Atravesó el cielo de San Javier el sábado pasado, en el festival internacional de jazz celebrado en dicha localidad. La última vez que la vieron estaba subida a un escenario, derramando el caudal de su voz igual que un torrente y moviéndose con la sigilosa velocidad de la culebra. Como auténtica cantante de raza, esa rara modalidad que también lo es en el gremio de los escritores, Lila Downs no necesita mitificar el folclore ni decorar las rancheras con el sonoro oropel de lo posmoderno. Le basta y le sobra con una modulación portentosa, que se diría capaz de ensombrecer continentes y de provocar eclipses de luna. Si Chavela Vargas alcanzó a llorar como si riera, Lila Downs ha sabido encontrar su razón metafísica en la magnífica barahúnda instrumental que la acompaña y en un bestiario donde conviven cucarachas, perros negros y pollitos en arroz. Cuando escuchen en el cielo la vibración vocal de un relámpago, no lo duden: está a punto de llover una canción de Lila Downs.
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