco, y el resultado de la prospección suele dar para tres novelas, un diario íntimo, cuatro o cinco (colecciones de) relatos y un apartado de miscelánea que puede aparecer por entregas en la prensa escrita o publicarse por fascículos en revistas eróticas, junto a los desplegables. Es curioso que fauna tan habituada a trabajar a destajo, con la espada de Damocles de los plazos oscilando sobre sus cabezas, tenga tiempo para entretenerse diseñando su obra póstuma, lo que es —por otra parte— una ocupación tan lícita como hacer testamento o sudokus. Parece que los autores actuales piensan como los invitados de aquel programa televisivo post mortem en el que el entrevistado sacrificaba la gloria mundana en aras del éxito de ultratumba. No sé si existirá ese grupo de escritores que “ha decidido ganarse la vida escribiendo novelas póstumas”, como dice Piglia, o si habrá un purgatorio en el que el jefe de todo esto les seguirá exigiendo a sus realquilados un título por año.



PD: Ando leyendo el estupendo Blanco nocturno, donde el detective Croce le busca “cinco patas” al gato, en lugar de tres pies. La expresión que le otorga una pata más al felino me suena mucho más convincente que la que le atribuye un pie menos. A menos que el gato trípode sea un gato encerrado, claro está.


viernes, 14 de enero de 2011

Apichatpong, el tío Bom y un espíritu burlón

Como no solo de poesía vive el homo loquens (y más o menos faber), abro con esta entrada una puerta a otra de mis manías predilectas: las imágenes que surgen de ese fabuloso aparato que los Lumière inventaron para promocionar el negocio familiar. Traducido a lenguaje poético —según Juan de Mairena—, confieso que también me gusta el cine. Pese a que soy un espectador omnívoro e impenitente, aún me inquietan ciertos misterios relativos al arte del séptimo ídem. El último de esos enigmas es la hipnosis colectiva, la catarsis espiritual y la conmoción lírica que provoca en buena parte de la crítica un realizador tailandés que responde al pintoresco e impronunciable nombre de Apichatpong Weerasethakul. Tiendo a profesar agnosticismo hacia el cine de culto. Pero, en este caso, me declaro ateo militante. Hace años vi en vídeo Tropical malady. La copia no era buena, los subtítulos resultaban casi ilegibles y tenía sueño, así que atribuí a la conjunción de esos tres factores mi escasa empatía hacia la selva de imágenes diseñada por su director.





Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas, Palma de Oro en el festival de Cannes, ha logrado conciliar el elogio unánime de toda la prensa cinematográfica que no tiene como único modelo estético la Poética de Luzán. Pero, además, Apichatpong se ha erigido en adalid del nuevo cine lírico. Así que ni Wong Kar Wai, ni Hou Hsiao-Hsien, ni Kim Ki-Duk. El poeta es él. Dos meses después, solo recuerdo dos secuencias de mi visita al tío Boonmee: la primera es una cena doméstica en la que se congregan un hombre-lobo —de aspecto francamente ewok, comparen las fotos—, el fantasma de una mujer y el atribulado tío Boonmme (no es para menos). La segunda tiene el indudable mérito de convertir en celuloide literal la expresión figurada que manda a alguien a copular con un vertebrado acuático. No sé cuánto durará el fervor Apichatpong, pero promete ser la pesadilla que se muerde la cola.

martes, 11 de enero de 2011

Por exigencias del guion...



S.M. la RAE afirma que guion se escribe sin tilde, como amor se escribía sin hache desde tiempos de Jardiel Poncela. Frente a los reales veredictos no cabe interponer ningún recurso, ni apelar a otro derecho que el universal al pataleo. Las sentencias ortográficas se acatan, y puntos suspensivos. Sin embargo, las nuevas reglas de acentuación tienen un efecto colateral del que no parecen haberse percatado ni los panacadémicos del mundo unidos, ni los columnistas polemistas, ni los escritores de paisano. Porque nadie ha considerado las consecuencias funestas que la diptongación forzosa —con exoneración de tilde— puede acarrear para aquellos animales cartesianos que cuentan sílabas (a dedo), segmentan hemistiquios y se llevan una. Y no, no vale ampararse en el tópico de que todo el Parnaso es orégano: por estos lares, hasta el más versicular heptasilabea, y hasta el versolibrista más acérrimo cojea del mismo pie (rítmico). Así que truhanes, señores y otras aves de rapiña habrán de decidir si son partidarios de seguir bisilabizando —el guión original siempre tendrá más solera— o de monosilabizar de una vez por todas —para ellos será el premio al mejor guion adaptado. Esa es la cuestión.     

sábado, 8 de enero de 2011

Principio sin principios

Cecil B. de Mille recomendaba empezar una película con un terremoto, e ir in crescendo. Horacio era partidario de los comienzos in medias res. Las admirables prolepsis de García Márquez nos convencen de que anticipar la resolución del enigma es la mejor manera de formularlo. Todo lector sabe que una primera frase es capaz de salvar el desarrollo de una novela o de conducir al desaliento, y que un verso final redime o condena irremisiblemente al ente versificador (que es, a menudo, la versión defectuosa del sujeto poético). Tras someter a los principios a un segundo grado, he resuelto empezar por el principio: el verbo (ser y no ser). De momento, he optado por el no ser. He aquí mis diez mandamientos portátiles sobre lo que no hará este cuaderno de bitácora:

1. No amará el Blog sobre todas las cosas, pero observará la máxima de actualizarlo con regularidad.
2. No tomará el nombre de Poeta en vano, aunque la propuesta tautológica de Forrest Gump sea irrebatible: “poeta es el que escribe poesía”. Los adjetivos vienen luego.
3. No santificará la poesía ni cosa que se le parezca.
4. No deshonrará a la tradición literaria, porque solo a Mendel se le ocurriría mezclar versos con guisantes.
5. No matará de aburrimiento a sus lectores, así que cada entrada dispondrá de un máximo de 373 palabras para expresar sus opiniones.
6. No (a)cometerá versos impúdicos.
7. No robará ideas ajenas ni material protegido por la ley, pero tomará prestado lo que haya menester.
8. No dirá mentira que no sea verosímil.
9. No consentirá más pensamientos impuros que los inherentes al juego de hacer versos.
10. No codiciará la autoría de las obras ajenas, con ciertas salvedades.
Para rebajar la teología con unas gotas de empirismo, terminaré este principio con una constatación dialéctica: “Esto es un blog: quien lo probó lo sabe”.