Después de que nuestra selección se coronase tricampeona con
una goleada a Italia (hace años, este habría sido el inicio de un relato de
ciencia ficción), el más elocuente fue Piqué: en el vestuario, dijo, cada uno
iba a su bola. Podría haber añadido un expletivo en su respuesta, pero se
abstuvo juiciosamente. La definición resultaba inmejorable: allí, Casillas le
daba tientos a una botella de cava, el señor del Bosque estrechaba manos con
vehemencia y recibía parabienes como quien no quiere la cosa, Reina brincaba
como si las mismas alas de Nike propulsasen su vuelo, y a Iniesta no había
quien no le diera un cariñoso calbote o le tirara cariñosamente de los mofletes.
En cuanto a las autoridades, el presidente miraba al príncipe, y este al presidente.
Cuando se aburrían, iban a darle la mano al señor del Bosque, o a propinarle un
cariñoso capón a Iniesta, o a saltar con Reina, o a brindar con un sorbito de
champán. En tal escenario, ni Plácido Domingo cantaba La Traviata, aunque de
vez en cuando mirase el reloj como quien pierde el vuelo a Zúrich. Por un
momento, animado por el ardor guerrero de la victoria, pensé que los vestuarios
de nuestra selección eran una metáfora del país. Luego, menos eufórico, caí en
la cuenta de que nos quedábamos sin expiación colectiva hasta 2014. Como están
las cosas, Dios sepa quién viva.
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