viernes, 30 de septiembre de 2011

Rock and Roll

Lo dice José Coronado en No habrá paz para los malvados, cuando Santos Trinidad descubre que todo lo que va mal puede ir peor. Enrique Urbizu lleva tiempo empeñado en que un autóctono con un arma no parezca un esforzado préstamo ni un calco idiomático del cine americano. Y en No habrá paz… lo consigue, como antes logró convencernos de que la vida acaba por mancharnos a todos. Pero ese no es el único mérito de una de las pocas películas españolas a las que se le pueden poner sin sonrojo el adjetivo de vibrante, enérgica, electrizante y otros vocablos similares con los que los periodistas suelen motejar a los thrillers foráneos. Eso sí, es mucho más pesimista y bastante más negra que la mayoría de esos thrillers. No conviene hablar demasiado de una película que hace del laconismo una de sus mejores virtudes, así que no cometeré la torpeza de hacerlo. Me limitaré a constatar que, junto con el extraordinario trabajo de Urbizu, la música de No habrá paz… no sería lo mismo sin la letra de Michel Gaztambide. Espero no estar desvelando un secreto bien guardado, pero Gaztambide, además de un guionista de primera, es un poeta más que solvente. Ya en La vida mancha no aparecía por casualidad una calle Iribarren (por cierto, a ver cuando se dan por aludidos los entes municipales). En cualquier caso, como el movimiento se demuestra con rock and roll, les dejo con un poema que Gaztambide publicó en el número 6 de Ex Libris, allá por el año de gracia de 2005:


FEDERICO Y GIULETTA
Cuando Federico vio a Giuletta
pensó que no era guapa
pero que nunca había visto nada
tan hermoso.
Con palabras
y traspiés la hizo suya
y la llevó a su casa
donde le dio historias fabulosas
y disgustos.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Zombieland (Jorge Fernández Gonzalo)

Borges lo sabía: todo misterio es siempre superior a su resolución. Tal vez por eso soy adepto de las películas de zombis, fan de George A. Romero, y ahora entregado lector de Filosofía zombi. La herencia del positivismo hizo que la ciencia ficción al celuloide racionalizara sus engendros monstruosos, y esa manía explicativa dio al traste con una de las potencias intelectuales más activas del espectador: la imaginación. Solo unos pocos elegidos, como John Carpenter o George A. Romero, saben que sus imágenes no precisan mayor ilustración que el asombro. Por eso, el cine de zombis es un género puramente abstracto y un punto surrealista.
            En Filosofía zombi, Jorge Fernández Gonzalo no incurre en el pecado de la explicación ni en la grosería de la glosa. Al contrario, sus elocuentes notas al margen funcionan como los títulos en los cuadros de Magritte: no nos informan de nada, pero nos sorprenden en cada giro reflexivo. Para muestra basta el siguiente botón: “El zombi es un problema de escritura […] con el que infectar cualquiera de los signos que componen nuestros códigos culturales y, dese ahí, volver a pensarlos nuevamente”. Sí, pocas veces el no-muerto había estado tan vivo como en las páginas de Filosofía zombi.


lunes, 19 de septiembre de 2011

Recetas de poesía (sobre El árbol de la vida)

Fuera del gremio, donde el adjetivo es venerado y temido a un tiempo, la palabra “poético” me provoca una suerte de repelús estético. Sin embargo, siempre habrá quien considere que el mundo es un invento irremediablemente poético: una foto del atardecer, la Torre Eiffel, un modelo de Victorio y Lucchino o una tortilla deconstruida. Con esos recelos iba al cine a ver el último “poema visual” de Terrence Malick, ese hombre de barba profética que no concede entrevistas ni dirige más de una película por década. No me andaré por las ramas del árbol vitalicio. No me gustó nada el asunto, pero tuve una revelación. Descubrí a qué nos referimos cuando nos ponemos poéticos. Y, en un ejercicio de sincretismo culinario, se puede resumir en la siguiente receta:
1) Adormezca al espectador con grandes angulares tomados del National Geographic. Déjelo cocer a fuego lento.
2) Mientras llega al punto de cocción, sofría una música enfática (Brahms, más Brahms) que exprese sutilmente los atormentados mundos interiores de criaturas planas.
3) Espolvoree, sin que vengan a cuento, insertos fragmentarios de manos, pies, tules, cielos, cortinas, jardines, mares, desiertos, junglas, niños, perros, ríos, piscinas, peces, aves de corral, aves de rapiña, aves que vuelan y cazuelan…
4) Atrévase a darle un toque de distinción a su receta. Póngase estupendo. Saque a un calamar abstracto que nos explique la Creación. A un dinosaurio grande y a un dinosaurio chico. Cuente el big bang en unos minutillos. Siéntase Pollock. Llene la pantalla con amebas y magma, fuego y tierra, y los demás elementales elementos.  
5) Sazone el celuloide con una impertinente voz en off que diga en tono engolado frases del siguiente jaez: “Los pájaros cantan. Las nubes… Oh, las nubes… Ellas se levantan. Y el árbol crecía. Era verde. Como la esperanza. El árbol es lo último que se pierde. Últimamente pienso en ti, hijo. Dónde estás, hijo de Utah, te vas a poner perdido de verdín”.
6) Ya que ha empezado por el principio, acabe por el final. Hornee un limbo new age, una moraleja tea party y una retórica encíclica. Gratine un discurso pastoral-evangelista. Añada dos tazas de caldo por si alguien no lo pilla.  
7) Sírvase frío.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Mapa de la Atlántida

