La nueva entrega
de Antonio Gracia se presenta bajo el explícito rótulo de La muerte universal, y el no menos explícito subtítulo de Cosmoagonías. En efecto, el libro define
un territorio poético traspasado de angustia existencial, pero que cristaliza
en versos de tersa serenidad y de alta temperatura emotiva. La primera sección
del volumen, “El universo”, propone una remozada teoría del big bang donde los laberintos estelares,
las epifanías cuánticas y las galaxias ignotas metaforizan las inquietudes
ontológicas del ser humano. La invención de dioses y quimeras, la indomeñable “fuerza
del desaliento” y las preguntas a la esfinge de la naturaleza representan los
intentos del hombre por suturar sus abismos interiores. Sin embargo, se trata
de esfuerzos condenados de antemano al fracaso, aventuras ascensionales
calcinadas por el deslumbramiento o voces que se disuelven en el eco del vacío.
Esa liturgia astral, cuya vastedad expansiva remite al Canto cósmico de Ernesto Cardenal, se resume en “La muerte
universal”, emblema de una lucha que tiene tanto de selección natural como de
implacable resignación ante la evidencia de la caducidad: “Y antes de abandonarme
al gran osario, / anoté, persiguiendo algún consuelo: / también / todo dolor
desaparecerá”.
Ese aquelarre de las fuerzas
elementales se remansa en la entraña de la intimidad en el segundo apartado,
“El microcosmos”. A lo largo de veintidós poemas sin título, el autor relata la
epopeya de un individuo asomado al brocal de su finitud. La presencia obsesiva
de la muerte no solo transforma la vida en una perpetua danza funeraria, y al
sujeto en “presentes sucesiones de difunto”, sino que contempla el mundo como
un pudridero del que solo nos libra por momentos la oración de la carne. El
lenguaje expresionista, los vislumbres visionarios y la iconografía táctil
convocan la imagen de las postrimerías codificada en las pinturas barrocas de
Valdés Leal: “Mira cómo el gran templo de tu vida, / resuelto ya en ceniza y
podredumbre, / separa sangre y carne, hueso y alma”. La oscura noticia que
alienta en estos versos conduce a una sola posibilidad: certificar el acta de
defunción de cuanto nos rodea, levantar “el cadáver / de la existencia”.
La tercera sección, “Autopsia”,
consta de un único poema que es al tiempo lección de anatomía, hoguera de
vanidades y plegaria fraternal. El “hombre triste”, deus occasionatus o demiurgo voluntarista, opone su afán de trascendencia
a la pulsión destructiva que corrompe el sueño de la inmortalidad. La precaria
oscilación entre acabamiento y permanencia protagoniza la última parte del
libro, titulada “Las ruinas de la luz”. Antonio Gracia aspira a pactar aquí una
tregua con el dolor. El arte y la escritura son las armas con las que el poeta
se enfrenta a un destino inexorable, urdido con una caligrafía enigmática (“El
cíclope amanuense”) o impreso en la piel del desengaño (“Las ruinas de la
luz”). El homo scriptor toma la pluma
para evocar paraísos perdidos, redactar poéticas maceradas en lo inefable o dar
testimonio de epitafios sinópticos: “La pluma solo escribe ya epitafios. / La
arrebatada música de Scriabin / y el cielo acongojado de Van Gogh / acompañan
mi noche silenciosa”. Mientras el universo fluye hacia un apocalipsis anunciado,
la poesía de Antonio Gracia sigue cumpliendo una función lenitiva: guiarnos en
la travesía hasta “el resplandor fugaz de un infinito / o el regreso final
hacia la nada”.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 28 de junio de 2012)
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