En
Hasta mañana, Juan Manuel Romero
conjugaba una poesía reflexiva y contemplativa, discursiva y fragmentaria,
telúrica y desarraigada. Seis años después de aquel libro, el autor publica Desaparecer, un poderoso canto a la
libertad que se distribuye en cuarenta secuencias numeradas, sin titular. En la
senda de Wordsworth, Romero reivindica una ética de la naturaleza y una
estética de la mirada. A ese propósito contribuye el dominio de la elipsis, que
le permite despojarse de todo lo accesorio para viajar hacia la semilla de lo
elemental. Esta voluntad de ascesis se observa igualmente en la rotunda
concisión de unas estampas que rara vez se reducen al fogonazo cromático o a la
impresión plástica. En los versos de Desaparecer
convergen la realidad exterior y el vislumbre interior, la humilde precisión de
la acuarela y el denso trazo del óleo. En efecto, el sujeto se adentra en la
cáscara de la intimidad y en la corteza de la conciencia para proclamar un
valor suplementario, un exceso de vida o un “contenido extra para el mundo”: “Tengo
más vida ahora / de la que soy capaz de resistir”.
La indagación en la identidad y el
método dialéctico de la duda ―hasta llegar a la interrogación primigenia: “¿De
qué sirve la vida?”― abren un campo temático donde el ser polemiza con las
cosas y donde la naturaleza transfiere su sustancia vital a un personaje a
punto de disolverse en el dinamismo del paisaje: “No creer en mí mismo es otra
forma / de seguir adelante”. Asimismo, la germinación metafórica y el juego
asociativo de la sinestesia aportan correspondencias inéditas; “ráfagas de
control y descontrol” que profundizan en la médula de lo visible. Según sugiere
el título, el yo se aparta del primer plano y nos deja el testimonio de una voz
en off que postula una entrega panteísta y desconfía de los simulacros
posmodernos: “Ganamos experiencia en las pantallas / donde la realidad / es una
zarza que ha cubierto el monte”.
En Desaparecer hay un ajuste de cuentas con la propia biografía, tal
como ejemplifican un conjunto de poemas que regresan a los ritos de la
infancia, con sus juegos crueles y sus asombros repentinos. No obstante, ese
impulso retrospectivo se diluye entre los signos de la edad adulta. A lo largo
de las páginas se dan cita la memoria individual y la rutina doméstica, el
combate de la palabra contra la dictadura del tiempo, un ecologismo refractario
a las consignas y las fábulas reales que tuercen la trama del destino: “Aquel
día, / mi amigo iba a morir ahogado en la piscina / y le salvé la vida casi sin
darme cuenta”. La despedida de una etapa vital se asocia con una espeleología que
busca yacimientos de sentido en la “belleza disgregada” del mundo: un literal hortus conclusus, los restos minerales
“de una excavación abandonada”, “un campo de maíz iluminado por focos”, la luna
sucia, los cables de alta tensión que unen el cielo y la tierra, o la “luz
hiperactiva” del sol. Las imágenes del eterno retorno van pautando el ritmo del
libro y engarzando sus motivos recurrentes: las manzanas oscuras, el agua
quieta, la vieja higuera, las hojas amarillas. Finalmente, el presagio de la
caducidad se redime mediante la regeneración estacional, de un modo similar a
como ocurría en la película El sol del
membrillo, de Víctor Erice: “Lo que se acaba / al mismo tiempo crece / en
libertad”.
La construcción de un lenguaje capaz
de atrapar lo fugitivo sin rendirse a los tópicos calcificados por el uso es
uno de los indiscutibles aciertos de este libro. También lo es la apuesta por
la solidaridad recíproca entre el pensamiento y la naturaleza, espejismos en
los que subyace la ilusión de un equilibrio: “La niebla se ha quedado entre las
ramas sucias / igual que las palabras / dentro del pensamiento”. Frente a la
inestabilidad de un universo que no cesa de formular preguntas, el sujeto
defiende la paradoja como arma de doble filo y escudo protector: “Saber y ser
capaz de no saber”, “Sé que la vida inútil es la útil”, “Y un exceso de vida /
acaba con la vida”, “Me ha pesado entender que dando vida / estás atándote a la
vida”. Al final de su periplo por el espacio y el tiempo, el autor acaba fundiéndose
en la vida cíclica y asumiendo que él también forma parte de un mundo que arde
un instante antes de desaparecer: “También al respirar, / algo de lo que soy se
disgrega en el aire / y algo de lo que soy / se renueva”. He aquí un libro
espléndido, que dice cosas importantes en voz baja y que transmite un alto
voltaje emotivo con una admirable sobriedad expresiva.
(Publicado en Turia, núm. 116, pp. 481-483)