Hace cincuenta años, París era una
fiesta. O eso parece si nos sumergimos en el juego pactado de Rayuela, la novela de Julio Cortázar que
cumple medio siglo de vida literaria en junio de este año. Aunque no pasa día
sin efeméride capciosa o caprichosa, el aniversario rayuelesco me parece digno
de conmemoración. Como me ocurre con casi todo lo que me ha dejado alguna
huella, no guardo de Rayuela un
recuerdo, sino una sensación. Ya se sabe que quienes somos poco proclives a la
mnemotecnia nos conformamos con el sucedáneo de la impresión. Sin embargo, me
parece que la nivola de Cortázar
invita más a la correspondencia sensorial que a la memoria fotográfica. Sus
páginas huelen a café recolado y a yerba mate, conservan el sabor acre del
tabaco negro, suenan como un tocadiscos atiborrado de jazz, y tocan el centro
gravitatorio de París (la nariz aguileña de monsieur Eiffel) y los aledaños de
la locura. Pero, sobre todo, Rayuela
nos mira con esa distancia extraviada que solo tienen los clochards bajo los puentes y los gatos sobre los tejados. Esa
mirada felina y desafiante con la que Cortázar también comparecía en sus retratos.
Sobre
Rayuela pesan varios tópicos. Uno de
los más persistentes sostiene que no ha aguantado bien el veredicto de la
posteridad, esa jueza implacable con peluca empolvada. Francamente, no lo creo.
Es una novela de su tiempo, lo que equivale a decir que es una novela eterna.
Por suerte, la fecha de caducidad de las obras no depende de las ambiciones de
sus autores, sino de su talento para capturar el Zeitgeist de una época. Y en eso reside la victoria de Rayuela: el espectro que habita en sus
buhardillas es el mismísimo fantasma de la libertad, cuya sombra recorre desde
el Pont des Arts donde se encuentran por primera vez La Maga y Oliveira hasta
el Pont Neuf donde malviven los amantes soñados por Léos Carax.
Los
puentes tendidos por Rayuela no se
agotan en su representatividad histórica. En más de un sentido, podría
afirmarse que se trata de una novela pensada para usuarios de Windows. De
hecho, los “capítulos prescindibles” no son otra cosa que enlaces o
hipervínculos; nudos gordianos de información como los que encontramos en la
Red. ¿Profetizó Cortázar el despliegue tentacular de Internet? No me cabe duda.
¿Predijo el auge del libro digital? Con permiso de Bioy Casares, que en La invención de Morel concibió un
universo encriptado en código binario. Por otra parte, el famoso capítulo 68 de
Rayuela, redactado en ese esperanto
de la intimidad que Cortázar bautizó con el nombre de glíglico, no deja de ser el precursor de modalidades más o menos
paraliterarias, como la perfopoesía y el Spoken
Word.
Para
no pecar por exceso, que en román paladino significa incurrir en el panegírico,
admitiré que Rayuela no es la mejor
obra de Cortázar. Les sucede a todos los grafómanos perfeccionistas: le pasó a
Cervantes, que intentó redimir al caballero Don Quijote a través del bizantino
Persiles, y a Roberto Bolaño, que confió menos en el alma coral de Los detectives salvajes que en la
endiablada polifonía de 2666. También
Cortázar preparó el lanzamiento de Rayuela
bajo el síndrome de la obra maestra, sin darse cuenta de que ya la había
escrito cuatro años antes: se titula “El perseguidor”, y relata la crónica del
saxofonista Johnny Carter / Charlie Parker perdido en el laberinto de su
soledad. No sé si Cortázar es el mejor autor del boom. Sé que es el que más me
gusta. No alcanzó a doctorarse en demiurgia,
como García Márquez, ni fue un jaguar literario, como Carlos Fuentes ―de quien
prefiero, ya en el ámbito de la parafilia, la muy edípica Zona sagrada―. Tampoco le dieron el Nobel, como a Vargas Llosa, ni
disfrutó de la aureola de animal raro, como Manuel Puig. No importa. Si fuera
un crítico prescriptivo, diría que buscar a la Maga por los capítulos de Rayuela es el deber estético y moral de
todo lector. Menos taxativamente, les propongo que la incluyan en su lista de
regalos (de cumpleaños, por ejemplo).
(Publicado parcialmente en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 27 de junio de 2013)
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