Mi demonio individualista me susurra que los hombres “tomados
de uno en uno / son como polvo no son nada”. Y mi lucifer solidario sostiene
que seguimos viviendo “en un viejo país
ineficiente, / algo así como España” entre dos crisis globales. Pero ni las
palabras de Goytisolo ni las moralidades de Gil de Biedma contaban con ese angelus novus que se cierne sobre la
maltrecha Europa en general, y sobre la rescatada España en particular: por
supuesto, me refiero a la Eurocopa. Con qué fervor, digno de Evasión o victoria, vivimos las
evoluciones de nuestra invicta selección, guiada por un instinto de triunfo que
ha hecho de las glorias pírricas y de las derrotas cantadas cosa del pasado. Nunca
he sido aficionado al fútbol ni he sentido como propios los colores de ningún
equipo, salvo por el muy saludable ejercicio de llevar la contraria. Sin
embargo, desde hace un tiempo, disfruto como un enano con nuestra exhibición de
esplendor en la hierba. Y, lo confieso, en mi muñeca izquierda baila una
pulsera con icono. Un Torquemada (¿Mourinho?) me acusaría de acogerme a la
peligrosa fe del converso. Un psicoanalista (¿Valdano?, ¿Guardiola?, ¿El señor
del Bosque?) me diagnosticaría algún complejo de etimología griega. Y no sé si
la barra brava blaugrana me recetaría pastillas contra el sarpullido nacional.
Pero yo bien sé que no se trata de nada de eso. Las dos velocidades europeas no
se juegan en el centro del campo, sino en el graderío. No vale más partido
rescatado que alineación por rescatar. Y sigo prefiriendo el pasaporte al DNI. Sin
embargo, cuando nuestra armada cuasi invencible salta al terreno de juego, como
impelido por un resorte, tengo la necesidad de gritar “No hay dos sin tres”.
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