Lo vi ayer por la noche en 24. Hablaba con cierto desparpajo
y gesticulaba con desenvoltura, como quien acostumbra a perorar bajo los focos
de la actualidad. Por un momento temí que fuera a centrarse en los desastres de
la economía nacional, pero me tranquilizó saber que andaba bastante pez sobre
el asunto, más o menos como el común de los mortales. En realidad, había ido al
plató a desplegar su teoría literaria, a juzgar por las veces que pronunciaba
la palabra “narrativa”, con la delectación del que saborea un fruto extraño. He
de reconocer que, si bien la teoría no era demasiado original, no carecía de
coherencia. Creí entender que la tesis tenía su origen en las funciones que
Propp estableció para el cuento folclórico ruso, pero convenientemente
nacionalizadas. En su opinión, toda estrategia narrativa exigía un protagonista
colectivo (llamémoslo, por ahora, país) y un conflicto (llamémoslo placer
hipotecario, estigma crediticio o boquete soberano). A partir de ahí, cada
protagonista y cada conflicto se las arreglaban como buenamente podían, dependiendo
de dos variables secundarias: la genialidad del autor y la imprevisibilidad
argumental. En una de las opciones, el protagonista (colectivo) se ahogaba en
un implacable goteo de pagarés impagados. En otra vertiente, más optimista, se
endeudaba hasta el colodrillo, pero sobrevivía gracias a la magnanimidad de las
protagonistas (comunitarias) que pululaban por la trama: la alegre Marsellesa,
la caprichosa Helena, la pérfida Albión y la bárbara Germania. Finalmente, el
narratólogo proponía culminar el relato con la escenificación del rapto de
Europa. Cuando pulsé el mando a distancia, lejos de la presión de la
actualidad, me sentí íntimamente renovado. Ya dicen que alimentar el espíritu
no tiene precio.
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