viernes, 6 de enero de 2012

A vista de squirrel

Cuando viajo, suelo sentir una afinidad inmediata con algún bicho que parece ver la realidad con el mismo asombro extrañado con el que la percibo yo. Ignoro qué diría Freud al respecto, aunque prefiero no imaginarlo. Sí sé, en cambio, que Raffaella Carrà lo habría resumido, con escepticismo comparatista, en la hipótesis si fuera un roedor... En estas vastedades cartesianas, salpicadas de verdes eucaliptos, no me cabe duda de que mi álter ego animal se denomina squirrel: reducirlo a 'ardilla' me parece una truculencia innecesaria. En la palabra squirrel está condensada la sinuosidad escurridiza de esas criaturas que trepan a las ramas de los árboles con inusitada premura, se emboscan en los matorrales para asustar a quienes hacen footing y exhiben su variedad saltarina ante el flash de los turistas. A diferencia de lo que tantas veces se ha dicho, sus pasos no están guiados por la usura ni por la prisa: en lo alto de las copas más altas, sueñan con ser águilas. Y, a ras de tierra, demuestran un interés francamente humanista por su entorno. Cerca del campus, sus movimientos se vuelven algo arrítmicos, casi atonales, como si reprodujeran la métrica de un poema de William Carlos Williams. No es para menos. Pero ya les contaré otro día. Ahora acabo de experimentar unas ganas irreprimibles de saltar a la pata coja.

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