Lo descubrí hace poco. No vivo en la pequeña localidad levantina que aparece en mi DNI, sino que me he mudado a una cartografía hipotética, como Matrix, Gotham City o Marienbad. He descubierto que hay otro pueblo en mi pueblo: un territorio vallado y fantasmal, perfectamente trazado a escuadra y cartabón, y con una amplia variedad de mobiliario urbano en pleno proceso de descomposición orgánica. Si el peatón vadea ligeramente un poste magullado o si el automovilista se limita a equivocarse de dirección, es muy probable que entre en esa dimensión desconocida. Allí hallará columpios tapados por espectaculares capas de plástico, hileras de bancos cubiertas por una fina pátina de polvo finisecular y varios terrenos jalonados de alborozada broza. Una poética imago de las naturalezas muertas del Barroco, que al anochecer se convierte en un sombrío parque de atracciones al que solo acudiría la familia de David Lynch. Al principio, los lugareños, de natural receloso, desconfiaban de tal aparición espectral, de manera que solo el contenido de las flamantes papeleras atestiguaba la presencia humana (juvenil) y las preferencias etílicas (Cacique con Cola) de la comunidad. Sin embargo, con el tiempo, la gente ha acabado perdiéndole el miedo a pasear por su particular Atlántida, por lo que ahora es frecuente encontrarse con ciclistas, perros, madres con niños, ciclistas maternales, niños emperrados y otros bien estudiados ejemplares de la fauna autóctona. La duda que me asalta es la siguiente: ¿qué ocurriría si los habitantes prefirieran este otro pueblo a su residencia habitual? En efecto, bien podría acabar vaciándose el receptáculo real y superpoblándose el espacio virtual, según la conocida ley de los movimientos migratorios. En cualquier caso, no cabe duda de que la especulación urbanística nos ha hecho grandes. No solo disponemos de un búnker (eso sí, al aire libre) que podría habilitarse en caso de emergencia nuclear. Además, tenemos la oportunidad de disfrutar de un paisaje estético en busca de contemplador. Una única carencia me impide disfrutar de la Atlántida en todo su fantasmagórico esplendor: nunca aprendí a montar en bicicleta.



miércoles, 7 de septiembre de 2011

Almodóvar vs. Louise Bourgeois

A estas alturas, parece evidente que Pedro Almodóvar no es un director de cine, sino un género cinematográfico. Este planteamiento tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La principal ventaja es que cualquier cosa, en manos de Almodóvar, resulta netamente almodovariana. El principal inconveniente es que los géneros cinematográficos son más normativos de lo que parecen, y bastante menos flexibles de lo que a Almodóvar le gustaría que fueran. Por eso, cuando el director se saca de la chistera esa suerte de melodrama esdrújulo (histérico, hiperestésico y un punto esperpéntico) que parece definir su estilo, consigue maravillas como Todo sobre mi madre, Hable con ella o Volver. En cambio, cuando ha de vérselas con los modelos policiacos que tanto admira, a menudo le traiciona su facilidad para transgredir la atmósfera que él mismo ha creado durante buena parte del metraje. Esa sensación me asalta durante la proyección de La piel que habito. Un mad doctor hierático, un psicópata disfrazado, un ama de llaves con síndrome de Rebeca, una hija desquiciada y un cuerpo transgénico o transgenérico son demasiados ingredientes para que la receta admita, además, las peculiares salidas por la tangente del director manchego.
            Con todo, hay en La piel que habito una excelente idea conceptual, que ignoro si estará en la novela de Jonquet en la que se inspira (aunque su título, Tarántula, parezca sugerirlo): el paralelismo entre el doble cuerpo de la protagonista y las esculturas de Louise Bourgeois. Es sabido que Almodóvar suele dar pistas sobre los referentes culturales que toma prestados. Y en La piel que habito no falta un libro con ilustraciones de la obra de Bourgeois. Lo llamativo es el modo en el que el cuerpo de Elena Anaya imita las figuras de la artista franco-americana. Comparen, si no, el siguiente fotograma de La piel que habito con la escultura Arch of hysteria (1993), de Louise Bourgeois. Supongo que lo anterior demuestra que una película fallida de Almodóvar no deja de ser una buena película mal resuelta.