En su tercera salida en solitario, Joaquín Juan Penalva ha fundido
los dos núcleos temáticos en torno a los que se articulaban sus títulos
anteriores: la historia cultural (La
tristeza de los sabios, 2007), por un lado, y la intrahistoria doméstica (hiberna, hibernorum, 2013), por otro. Estos
Anfitriones... (Huerga y Fierro,
2015) despliegan una poética de la
derrota que hunde sus raíces en una tradición de sublimes fracasos, desde los
que padeció el capitán Aldana hasta los que asoman en la escritura cotidiana y
prosaica de Karmelo C. Iribarren, pasando por los que se relatan en la épica
rota de Julio Martínez Mesanza. Sin embargo, que nadie se llame a engaño: Joaquín
Juan Penalva no ha renunciado a Joaquín Juan Penalva, de modo que bajo este
inventario de desencantos aparecen los emblemas públicos y las obsesiones
privadas habituales en el autor. “Escribo para recordar // lo que he leído...
// lo que he visto... // lo que he sido”, afirma en un poema titulado “Ars
longa...”. A juzgar por los textos reunidos en este volumen, Joaquín Juan ha
leído todos los libros, ha visto las ciudades más decadentes de la vieja Europa
y ha sido un actor secundario en películas más cercanas a la serie Z que a la
serie B. Así, aunque las composiciones invoquen a Darkman, a Michael Myers, a
la protagonista de Resident evil o al
inefable propietario de El coche
fantástico, el objetivo no consiste en provocar un choque frontal entre las
expectativas del lector y el desguace pop. Esos iconos devaluados son, al cabo,
las ruinas de una arquitectura sentimental y los fragmentos de un universo
auroral: “Qué poco me queda de entonces, / qué poco queda de mí ahora”. Lo
mismo sucede con los paisajes (Venecia, Lisboa, Madrid) y con los pasajes
literarios: tras la meticulosa demolición de su andamiaje legendario, solo
queda en pie un corolario amargo o irónico, o tal vez amargamente irónico (“Quizá
ya sea / demasiado tarde / para aprender / a ser tristes / o cantar fados”).
En efecto,
como se trata de cantar lo que se pierde, el poeta prefiere pecar por exceso y
asegura haberlo perdido todo: esperanza y gloria, premios y trenes, vida y
tiempo, y a veces hasta la propia conciencia de haber perdido algo, como ocurre
en “Recortes de vida”. Pese a todo, Joaquín Juan no se instala en una
cosmovisión pesimista, sino en una suerte de
aurea mediocritas que se complace en la evocación de ritos lejanos y
costumbres efímeras. No faltan los homenajes a los escritores de cabecera (“Un
día llamado Ángel”), ni la redención a través del arte, ni la proyección
desdoblada del personaje en diversos correlatos objetivos. En el collage de
cubierta, obra de Yolanda Parra, un hombre de espaldas contempla un horizonte
de titulares de periódico entre cuyas páginas se intercalan algunos versos del
libro. También el sujeto-flâneur de Anfitriones... lee el mundo como un códice miniado o se abisma en sus misterios como
el espectador ante una pantalla de cine. Ejemplo de ello es “La leyenda de San
Galgano”, donde la cartografía real encubre un espejismo de celuloide: “Es la
abadía de los bosques, / el templo en el que / Tarkovski mitigó / su Nostalghia / antes de sumergirse / en la
gran alberca / de Bagno Vignoni”.
Culturalista
y coloquial, elegiaco y reflexivo, Joaquín Juan entrega aquí su libro más
personal y acaso más transferible: una destilación de sus principales señas de
identidad. En una de las piezas finales, “Visión de futuro”, la voz lírica
decide perseverar en su vocación de fracaso: “Siempre quedará / otra batalla
que perder... / hacia esa derrota / pongo rumbo”. Sus fieles lectores lo
acompañaremos por esos nuevos derroteros. Pero ahora demos la bienvenida a
estos Anfitriones como se merecen.
Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 24 de septiembre de 2015
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