El Goya pesa. Debe de pesar lo suyo. Por eso los ganadores depositan la estatua (aquí “estatuilla” sería un eufemismo) en el atril, despliegan un papel doblado meticulosamente en cuatro partes y profieren una monótona enumeración de nombres, apellidos, familiares cercanos, parientes lejanos, amores furtivos, afinidades electivas y misterios gozosos. Los agradecimientos tienen algo de religioso: son un rosario para los ganadores y un martirio para los espectadores. Quienes pierden, amén de lidiar la faena con impasible cara de póquer, tienen que aguantar chanzas y rechiflas, reprimendas ligeras y bromas pesadas, como si fueran los pipiolos del instituto a manos de los listillos de la clase. Por supuesto, no pueden ni deben rebelarse. Hay quien hace pasar lágrimas de pesar por cómicas efusiones, quien se atrinchera en un mutismo impenetrable y quien se dedica a charlar hasta por los codos con el vecino de butaca. Hay muertes y resurrecciones: réquiems por una industria española y catarsis frente a un futuro agónico. La gala de los Goya es como la vida misma: una auténtica pesadez. Pero todos esperamos al final, a ver a quién le dan el premio.
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